UNA VISITA A LA IGLESIA
«Hay dos formas de vivir. La primera es pensar que nada es un milagro. La segunda, que todo lo es».
ALBERT EINSTEIN (1879-1955)
No regresé a la iglesia hasta diciembre de 2008, cuando Holley me arrastró a un servicio el segundo domingo de Adviento. Seguía débil, un poco alterado mentalmente y demasiado flaco. Mi mujer y yo nos sentamos en primera fila. Michael Sullivan, que presidía el servicio aquel día, se acercó para preguntarme si me apetecía soplar la segunda vela de la corona de Adviento. La verdad es que no tenía muchas ganas, pero algo dentro de mí me dijo que lo hiciese. Me levanté, me apoyé en el pasamanos de bronce y caminé con sorprendente facilidad hacia la zona del altar.
El recuerdo sobre el tiempo que había pasado fuera de mi cuerpo seguía fresco en mi memoria y todo cuanto veía en aquel lugar que nunca antes había logrado conmoverme demasiado me lo devolvía con fuerzas redobladas. La palpitante nota de bajo de un himno era un eco de la áspera miseria del Reino de la perspectiva del gusano. Los ventanales de cristal tintado, con sus nubes y sus ángeles, me devolvían a la celestial belleza del Portal. Una pintura de Jesús partiendo el pan con sus discípulos evocaba la comunión del Núcleo. Me estremecí al recordar la dicha del infinito e incondicional amor que había conocido allí.
Por fin comprendía el sentido de la religión. Al menos el sentido que debería haber tenido. Yo no creía simplemente en Dios; conocía a Dios. Mientras me acercaba al altar para recibir la comunión, sendos regueros de lágrimas surcaban mis mejillas.