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UNA EXPERIENCIA COMÚN

Finalmente llegó el día en el que terminé de escribir todo lo que tenía que contar, hasta el último de mis recuerdos sobre el Reino de la perspectiva del gusano, el Portal y el Núcleo.

Entonces llegó la hora de leer. Me zambullí de pleno en el océano bibliográfico sobre las ECM, un océano en el que hasta entonces no había siquiera metido la punta del pie. No tardé mucho en comprender que miles de personas habían experimentado lo mismo que yo, tanto en los últimos años como en los siglos anteriores. Las ECM no son todas idénticas. Cada una tiene sus peculiaridades, pero ciertos elementos se repiten una vez tras otra y algunos de ellos también estaban presentes en mi propia experiencia. Los relatos sobre tránsitos por túneles o valles oscuros que desembocan en un paisaje brillante y vívido —ultrarreal— son tan antiguos como la Grecia o el Egipto de la Antigüedad. Los seres angélicos —a veces con alas, a veces no— comienzan a aparecer, como mínimo, en la tradición antigua de Oriente Medio, junto a la creencia en que tales seres son los guardianes de las actividades de la gente en la Tierra y acuden a recibir a quienes dejan este mundo atrás. La sensación de poseer la capacidad de ver en todas direcciones a la vez; la de estar más allá del tiempo lineal; la de estar por encima de todas las cosas que, en esencia, yo había creído siempre rasgos distintivos de la experiencia humana; la presencia de una música que recordaba a los himnos y que entraba directamente en el interior de uno en lugar de hacerlo a través de sus oídos; la asimilación directa e instantánea, sin el menor esfuerzo, de conceptos que en otras condiciones habrían requerido ingentes cantidades de tiempo y esfuerzo… La percepción de la intensidad de un amor incondicional.

Una vez tras otra, tanto en los relatos más modernos sobre las ECM como en las narraciones de naturaleza espiritual del pasado, sentía que el narrador debía enfrentarse a las limitaciones del lenguaje terrenal y trataba de presentar la totalidad de aquellos conceptos por medio del lenguaje y las ideas humanos… y siempre, en mayor o menor medida, acababa fracasando.

Y, no obstante, con cada intento que se frustraba antes de haber alcanzado su objetivo, con cada persona que pugnaba con el limitado arsenal de nuestro lenguaje y nuestros conceptos para transmitir aquella enormidad al lector, reconocía yo el objetivo y lo que, en toda su ilimitada enormidad, intentaba transmitir el autor sin conseguirlo.

«Sí, sí, sí —me decía mientras leía—. Lo comprendo».

Todos aquellos libros, aquel material, estaban allí antes de mi experiencia, claro está. Pero nunca los había visto. No sólo porque no los hubiera leído. Era algo más. Simplemente, jamás me había abierto a la posibilidad de que hubiese algo auténtico en la idea de que una parte de nosotros sobrevive a la muerte. Era el típico médico que responde a estas cosas con una combinación de sonriente indulgencia y escepticismo. Y como tal, puedo decirte que la mayoría de los escépticos no lo son en realidad. Para ser verdaderamente escéptico, uno debe examinar algo y tomárselo en serio. Y yo, como la mayoría de mis colegas de profesión, jamás había hecho el esfuerzo de estudiar el tema de las ECM. Simplemente, había «sabido» que no podían ser ciertas.

También estudié mi propio historial. Todo cuanto me había sucedido mientras estuve en coma se había consignado con meticulosidad, prácticamente desde el principio. Mientras revisaba mis propios escáneres como si fuesen los de cualquiera de mis pacientes, comprendí la verdadera magnitud de la gravedad de mi estado.

La meningitis bacteriana se distingue de otras enfermedades por su capacidad de atacar la superficie exterior del cerebro sin afectar a las estructuras internas. Las bacterias devoran eficientemente la capa externa del cerebro, antes de pasar a la ofensiva final atacando las estructuras internas «de control», comunes a otros animales, situadas muy por debajo de la parte humana. Las demás circunstancias lamentables a resultas de las cuales pueden atacar el neocórtex y provocar inconsciencia —traumatismos craneales, infartos cerebrales, hemorragias cerebrales o tumores— no son ni de lejos tan concienzudas en su ataque contra la estructura del neocórtex. Por lo general, afectan únicamente a una parte de él y dejan otras regiones intactas y en condiciones de operar. Pero la cosa no acaba ahí: en lugar de atacar sólo el neocórtex, tienden a dañar también las regiones más profundas y primitivas del cerebro. Es decir, que podría afirmarse que la meningitis bacteriana es la enfermedad más capacitada para inducir un estado similar a la muerte sin provocarla en realidad (aunque, a tenor de la verdad, muchas veces éste acaba siendo su desenlace. La triste certidumbre es que nadie que sufra un caso de meningitis bacteriana tan grave como el mío vuelve para contarlo). (Véase el Apéndice A).

