24

EL REGRESO

Bond había imaginado que papá despertaría, echaría un vistazo a su alrededor y sólo necesitaría que lo pusieran un poco al día para volver a ser el padre que siempre había conocido.

Pero pronto descubrió que las cosas no iban a ser tan sencillas. El doctor Wade le previno sobre dos cosas: primero, no debía contar con que recordase nada de lo que había dicho en los primeros momentos tras salir del coma. Me explicó que el proceso de la memoria requiere una enorme capacidad cerebral y que mi cerebro no estaba lo bastante recuperado aún como para acometer una tarea tan sofisticada.

En segundo lugar, no debía hacer mucho caso a lo que dijera durante aquellos primeros días, porque muchas cosas le parecerían un poco absurdas.

Tenía razón en ambas advertencias.

Aquella primera mañana, Bond me enseñó con orgullo el dibujo que Eben IV y él habían hecho de la batalla entre mis glóbulos blancos y las bacterias E. coli.

—¡Caray, qué maravilla! —exclamé.

Bond estaba radiante de orgullo y entusiasmo.

Entonces continué:

—¿Cuáles son las condiciones en el exterior? ¿Qué dicen las lecturas del ordenador? ¡Quita de ahí, tengo que prepararme para saltar!

Bond dejó de sonreír. Huelga decir que aquélla no era la recuperación plena que había esperado.

Estaba sufriendo alucinaciones en las que revivía con total intensidad algunos de los momentos más emocionantes de mi vida.

En mi cabeza estaba a bordo de un CD3, preparándome para saltar en paracaídas desde más de cinco kilómetros de altitud… Iba a saltar en último lugar, como a mí me gustaba. Era la posición que permitía permanecer más tiempo en caída libre.

Al salir a los rayos del sol que brillaban al otro lado de la compuerta, me lancé al instante en un picado de cabeza, con los brazos detrás (en mi mente), y entonces volví a sentir, como tantas otras veces, la violenta acometida provocada por el aire desplazado por los motores. Contemplé desde abajo cómo ascendía como un cohete el vientre del enorme y plateado aeroplano y cómo giraban, aparentemente a cámara lenta, sus gigantescas turbinas, con la tierra y las nubes reflejadas sobre la panza. La imagen resultaba un poco singular, porque el avión tenía los flaps y las alas en posición bajada, como si fuese a aterrizar, a pesar de que se encontraba a varios kilómetros por encima de la Tierra (para ralentizar al máximo su velocidad y así minimizar el efecto del chorro de aire sobre los paracaidistas).

Pegué los brazos todo lo posible al cuerpo para acelerar mi caída hasta más de 350 kilómetros por hora, sin otra cosa que mi casco azul moteado y mis hombros para resistirse a la atracción del enorme planeta que tenía abajo. Cada segundo recorría una longitud superior a la de un campo de fútbol y el viento rugía furiosamente a mi alrededor, tres veces más veloz que un huracán, con un estruendo mayor que ninguna otra cosa que hubiera oído jamás.

Pasé entre dos enormes nubes blancas y algodonosas y seguí descendiendo como un cohete por la despejada abertura que las separaba. La tierra verde y el mar destellante y azul se extendían muy abajo y yo continuaba descendiendo en aquella violenta y emocionante carrera hacia mis compañeros, apenas visibles en una formación de copo de nieve que se hacía más grande a cada segundo que pasaba por la incorporación de más y más paracaidistas…

Mi mente saltaba entre la UCI y una serie de alucinaciones sobre un descenso maravilloso, generadas por la adrenalina que segregaba mi mente.

Me sentía más alocadamente feliz que nunca.

Me pasé dos días desvariando sobre paracaidismo, aviones e Internet con todo el que quiso escucharme. A medida que mi cuerpo se iba recuperando, me adentré en un universo extraño y agotadoramente paranoico. Me obsesioné con una desagradable historia sobre «mensajes de Internet» que aparecían cada vez que cerraba los ojos e incluso algunas veces, en el techo, mientras los tenía abiertos. Cuando los cerraba, oía unos cánticos monótonos, repetitivos y nada melodiosos, una especie de sonido mecánico que por lo general remitía cuando volvía a abrirlos. Me pasaba todo el rato con el dedo extendido, señalando algo, como E. T., tratando de mover un cursor en la pantalla de un ordenador conectado a Internet que pasaba revoloteando frente a mí, en ruso o en chino.

