VUELTA A CASA
El 25 de noviembre de 2008, dos días antes de Acción de Gracias, regresé a un hogar rebosante de gratitud. Eben IV condujo durante toda la noche para poder darme una sorpresa a la mañana siguiente. La última vez que había estado a mi lado yo estaba en coma profundo y aún no había asimilado del todo el hecho de que estuviese con vida. Estaba tan emocionado que le pusieron una multa por exceso de velocidad en el condado de Nelson, justo al norte de Lynchburg.
Yo llevaba horas despierto, sentado en una mecedora frente a la chimenea encendida del estudio, pensando en todo lo que me había sucedido. Eben cruzó la puerta poco después de las seis de la mañana. Me levanté y le di un fuerte abrazo. Estaba asombrado. La última vez que nos habíamos visto por Skype, en el hospital, yo apenas había sido capaz de articular una frase. Pero por entonces —aparte de seguir un poco flaco y tener una vía intravenosa en el brazo— había vuelto a mi actividad predilecta: ser el padre de Eben y Bond.
Era el mismo de antes… o casi. Mi hijo mayor también percibió algo que había cambiado en mí. Más adelante, me diría que la primera vez que me vio aquel día lo sorprendió lo «presente» que estaba.
—Se te veía tan claro, tan concentrado —me contaría—. Era como si te envolviese una especie de halo luminoso.
Sin perder un minuto, empecé a contárselo todo.
—Estoy deseando leer todo lo que encuentre sobre esto —le confesé—. Era todo muy real, Eben, casi demasiado para ser real, si es que eso tiene algún sentido. Quiero compartirlo con mis colegas de profesión. Y quiero leer sobre las ECM y sobre lo que han vivido otras personas. Ahora me cuesta creer que no me lo tomara en serio, que no escuchara lo que me contaban mis pacientes. Nunca sentí la curiosidad suficiente como para investigarlo.
Eben no dijo nada al principio, pero saltaba a la vista que estaba pensando en cuál era el mejor consejo que podía darme. Se sentó frente a mí y me expuso algo que tendría que haber sido obvio.
—Te creo, papá —dijo—. Pero piénsalo un momento. Si quieres que esto le sea de utilidad a alguien, lo último que debes hacer es leer lo que han escrito otros.
—¿Y qué debería hacer entonces? —pregunté.
—Escribirlo. Escribirlo todo… Todos tus recuerdos, con tanta exactitud como te sea posible. Pero no leas libros o artículos sobre las experiencias cercanas a la muerte de otras personas, sobre física ni sobre cosmología. Al menos hasta que hayas escrito lo que te ha pasado a ti. No hables con mamá ni con nadie más sobre lo que te sucedió durante el coma… al menos si puedes evitarlo. Luego podrás hacerlo todo lo que quieras, ¿de acuerdo? Recuerda lo que siempre me has dicho: primero observación, luego interpretación. Si quieres que lo que te sucedió tenga algún valor científico, debes registrarlo con toda la claridad y precisión posibles antes de empezar a compararlo con las experiencias de los demás.
Fue, tal vez, el consejo más sabio que me hayan dado nunca… y lo seguí. Eben acertaba plenamente al pensar que lo que yo quería, más que ninguna otra cosa, era utilizar mis experiencias para ayudar a los demás. Cuanto más recobraba la visión científica, más comprendía de qué manera entraba en conflicto todo lo que había aprendido durante décadas de formación y práctica de la medicina con lo que había experimentado, y más me daba cuenta de que la mente y la personalidad (o, como algunos las llaman, el alma o el espíritu) siguen existiendo más allá del cuerpo. Tenía que compartir mi historia con el mundo.
Durante las seis semanas siguientes, casi todos los días transcurrieron de un modo idéntico: me levantaba alrededor de las dos o las dos y media de la mañana, tan extasiado y lleno de energía por el mero hecho de estar vivo que salía de un salto de la cama. Encendía el fuego en el despacho, me sentaba en mi viejo sillón de cuero y me ponía a escribir. Trataba de recordar todos los detalles de mis viajes por el Núcleo y lo que había sentido mientras recibía aquellas lecciones que me habían cambiado la vida.
Aunque decir que «trataba de recordar» no sería exactamente cierto. Los recuerdos estaban allí, nítidos y frescos, justo donde los había dejado.