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TRES CAMPOS

«Sostengo que el reduccionismo científico rebaja de manera increíble el misterio de lo humano con su prometedor materialismo, con la pretensión de poder explicar todo cuanto sucede en el mundo espiritual por medio de patrones de actividad neuronal. Esta idea debe catalogarse como superstición (…) Debemos reconocer que somos criaturas espirituales, dotadas de almas que moran en un mundo espiritual, así como seres materiales cuyos cuerpos y cerebros existen en un mundo material».

SIR JOHN C. ECCLES (1903-1997)

Por lo que a las ECM se refiere, había tres campos básicos. Por un lado estaban los creyentes: gente que había pasado por una o a la que, simplemente, le resultaba fácil creer en tales experiencias. Luego, claro está, estaban los incrédulos redomados (como mi antiguo yo). Por lo general, estas personas no se definían como incrédulas. Simplemente, sabían que el cerebro genera la conciencia y no aceptaban ideas absurdas sobre una mente más allá del cuerpo (salvo para consolar a alguien necesitado, como creía yo estar haciendo con Susanna aquel día). Y después estaba el grupo intermedio. Lo formaban personas de todas clases que habían oído hablar de las ECM, bien porque habían leído algo sobre ellas o bien porque —como se trata de un fenómeno extraordinariamente común— tenían algún amigo o pariente que había pasado por una de ellas. Eran las personas que formaban este grupo intermedio a las que más podía ayudar mi relato. El mensaje que conllevan las ECM puede cambiarle la vida a la gente. Pero cuando alguien que puede estar abierto a dar crédito a este tipo de experiencias pregunta a un médico o a un científico —custodios oficiales en nuestra sociedad de la cuestión de lo real y lo irreal—, éste suele responder, con delicadeza pero con firmeza, que las ECM son alucinaciones, productos de un cerebro que lucha para aferrarse a la vida y nada más.

Como médico que había pasado por lo que yo había pasado, estaba en condiciones de contarles una historia diferente. Y cuanto más lo pensaba, más comprendía que tenía el deber de hacerlo.

Una a una, fui poniendo por escrito las sugerencias que sabía que ofrecerían mis colegas (como habría hecho yo mismo en los viejos tiempos) para explicar lo que me había sucedido. (Si deseas más información, consulta las hipótesis neurocientíficas, que incluyo en el Apéndice B).

¿Era mi experiencia un primitivo programa creado por el tallo cerebral con el fin de aliviar el dolor terminal y el sufrimiento, algo así como una versión evolucionada de las estrategias de «muerte fingida» que utilizan los animales inferiores? Esta idea la descarté desde el principio. Sencillamente, era imposible que las cosas que había percibido, con su enorme sofisticación visual y existencial y el profundo grado de sentido de trascendencia que las acompañaba, fuesen obra de la parte reptiliana de mi cerebro.

¿Se trataba de recuerdos distorsionados procedentes de las zonas profundas de mi sistema límbico, la parte del cerebro que alimenta las percepciones emocionales? Tampoco. Sin un neocórtex funcional, el sistema límbico no podría producir visiones tan nítidas y dotadas de lógica como las que yo experimenté.

¿Podía tratarse de una visión psicodélica generada por alguno de los (numerosos) fármacos que me administraban? De nuevo parece que no, puesto que estos fármacos interaccionan con los receptores del neocórtex. Y como éste no estaba funcionando, no había ningún lienzo sobre el que hubiesen podido dibujar aquel cuadro.

¿Y una intrusión del sueño REM? Así es como se llama a un síndrome (relacionado con el sueño REM, la fase en la que se producen los sueños) en el que los neurotransmisores naturales, como la serotonina, interactúan con los receptores del neocórtex. Lo siento, pero tampoco. La intrusión REM requiere de un neocórtex funcional y yo carecía de uno en aquel momento.