En resumen, que estaba algo chalado.

Era un poco como lo que había vivido en el Reino de la perspectiva del gusano, aunque más aterrador, porque lo que oía y veía estaba entrelazado con los recuerdos de mi pasado humano (reconocía a los miembros de mi familia a pesar de que, a veces, como en el caso de Holley, no recordara sus nombres).

Pero al mismo tiempo, aquellas visiones carecían por completo de la asombrosa claridad y la vibrante riqueza —el ultrarrealismo— del Portal y del Núcleo. Sin la menor duda, eran obra de mi cerebro físico.

A pesar de aquel momento inicial de lucidez aparentemente plena, al poco tiempo no recordaba nada sobre mi vida antes del coma. Lo único que rememoraba era los últimos sitios en los que había estado: el inhóspito y feo Reino de la perspectiva del gusano, el idílico Portal y el asombrosamente celestial Núcleo. Mi mente —mi verdadero yo— pugnaba por volver a meterse en los estrechos y limitados confines de la existencia física, con sus fronteras espaciotemporales, su pensamiento lineal y su comunicación verbal de limitado alcance. Las mismas cosas a las que hasta una semana antes había tomado por los rasgos de la única existencia posible se me antojaban ahora limitaciones de una torpeza extraordinaria

La vida física se caracteriza por un estado defensivo, mientras que a la espiritual le sucede justo lo contrario. Ésta es la única explicación que puedo encontrar para el hecho de que mi retorno a este mundo estuviera impregnado de tal paranoia. Durante algún tiempo estuve convencido de que Holley (cuyo nombre, insisto, aún no recordaba, pero a la que, de algún modo, reconocía como mi esposa) y los médicos estaban intentando asesinarme. Tuve nuevos sueños y alucinaciones sobre aviones y saltos en paracaídas, algunos de ellos sumamente prolongados y verosímiles. En el más largo, intenso y ridículamente detallado de ellos, me vi en una clínica especializada en casos de cáncer del sur de Florida, perseguido por Holley, dos agentes de policía del estado y un par de fotógrafos ninja asiáticos, colgados de unos cables con poleas.

De hecho estaba sufriendo algo llamado «psicosis de la UCI». Es habitual, e incluso esperable, en pacientes cuyos cerebros vuelven a funcionar tras un largo período de inactividad. Lo había visto muchas veces, pero nunca lo había sufrido en mis propias carnes. Y he de decir que la perspectiva es muy, muy diferente.

Lo más interesante de aquella sucesión de pesadillas y fantasías paranoicas, visto en retrospectiva, era que no era más que eso: una fantasía. Algunas partes —en particular la dilatada pesadilla del sur de Florida— me resultaron muy intensas e incluso directamente aterradoras mientras sucedían. Pero recordadas ahora —es más, desde el mismo instante en que finalizaron aquellos episodios—, su naturaleza se tornó perfectamente reconocible: algo confeccionado por mi propio y agobiado cerebro en un intento por recobrar la orientación. Algunos de los sueños que tuve durante ese lapso de tiempo fueron asombrosa y pavorosamente vívidos. Pero al final sólo sirvieron para resaltar las enormes diferencias de este estado de ensueño con respecto al ultrarrealismo del coma profundo.

En cuanto a los cohetes, aviones y saltos en paracaídas que imaginaba con tanta viveza, eran, descubrí después, bastante precisos desde un punto de vista simbólico. Porque el hecho era que estaba realizando una peligrosa reentrada en la abandonada pero nuevamente funcional estación espacial de mi cerebro, desde un lugar muy lejano. Sería difícil encontrar una analogía más funcional de lo que me sucedió durante la semana que pasé fuera de mi cuerpo que el despegue de un cohete.