SALIDO DE LA NADA
La doctora Potter llamó al doctor Robert Brennan, uno de sus colegas en el hospital general de Lynchburg y especialista en enfermedades infecciosas. Mientras esperaban a los resultados de las pruebas que habían pedido al laboratorio del centro, consideraron las distintas posibilidades diagnósticas y opciones terapéuticas.
Durante esos momentos, yo seguía gimiendo y debatiéndome contra las correas de mi camilla. La realidad que estaba saliendo a la luz era cada vez más pavorosa. Los resultados de la tinción de gram (una prueba química bautizada en honor al médico danés que la inventó y que permite a los médicos clasificar las bacterias entre gram positivas y gram negativas) indicaban una cepa gram negativa, lo que resulta extremadamente inusual. Al mismo tiempo, una tomografía computarizada (TC) de mi cabeza revelaba que el revestimiento de las meninges de mi cerebro estaba peligrosamente hinchado e inflamado. Me introdujeron un respirador por la tráquea para que un ventilador pudiera ocuparse por mí de la tarea de respirar —veinte veces por minuto, para ser exactos— y desplegaron una batería de monitores alrededor de mi cama para registrar hasta el último movimiento de mi cuerpo y de mi casi totalmente inerte cerebro.
Entre los escasos adultos que cada año contraen meningitis espontánea por E. coli (es decir, la que se produce sin mediar previamente un procedimiento quirúrgico cerebral o un traumatismo craneal con penetración), la mayoría lo hace por alguna causa tangible, como una deficiencia del sistema inmunológico (provocada muchas veces por VHI o Sida). Pero yo no estaba dentro de ese grupo de riesgo. Hay otras bacterias que pueden provocar meningitis invadiendo el cerebro desde las fosas nasales o el oído medio, pero no la E. coli. El espacio cefalorraquídeo está demasiado bien aislado con respecto al resto del cerebro para que pasen organismos como ésos. Sencillamente, salvo que la médula o el cráneo sufran una perforación (a causa de un estimulador cerebral profundo o una derivación, colocados por un neurocirujano y contaminados, por ejemplo), las bacterias que, como la mencionada, suelen residir en los intestinos, no tienen acceso a esa zona. Yo mismo había insertado centenares de derivaciones y estimuladores en los cerebros de mis pacientes y, de haber tenido la oportunidad de estudiar el caso con mis perplejos colegas, habría convenido con ellos en que, por expresarlo de manera sencilla, había contraído una enfermedad que era prácticamente imposible de contraer.
Los dos médicos, incapaces aún de aceptar la evidencia a la que apuntaban los resultados de las pruebas, llamaron a varios expertos en enfermedades infecciosas de importantes hospitales universitarios. Todos se mostraron de acuerdo en que los resultados sólo señalaban un diagnóstico posible.
Que me diagnosticaran un caso rarísimo de meningitis bacteriana por E. coli no fue lo único extraordinario de mi primer día de estancia en el hospital. En los momentos previos a mi salida del servicio de Urgencias, tras dos horas de gemidos y aullidos animales, quedé en completo silencio. Y entonces, como salido de la nada, lancé un grito formado por dos palabras. Dos palabras tan perfectamente articuladas que todos los médicos y enfermeros presentes, así como Holley, que se encontraba al otro lado de la cortina, a pocos pasos de distancia, las oyeron con nitidez:
—¡Dios, ayúdame!
Todos corrieron a la camilla. Pero cuando llegaron a mi lado, estaba totalmente inconsciente.
No recuerdo nada sobre mi estancia en Urgencias, incluido aquel grito de auxilio. Pero fue lo último que dije en siete días.