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EL ARCOÍRIS

Cuando lo hemos rememorado más adelante, Phyllis me ha contado que la cosa que más recuerda sobre aquella semana es la lluvia. Una lluvia fría e intensa, vertida por unas nubes bajas que nunca se abrían ni dejaban asomar el sol. Pero aquella mañana de domingo, al dejar el coche en el aparcamiento, sucedió algo extraño. Acababa de leer un mensaje de texto enviado por uno de los grupos de plegaria de Boston en el que se decía «Esperad un milagro». Mientras se preguntaba qué clase de milagro cabía esperar ya, ayudó a nuestra madre a salir del coche y ambas comentaron que la lluvia había cesado. Al este, el sol lanzaba sus rayos por una grieta abierta entre el manto de nubarrones e iluminaba con ellos tanto las preciosas y ancestrales montañas del oeste como los propios nubarrones, cuya tonalidad grisácea quedaba cubierta por un tinte dorado. Y entonces, al dirigir la mirada hacia los distantes picos, al otro lado de donde comenzaba a ascender aquel sol de mediados de noviembre, lo vio.

Un arcoíris perfecto.

Sylvia llegó al hospital con Holley y Bond, para una reunión con el jefe de mi equipo médico, Scott Wade. Él también era un amigo y vecino nuestro y en esos días se enfrentaba a la peor decisión que debe afrontar un facultativo que se enfrenta a enfermedades mortales. Cuanto más permaneciese en coma, más aumentaban las probabilidades de que pasase el resto de mi vida en un «estado vegetativo permanente». Como era muy probable que la meningitis acabase conmigo si dejaban de administrarme los antibióticos, puede que lo más humano fuese precisamente eso, dejar que la naturaleza siguiera su curso en lugar de continuar con un tratamiento que no lograría esquivar el destino que parecía aguardarme: un coma permanente. La meningitis apenas había respondido a los fármacos, así que corrían el riesgo de que, aunque lograsen erradicarla al fin, me pasase meses o incluso años como un cuerpo tan inerte como vital había sido en el pasado, sin nada parecido a algo que pudiera llamarse vida.

—Siéntense —dijo el doctor Wade a Sylvia y a Holley en un tono que era amable pero también inconfundiblemente lúgubre—. Tanto el doctor Brennan como yo hemos consultado a especialistas de Duke, de la Universidad de Virginia y de la Facultad de Medicina Bowman Gray y tengo que decirles que todos están de acuerdo en que la situación no tiene buen aspecto. Si Eben no da señales de mejora significativas en las próximas doce horas, seguramente recomendemos la retirada de los antibióticos. Una semana en coma con una meningitis bacteriana grave supera los límites razonables para albergar expectativas de recuperación. En tales circunstancias, tal vez sería mejor dejar que la naturaleza siga su curso.

—Pero ayer vi que se le movían los párpados —protestó mi esposa—. De verdad, se movieron. Como si estuviera intentando abrir los ojos. Estoy segura de ello.

—No lo pongo en duda —replicó el doctor Wade—. Además, la presencia de los glóbulos blancos en su sangre ha descendido. Ésa es una buena noticia y por nada en el mundo me atrevería a sugerir lo contrario. Pero tienes que ver la situación en su contexto. Hemos reducido considerablemente la sedación de Eben y a estas alturas sus exámenes neurológicos deberían mostrar más actividad de la que muestran. Las zonas inferiores del cerebro funcionan de manera parcial, pero lo que nos interesa son las funciones superiores y me temo que ésas están del todo ausentes. En la mayoría de los pacientes en coma, con el paso del tiempo se producen ciertos indicios de mejora del nivel de alerta. Sus cuerpos hacen cosas que sugieren que están despertando. Pero no es así. Simplemente, el tallo cerebral se adentra en un estado conocido como coma vigilia, una especie de fase de transición en la que pueden permanecer durante meses o años. Es probable que ésa sea la causa del movimiento de los párpados. He de recalcar de nuevo que siete días es muchísimo tiempo para un coma por meningitis bacteriana.

El doctor Wade estaba utilizando todas aquellas explicaciones tan enrevesadas en un intento por aliviar el impacto de una noticia que podría haber transmitido en una sola y única frase: era hora de dejar morir a mi cuerpo.