ÚLTIMA NOCHE, PRIMERA MAÑANA
Antes de hablar con el doctor Wade, Holley le dijo a Bond que esperase fuera del despacho, porque temía que fuesen malas noticias. Él fue consciente de ese temor y esperó al otro lado de la puerta, donde pudo oír parte de lo que decía el médico. Lo bastante para comprender cuál era la situación real. Para comprender que su padre, en efecto, no iba a volver. Nunca.
Corrió a mi cuarto y se subió a mi cama. Entre sollozos, me besó la frente y me acarició los hombros. Entonces, me levantó los párpados y me dijo:
—Te vas a poner bien, papá. Te vas a poner bien. —Siguió repitiéndolo una vez tras otra, creyendo, como sólo puede hacerlo un niño, que si lo decía un número suficiente de veces, al final terminaría por convertirse en realidad.
Mientras tanto, en un despacho al otro lado del pasillo, Holley clavaba una mirada vacía en el espacio, tratando de asimilar lo mejor posible las palabras del doctor Wade. Finalmente decidió:
—Entonces, lo mejor será que llamemos a Eben a la universidad, para que vuelva.
El doctor Wade no tenía nada que oponer a esta propuesta.
—Sí, creo que es lo mejor.
Mi esposa se acercó al gran ventanal de la sala de reuniones, desde donde se veían las montañas de Virginia, todavía empapadas pero ahora iluminadas por el sol. Sacó el teléfono móvil y marcó el número de Eben.
Mientras lo hacía, Sylvia se levantó de su silla.
—Holley, espera un minuto —le indicó—. Déjame que vaya a verlo una vez más.
Entró en la UCI y se sentó en la cama, junto a Bond, que seguía acariciándome la mano pero ya en silencio. Me apoyó una mano sobre el brazo y me lo acarició con delicadeza. Como durante toda la semana, mi mano estaba ligeramente inclinada hacia un lado. Durante una semana, todo el que se había sentado allí me miraba la cara y no la mano. Mis ojos sólo se abrían cuando los médicos comprobaban la dilatación de las pupilas en respuesta a la luz (uno de los métodos más sencillos y eficaces para constatar la actividad del tallo cerebral), o cuando Holley o Bond, en contra de las repetidas instrucciones de los sanitarios, insistían en hacerlo y se encontraban con dos globos oculares perdidos y sin vida, como los de una muñeca rota.
Pero en aquel momento, mientras Sylvia y Bond me miraban el rostro hundido, negándose obstinadamente a aceptar lo que acababa de decir el médico, sucedió algo.
Mis ojos se abrieron.
Sylvia chilló. Más tarde me contaría que lo segundo que más la asombró, tras el hecho de que abriese los ojos, fue que inmediatamente empecé a mirar a mi alrededor. Arriba, abajo, aquí, allá… No parecían los ojos de un adulto que sale de un coma de siete días, sino los de un niño, alguien que acaba de llegar al mundo y lo recorre con la vista con asombro porque es la primera vez que lo ve.
En cierto modo, así era.
Al recobrarse de su asombro inicial, se dio cuenta de que algo me alteraba. Salió corriendo a la sala, donde Holley, todavía con la mirada clavada en el gran ventanal, hablaba con Eben IV.
—Holley… ¡Holley! —gritó—. Está despierto. ¡Está despierto! Dile a Eben que su padre ha vuelto.
Ésta se la quedó mirando.
—Eben —dijo al teléfono—. Luego te llamo. Está… tu padre está volviendo… a la vida.
Holley echó a andar hacia la UCI, pero, incapaz de contenerse, al cabo de un instante comenzó a correr, seguida por el doctor Wade. Y sí, allí estaba yo, debatiéndome violentamente en mi cama. No de manera mecánica, porque estaba consciente y saltaba a la vista que algo me molestaba. El médico comprendió al instante de qué se trataba: el respirador, que llevaba aún en la garganta. Un respirador que ya no necesitaba, porque mi cerebro, junto con el resto de mi cuerpo, acababa de volver inesperadamente a la vida. Alargó las manos, cortó la cinta de seguridad y, con todo cuidado, lo extrajo.
Entre toses, inhalé mi primera bocanada de aire sin ayuda en siete días y hablé, también por primera vez en ese mismo tiempo:
—Gracias.
Cuando salió del ascensor, Phyllis seguía pensando en el arcoíris que acababa de ver. Llevaba a mamá en una silla de ruedas. Al entrar en la sala, estuvo a punto de caerse de espaldas. Yo estaba sentado sobre la cama y nuestras miradas se cruzaron. Nuestra hermana pequeña daba saltos de alegría. La abrazó. Las dos rompieron a llorar. Phyllis se me acercó y me miró a los ojos.
Le devolví la mirada y luego miré a todos los demás presentes.
Mientras mi cariñosa familia y las personas que habían cuidado de mí durante todo aquel tiempo se reunían alrededor de la cama, aún estupefactas por mi inexplicable regreso, yo sonreía con aire apacible y dichoso.
—Todo va bien —dije, con una actitud que irradiaba dicha con tanta eficacia como las palabras que había pronunciado. Los miré a todos, uno a uno, solazándome en el divino milagro de nuestra existencia—. No os preocupéis… Todo va bien —repetí para acallar cualquier duda.
Mi hermana Phyllis me contaría después que fue como si les transmitiese un mensaje desde el más allá, el mensaje de que el mundo es como debería ser y no tenemos nada que temer. Dice que cuando siente que la acosan las preocupaciones mundanas, suele recordar esas palabras y encuentra consuelo en la certeza de que no estamos solos.
Mientras contemplaba a todos los allí presentes, fue como si poco a poco regresara a la existencia terrenal.
—¿Qué hacéis aquí? —les pregunté.
A lo que ella respondió:
—¿Qué haces tú aquí?