También estaba el fenómeno hipotético conocido como el «basurero DMT». En él, la glándula pineal reacciona al estrés generado por una amenaza contra el cerebro segregando una sustancia llamada DMT (o N,N-dimetiltriptamina). Desde el punto de vista estructural, la DMT es similar a la serotonina y puede generar estados alucinatorios sumamente intensos. Yo no tenía experiencia personal con esta sustancia —y sigo sin tenerla—, por lo que carezco de argumentos para contradecir a quienes afirman que puede producir experiencias psicodélicas muy verosímiles. Incluso puede que con implicaciones genuinas para nuestra comprensión de lo que son realmente la conciencia y la realidad.

Sin embargo, el hecho sigue siendo que la parte del cerebro a la que afecta el alucinógeno DMT (el neocórtex) no podía verse afectada en mi caso. Así que para «explicar» lo que me había sucedido, la hipótesis del basurero DMT se queda tan radicalmente corta como todas las demás y por la misma razón esencial. Los alucinógenos afectan al neocórtex y el mío no podía verse afectado porque no estaba operativo.

La última hipótesis que contemplé fue la del «fenómeno del reinicio». Explicaría mi experiencia como un compendio de recuerdos esencialmente no relacionados, que ya estaban allí antes de que mi neocórtex se desactivase del todo. Como un ordenador que se reinicia y salva lo que puede después de un fallo completo del sistema, mi cerebro habría tratado de confeccionar una experiencia a partir de los restos con los que se había encontrado. Esto podría haber sucedido al recobrar la conciencia tras un fallo generalizado y prolongado, como el que había provocado mi meningitis. Pero si tenemos en cuenta la complejidad y la interactividad de mis elaborados recuerdos, parece poco probable. Como durante el tiempo que pasé en el mundo espiritual experimenté la naturaleza no lineal del tiempo de un modo tan intenso, ahora puedo comprender por qué es tan fácil que los escritos sobre la dimensión espiritual parezcan tan distorsionados (o sencillamente, tan absurdos) desde la perspectiva terrenal. En los mundos que se extienden por encima de éste, el tiempo no se comporta como aquí. Allí las cosas no se suceden necesariamente de manera secuencial. Un momento puede parecer una vida entera y una o más vidas pueden parecer un simple momento. Pero el hecho de que el tiempo no se comporte de forma normal (desde nuestra perspectiva) no significa que sucumba al caos y mis recuerdos sobre el tiempo que había pasado en coma son cualquier cosa menos caóticos. La mayoría de los elementos que anclan mi experiencia a este mundo, desde el punto de vista cronológico, tienen que ver con mis interacciones con Susan Reintjes, cuando entró en contacto conmigo en las noches cuarta y quinta de mi coma, y con la aparición, hacia el final de mi viaje, de aquellas seis caras de las que hablé. Podría decirse que cualquier otra apariencia de simultaneidad entre los sucesos de la Tierra y los de mi viaje es mera conjetura.

Cuanto más descubría sobre mi condición y más investigaba (entre la literatura científica existente) para explicar lo que me había sucedido, más comprendía que la explicación no podía estar ahí. Todo —la asombrosa claridad de mi visión y la naturaleza de mis pensamientos como un puro flujo conceptual— sugería un trabajo cerebral más y no menos intenso. Sólo que mi cerebro no estaba activo en aquel momento para encargarse de realizarlo.

Y conforme leía las explicaciones «científicas» de las ECM, iba constatando cada vez más su transparente fragilidad. Al mismo tiempo, me daba cuenta con cierta vergüenza de que eran las que mi antiguo «yo» habría esgrimido, aunque fuese con poco rigor, en caso de que alguien hubiera tratado de «explicarme» lo que es una ECM.

Pero no podía esperarse que alguien que no fuese un médico supiese todo esto. Si mi experiencia le hubiera sucedido a otra persona, la que fuese, habría sido bastante significativa, pero el hecho de que la hubiera vivido yo… Bueno, decir que había ocurrido «por una razón» me hacía sentir un poco incómodo. Todavía quedaba en mi interior lo bastante del antiguo y escéptico médico como para saber lo extravagante —lo exagerado, de hecho— que sonaba aquello. Pero si consideraba la extremada improbabilidad de que sucediera algo así —sobre todo el hecho de que un caso perfecto de meningitis por E. coli invadiese y desactivase mi corteza cerebral, seguido por una recuperación acelerada y casi completa frente a una destrucción casi segura—, no cabía más alternativa que considerar seriamente la posibilidad de que todo hubiera sucedido en realidad por algún motivo.

