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VUELTO DESDE LOS MUERTOS

«Y la cercanía de la muerte, la cual nos iguala a todos de la misma manera, nos impresiona a todos con una última revelación que tan sólo una persona que volviese de la muerte podría contar».

HERMAN MELVILLE (1819-1891), Moby Dick

Allá donde fuese durante aquellas primeras semanas, la gente me miraba como a alguien recién salido de la tumba. Me encontré con un médico que estaba presente en el hospital el día que me ingresaron. No trabajó directamente en mi caso, pero sí que pudo verme cuando me ingresaron en urgencias aquella primera mañana.

—¿Cómo es posible que estés aquí? —preguntó, resumiendo la perplejidad de la comunidad médica con respecto a mi caso—. ¿Eres el hermano gemelo de Eben o algo así?

Sonreí, alargué el brazo y le estreché la mano con fuerza, para que supiese que realmente era yo.

Aunque, naturalmente, su comentario sobre mi hermano gemelo era una broma, aquel médico había tocado un punto crucial al decirlo. A todos los efectos, yo seguía siendo dos personas y si pretendía hacer lo que le había dicho a Eben IV que deseaba —utilizar lo que me había pasado para ayudar a los demás— tenía que reconciliar mi ECM con mi visión científica de las cosas y volver a unir a esas dos personas.

Mis recuerdos acudieron a una llamada telefónica que había recibido una mañana, varios años antes. Era la madre de un antiguo paciente y me llamó mientras yo examinaba el mapa digital de un tumor que tenía que extraer aquel mismo día, algo más tarde. La llamaremos Susanna. El fallecido marido de Susanna, al que llamaremos George, había llegado hasta mí tras detectársele un tumor cerebral. A pesar de todos nuestros esfuerzos, al año y medio de recibir el diagnóstico había muerto. Ahora era la hija de Susanna la que estaba enferma, con varias metástasis en el cerebro de un cáncer de mama. Tenía pocas probabilidades de sobrevivir más allá de unos pocos meses. El momento elegido para hacer la llamada no era el mejor, puesto que estaba totalmente absorto en la imagen digital que tenía delante para trazar una estrategia de extracción del tumor que no dañase el tejido cerebral que lo rodeaba. Pero permanecí al aparato con Susanna porque sabía que estaba tratando de encontrar algo —lo que fuese— que la ayudase a enfrentarse a lo que estaba pasando.

Siempre he creído que en casos de enfermedad potencialmente fatal es aceptable endulzar un poco la verdad. Impedir que un paciente terminal intente aferrarse a una pequeña fantasía para poder sobrellevar la idea de la muerte es como negarle los analgésicos a uno que padece graves dolores. La carga de Susanna era extraordinariamente pesada y le debía hasta el último segundo de atención que me pidiese.

—Doctor Alexander —me explicó—, mi hija ha tenido un sueño extraordinario. Su padre aparecía en él. Le ha dicho que todo va a salir bien, que no debe preocuparse por la muerte.

Había oído cosas como aquélla incontables veces en boca de mis pacientes: el recurso de la mente para buscar consuelo en una situación insoportablemente dolorosa. Le dije que me parecía un sueño maravilloso.

—Pero lo más increíble de todo, doctor Alexander, es lo que llevaba mi marido. Una camisa amarilla… ¡y un sombrero de fieltro!

—Bueno, Susanna —dije con tono alegre—, imagino que en el Cielo no tienen códigos de vestimenta.

—No —replicó Susanna—. No se trata de eso. Al comienzo de nuestra relación, cuando empezábamos a salir, le regalé a George una camisa amarilla. Le gustaba llevarla con un sombrero de fieltro que también le había regalado yo. Pero los dos se perdieron en nuestra luna de miel, cuando nos extraviaron el equipaje. Aquella camisa y aquel sombrero representaban para él lo mucho que le quería y nunca los reemplazó.

—Seguro que Christina oyó miles de historias maravillosas sobre esa camisa y ese sombrero, Susanna —objeté—. Y sobre los primeros tiempos de sus padres…

—No —repuso ella con una risa—. Eso es lo maravilloso. Era nuestro pequeño secreto. Sabíamos lo ridículo que le parecería a cualquier otra persona. Así que después de que se perdieran no volvimos a hablar de ellos. A Christina no le contamos nunca nada. Le tenía muchísimo miedo a la muerte, pero ahora sabe que no tiene nada que temer, nada en absoluto.

Lo que Susanna estaba contándome, descubrí en mis lecturas, era una variante de un suceso que se repite con bastante frecuencia. Pero cuando recibí aquella llamada yo aún no había pasado por mi ECM y estaba totalmente convencido de que no era más que una fantasía inducida por la tristeza. A lo largo de mi carrera había tratado a muchos pacientes que habían tenido experiencias inusuales durante un coma o en el transcurso de una intervención quirúrgica. Siempre que alguno de ellos me contaba una experiencia como la de Susanna, yo respondía mostrándole todas mis simpatías. Y estaba convencido de que aquello que me relataban había sucedido de verdad… en su cabeza. El cerebro es el más sofisticado —y temperamental— de nuestros órganos. Si lo manipulas, si reduces en unos pocos torr (una unidad de presión) el oxígeno que recibe, la realidad que percibe su propietario comenzará a alterarse. O, para ser más precisos, su percepción personal de la realidad. Y si a esto le sumamos el trauma físico y la medicación que acompañan a cualquier problema cerebral, podemos tener la práctica certeza de que, si guarda algún recuerdo al despertar, será un recuerdo inusual. Con un cerebro afectado por infecciones bacterianas letales y medicamentos capaces de alterar el funcionamiento de este órgano, todo puede suceder. Todo… salvo la experiencia ultrarrealista que yo había experimentado durante mi coma.

Susanna, comprendí con esa clase de sobresalto que te embarga cuando te das cuenta de algo que debería haber sido evidente, no me había llamado aquel día para que la consolara. En realidad, la que intentaba consolarme era ella. Pero en aquel momento no fui consciente de ello. Creí estar ayudándola al fingir, de aquella manera distraída y un poco distante, que daba crédito a su relato. Pero no era así. Y al recordar aquella conversación y otras muchas muy similares que había mantenido a lo largo de mi carrera, comprendí el largo camino que tenía por delante si pretendía convencer a mis colegas de profesión de que aquello que me había pasado era real.