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EL CIERRE

Cada vez que volvía a encontrarme en el desapacible paraje del Reino de la perspectiva del gusano, volvía a recordar la brillante Melodía giratoria, lo que reabría la puerta al Portal y al Núcleo. Pasé grandes períodos de tiempo —que, paradójicamente, se me antojaban atemporales— en presencia de mi ángel guardián, sobre el ala de la mariposa, y una eternidad aprendiendo las lecciones del Creador y del Orbe de la luz, en las profundidades del Núcleo.

En un momento dado, al llegar al borde del Portal, descubrí que no podía volver a entrar. La Melodía giratoria —hasta entonces mi billete de entrada a aquellas regiones— me impedía el paso. Las puertas del Cielo se habían cerrado.

Una vez más, me resulta muy complicado describir mis sensaciones por culpa de las limitaciones del lenguaje lineal a las que debemos someter todo aquí en la Tierra y al proceso general de aminoramiento de las experiencias que se produce cuando estás dentro de un cuerpo. Piensa en todas las ocasiones en las que has sufrido una decepción. En cierto sentido, todas las pérdidas que hemos experimentado aquí en la Tierra son variaciones de una pérdida absolutamente central a todo: la del Cielo. El día que se me cerraron sus puertas, sentí un pesar que no había conocido hasta entonces. Las emociones son distintas allí arriba. Todas las que conocemos los humanos están presentes, pero son más profundas y extensivas: no están únicamente dentro de nosotros, sino también fuera. Imagina que cada vez que te cambiase el humor aquí en la Tierra, el tiempo lo manifestase al instante. Que tus lágrimas provocasen una lluvia torrencial o que tu dicha hiciese desaparecer las nubes al instante.

Esto te permitirá atisbar el efecto, mucho más vasto e inmediato, que tenían allí arriba los cambios de humor, y te hará comprender que, por extraño que pueda parecer, nuestros conceptos de lo «interior» y lo «exterior» no existen en realidad.

Allí estaba yo, con el corazón roto, hundido en un océano de creciente pesar, en unas tinieblas que al mismo tiempo venían acompañadas por un movimiento de hundimiento.

Atravesé enormes muros de nubes. Oía unos murmullos a mi alrededor, pero no alcanzaba a comprender las palabras. Entonces fui consciente de que me rodeaba una hueste de seres incontables, arrodillados en grandes arcos que se perdían en la distancia. Al recordarlo ahora, me doy cuenta de lo que estaba haciendo aquella jerarquía de seres, medio atisbados, medio invisibles, dispersados por toda la oscuridad por encima y por debajo de mis pies.

Estaban rezando por mí.

Dos de las caras que recordaría más adelante eran las de Michael Sullivan y su esposa Page. Recuerdo haberlas visto sólo de perfil, pero las identifiqué con toda claridad a mi regreso, cuando recuperé el habla. Michael había estado físicamente en la UCI varias veces, para organizar oraciones, pero Page no (aunque también había rezado por mí).

Aquellas plegarias me llenaron de energía. Probablemente por eso, a pesar de la profunda tristeza que experimentaba, algo en mí comenzó a tener la extraña certeza de que todo saldría bien. Aquellos seres sabían que yo estaba experimentando una transición y estaban rezando y cantando para que no me desanimara. Me había adentrado en lo desconocido, pero a esas alturas tenía una fe y una confianza totales en que cuidarían de mí, tal como me habían prometido mi acompañante sobre el ala de la mariposa y la Deidad infinitamente amorosa: allá donde fuese, el Cielo vendría conmigo. Lo haría en la forma del Creador, de Om, y también en la del ángel —mi ángel—, la chica del ala de la mariposa.

Había emprendido el camino de regreso, pero no estaba solo… y sabía que nunca volvería a sentirme solo.