Aunque la circunstancia que describe es tan antigua como la historia, el término «experiencia cercana a la muerte» (al margen de que sea algo real o una fantasía sin base alguna) sólo se ha generalizado en tiempos recientes. En los años sesenta se desarrollaron nuevas técnicas que permitieron a los médicos salvar a víctimas de infartos. Personas que hasta entonces habrían muerto indefectiblemente regresaban ahora al mundo de los vivos. Y sin saberlo, en sus esfuerzos por salvar a sus pacientes, estos médicos estaban creando una especie de raza de viajeros ultraterrenos: gente que había vislumbrado lo que hay al otro lado del velo y había regresado para contarlo. Hoy se cuentan por millones. Entonces, en 1975, un estudiante de medicina llamado Raymond Moody publicó un libro llamado Vida después de la vida, en el que narraba la experiencia de un hombre llamado George Ritchie. Ritchie había «muerto» a consecuencia de un infarto de miocardio provocado por la complicación de una neumonía y había pasado nueve minutos fuera de su cuerpo. En este tiempo atravesó un túnel, visitó regiones celestiales e infernales, conoció a un ser de luz al que identificó como Jesús y experimentó unas sensaciones de paz y bienestar tan intensas que era casi imposible expresarlas con palabras. Había nacido la era moderna de las experiencias cercanas a la muerte.

Mentiría si afirmase que desconocía por completo la existencia del libro de Moody, pero desde luego nunca lo había leído. No me hacía falta, entre otras cosas porque la idea de que un paro cardíaco representase una especie de condición próxima a la muerte era un disparate para mí. Gran parte de la literatura sobre las ECM gira alrededor de pacientes a los que se les ha parado el corazón durante pocos minutos, por lo general después de un accidente de tráfico o en la mesa de operaciones. La idea de que un paro cardíaco constituye la muerte está obsoleta desde hace unos cincuenta años. Muchos legos creen que si alguien se recupera de un infarto es que ha «muerto» y luego ha regresado a la vida, pero la comunidad médica revisó hace ya tiempo la definición de la muerte, que ahora se asocia al cerebro, no al corazón (desde que se estableció el concepto de la muerte cerebral, en 1968, basada en importantes descubrimientos relativos al examen neurológico de los pacientes). Desde el punto de vista de la muerte, el paro cardíaco sólo es relevante por sus efectos sobre el cerebro. A los pocos segundos de que se produzca, la interrupción del flujo sanguíneo en dirección al cerebro provoca un desplome generalizado de la actividad neuronal cooperativa, seguido por la pérdida de la conciencia.

Pero hace casi medio siglo que los cirujanos saben cómo parar el corazón de manera rutinaria en intervenciones quirúrgicas (o, en algún caso, neuroquirúrgicas) durante lapsos que oscilan entre minutos y horas enteras, utilizando bombas de bypass cardiopulmonar. A veces se reduce premeditadamente la temperatura del cerebro para aumentar la viabilidad del proceso. Pero el caso es que no se produce muerte cerebral. Incluso una persona a la que se le para el corazón en plena calle podría salir airosa sin daños cerebrales si alguien realiza una maniobra de resucitación cardiopulmonar en menos de cuatro minutos y el corazón vuelve a funcionar. Mientras le llegue sangre oxigenada al cerebro, éste —y con él la persona— permanecerá vivo, aunque transitoriamente inconsciente.

Este hecho conocido por mí me bastaba para descartar el libro de Moody sin necesidad siquiera de abrirlo. Pero entonces sí que lo abrí y al leer las historias que se relataban en él y analizarlas en el contexto de mi propia experiencia se produjo un cambio completo en mi percepción. Comprendí, sin el menor asomo de duda, que al menos algunas de aquellas personas habían salido de verdad de sus cuerpos físicos. Simplemente, las similitudes con las cosas que yo mismo había experimentado fuera del mío eran demasiado grandes.

Las zonas más primitivas de mi cerebro —las partes que lo mantienen en estado de funcionamiento— siguieron operativas durante casi todo el tiempo que pasé en coma. Pero si hablamos de la parte que, según todos los neurólogos del mundo, es la responsable de lo humano… bueno, ésa estaba totalmente desactivada. Pude constatarlo en los escáneres, en los informes del laboratorio y en los exámenes neurológicos: en suma, en todos los datos recogidos durante la semana que había pasado allí sometido a una vigilancia exhaustiva. En seguida comencé a darme cuenta de que la mía era una experiencia cercana a la muerte casi impecable, posiblemente uno de los casos más convincentes de la historia moderna. Lo que en realidad importaba de mi caso no era que me hubiese sucedido a mí, sino que desde el punto de vista de la medicina era imposible que fuese un mero producto de la fantasía.

Describir la naturaleza de una ECM es, en el mejor de los casos, complicado, pero hacerlo frente a una clase médica que se niega a creer en la posibilidad de que exista resulta aún más difícil. Pero en esos momentos, debido a mi carrera en el ámbito de las neurociencias y a la ECM por la que acababa de pasar, tenía la oportunidad única de transmitirle mayor credibilidad a esa realidad.