Y esto me hacía sentir una responsabilidad mayor, unida a la necesidad de contar como es debido mi historia.

Siempre me había enorgullecido de mantenerme a la última en mi campo profesional y contribuir cuando tenía algo que aportar. Desde el punto de vista médico, el hecho de que hubiese salido de este mundo para entrar en otro suponía una noticia revolucionaria y ahora que había vuelto no pensaba guardármela. Desde el punto de vista médico, mi completa recuperación era algo imposible, un milagro. Pero el verdadero interés de la historia residía en el sitio donde había estado y era mi deber, no sólo como investigador que siente un profundo respeto por el método científico, sino también como sanador, contar mi historia. Una historia —una historia verdadera— puede curar tanto como la medicina. Susanna lo sabía cuando me llamó aquel día a mi despacho. Y yo también había podido experimentarlo cuando volví a tener noticias de mi familia biológica. Las noticias que recibí entonces habían tenido un efecto terapéutico sobre mí. ¿Qué clase de sanador sería si no compartía mi historia?

Poco más de dos años después de salir del coma, visité a un buen amigo y colega, que dirige uno de los departamentos de neurociencia más punteros del mundo. Conocía a John (que no es su auténtico nombre) desde hacía décadas y lo consideraba un ser humano maravilloso y un científico de primer orden.

Cuando le conté parte de la historia del periplo espiritual que había vivido durante mi coma, respondió con genuino asombro. No porque me creyese loco, sino porque finalmente le encontraba sentido a algo que lo desconcertaba desde hacía bastante tiempo.

Me explicó que, un año antes, su padre se encontraba en las últimas fases de una enfermedad terminal que lo había aquejado durante cinco años. Estaba incapacitado y senil, sumido en un dolor permanente del que quería escapar muriendo.

—Por favor —había suplicado a John desde su lecho de muerte—. Dame unas pastillas, o algo así. No puedo continuar así.

De repente, su padre se tornó más lúcido de lo que había estado en dos años e hizo una serie de profundas observaciones sobre su vida y su familia. Entonces, su mirada se desplazó hacia el pie de su cama y comenzó a hablarle al aire. Al escucharlo, John se dio cuenta de que estaba hablando con su madre, que había fallecido cincuenta años antes, a los sesenta y cinco, cuando su padre era sólo un adolescente. En toda la vida de John, apenas la había mencionado, pero en aquel momento parecía estar manteniendo una alegre y animada conversación con ella. Mi amigo no podía verla, pero estaba absolutamente convencido de que su espíritu se encontraba allí para dar la bienvenida al de su padre.

Al cabo de unos minutos así, su padre se volvió de nuevo hacia él, esta vez con una expresión totalmente distinta en la cara. Estaba sonriendo y parecía en paz, como nunca antes, que él recordara.

—Vete a dormir, papá —se oyó decir—. Déjate ir, sin más. No pasa nada.

Su padre lo hizo. Cerró los ojos y se fue desvaneciendo con una expresión de completa serenidad en la mirada. Poco después fallecía.

John tenía la sensación de que el encuentro entre su padre y su fallecida abuela había sido real, pero no sabía qué pensar de ello, porque como médico tenía la certeza de que tales cosas eran «imposibles». Muchos otros han presenciado esa asombrosa claridad mental que parece apoderarse de ancianos seniles justo antes de fallecer, tal como había visto John en su padre (un fenómeno conocido como «lucidez terminal»). Y no tiene explicación neurológica. Escuchar mi relato le dio la licencia que necesitaba para hacer algo que llevaba mucho tiempo anhelando: creer lo que había visto con sus propios ojos y aceptar la profunda y reconfortante verdad de que nuestro yo espiritual es más real que nada de lo que percibimos en este Reino físico y de que existe una conexión divina que nos une al infinito amor del Creador.