SEIS CARAS
Cuanto más descendía, más caras brotaban del lodo, como siempre había sucedido cuando me encontraba en el Reino de la perspectiva del gusano. Pero esta vez había algo distinto en ellas. Ahora eran humanas, no animales.
Y decían cosas, que yo podía oír con toda claridad.
No es que pudiera entenderlas. La situación se parecía un poco a las antiguas tiras cómicas de Charlie Brown, en las que cuando hablan los adultos sólo se oye un galimatías indescifrable. Más tarde, al recordarlo, me he dado cuenta de que podía reconocer seis de las caras que vi. Estaba Sylvia y Holley y su hermana Peggy. También Scott Wade y Susan Reintjes. De todas ellas, la única que no había estado físicamente presente junto a mi cama en aquellas últimas horas era Susan. Pero a su manera también había estado allí, puesto que aquella noche, al igual que la noche anterior, se había sentado en su casa de Chapel Hill y me había transmitido toda su fuerza de voluntad.
Más tarde, cuando recordé todo esto, me intrigó el hecho de que mi madre Betty y mis hermanas, que habían pasado allí toda la semana, sujetándome la mano durante horas interminables, no estuviesen entre las caras que vi. Mamá había sufrido una fisura por estrés en el pie y tenía que usar un andador para caminar, pero, aun así, había participado en mi vela como la que más. Phyllis, Betsy y Jean también habían estado allí. Entonces, me enteré de que ninguna de ellas había pasado la última noche en el hospital. Los rostros que había visto eran los de las personas que estuvieron presentes durante la séptima mañana de mi coma o la noche antes.
Pero como he dicho, en aquel momento, mientras realizaba mi descenso, no tenía nombres ni identidades que asociar a ninguna de esas caras. Sólo sabía, o percibía, que por alguna razón eran importantes para mí.
Una me atraía más que las demás. Comencé a sentir que tiraba de mí. Con un escalofrío que pareció transmitirse entre la vasta muralla de nubes y las criaturas angelicales entre las que estaba descendiendo, de repente me di cuenta de que los seres del Portal y el Núcleo —seres a los que había conocido y amado, aparentemente, desde el principio de la eternidad— no eran los únicos a los que conocía. También conocía y amaba a otros allí abajo, en el reino hacia el que me estaba precipitando. Unos seres a los que, hasta aquel preciso instante, había olvidado por completo.
Sucedía así con los seis rostros, pero sobre todo con el sexto de ellos. Me era absolutamente familiar. Con una sensación de asombro rayana en el terror absoluto me percaté de que era alguien que me necesitaba. Alguien que nunca se recuperaría si yo me marchaba. Si lo abandonaba, la sensación de pérdida sería insoportable, como la que me había embargado a mí al encontrarme cerradas las puertas del Cielo. Sería una traición que, sencillamente, no podía cometer.
Hasta entonces había sido libre. Había viajado por los mundos como viajan los auténticos aventureros: sin preocupación alguna por mi suerte. No me importaba lo que pudiera pasarme, porque incluso cuando estaba en el Núcleo, nunca sentí culpa por estar abandonando a alguien allí abajo. Ésta había sido una de las primeras cosa que había aprendido con la chica del ala de la mariposa, cuando me dijo:
«Nada de lo que hagáis puede ser malo».
Pero en esos momentos era distinto. Tanto que, por primera vez durante todo mi viaje, sentí un intenso terror. No por mí, sino por aquellas caras, y sobre todo la sexta. Una cara que aún no podía identificar, pero que sabía crucialmente importante para mi persona.
El rostro fue cobrando mayor definición, hasta que al fin pude ver que su dueño estaba suplicando que yo volviese, que afrontase el terrible descenso hacia el mundo inferior para volver a su lado. Seguía sin comprender sus palabras, pero de algún modo me transmitieron la idea de que aún había cosas que me ataban al mundo de allí abajo, de que todavía, como suele decirse, «seguía en juego».
Era importante que regresase. Tenía vínculos allí, vínculos que no podía descuidar. Cuanto más claro se tornaba el rostro, más consciente me volvía de ello. Y mejor reconocía el rostro.
El rostro de un niño.