EL HOSPITAL
El servicio de Urgencias del hospital general de Lynchburg es el segundo más concurrido del estado de Virginia y, por lo general, un día laborable a las nueve y media de la mañana está hasta los topes. Aquel lunes era así. Aunque yo pasaba la mayor parte de mi jornada laboral en Charlottesville, había realizado innumerables operaciones en ese hospital y conocía a casi todo el personal. Laura Potter, una médica de Urgencias a la que conocía y con la que había trabajado estrechamente durante dos años, recibió una llamada desde una ambulancia en la que se le informaba de que un varón caucásico de cuarenta y cuatro años, en estado epiléptico, estaba a punto de llegar al centro. Mientras se acercaba a la entrada de las ambulancias, repasó mentalmente la lista de las posibles causas del estado de su paciente. Era la misma lista que habría elaborado yo de haber estado en su piel: síndrome de abstinencia de alcohol; sobredosis de drogas; hiponatremia (un nivel de sodio en sangre anormalmente bajo); infarto; tumor cerebral primario o metastático; hemorragia intraparenquimal (derrame de sangre en la sustancia cerebral); absceso cerebral… y meningitis.
Cuando los enfermeros me llevaron hasta la Sala 1 de Urgencias, seguía convulsionándome violentamente, entre gemidos intermitentes y temblores de los brazos y las piernas. Nada más verme, la doctora Laura Potter, mi conocida, se percató de que mi cerebro estaba sufriendo un ataque grave. Una enfermera trajo un carrito de parada, otra me extrajo sangre y una tercera cambió la primera bolsa intravenosa, en esos momentos ya vacía, que los enfermeros me habían puesto en casa antes de subirme a la ambulancia. Mientras ellos trabajaban, yo me sacudía como un pez de metro setenta recién sacado del agua. De mi boca surgía una sucesión de gorgoritos carentes de todo sentido y gritos animales. Pero tanto como los ataques, a Laura le preocupaba que mi cuerpo parecía mostrar una asimetría en su control motor. Esto podía significar, no sólo que mi cerebro estaba sufriendo un ataque muy serio, sino que podía haber daños encefálicos graves y posiblemente irreversibles.
Hace falta experiencia para acostumbrarse a la visión de un paciente en semejante estado, pero ella ya había presenciado muchas circunstancias similares en los años que llevaba trabajando en ese servicio. En cambio, lo que no había visto nunca era a uno de sus colegas en aquel estado y al mirar al paciente convulso y vociferante que había sobre la camilla dijo, casi para sí:
—Eben.
Y entonces, alzando la voz para alertar a los demás médicos y enfermeros de la zona, añadió:
—Es Eben Alexander.
Todos los miembros del personal que la habían oído se agolparon alrededor de la camilla.
Holley, que había ido detrás de la ambulancia, se reunió con ellos mientras Laura iba desgranando la preceptiva sucesión de preguntas sobre las causas más probables de la condición en la que me encontraba. ¿Sufría síndrome de abstinencia de alcohol? ¿Había tomado recientemente drogas alucinógenas adquiridas en la calle? Una vez cubierto este trámite, pudo concentrarse en detener mis ataques.
Durante los últimos meses, Eben IV me había obligado a someterme a un agotador plan de entrenamientos para que lo acompañara en el ascenso al monte Cotopaxi, un volcán ecuatoriano de 5987 metros de altitud que él ya había escalado hacía unos meses. El plan había aumentado considerablemente mis fuerzas, por lo que a los celadores les costó contenerme mucho más de lo normal. Cinco minutos y 15 miligramos de diazepam intravenoso más tarde, seguía presa del delirio y tratando de quitarme de encima a todo el mundo, pero para alivio de la doctora Potter, al menos en esos momentos peleaba con las dos mitades del cuerpo. Holley le había contado a Laura que antes de sufrir el ataque había padecido un fuerte dolor de cabeza, lo que la llevó a pedir una punción lumbar, un procedimiento en el que se extrae una pequeña cantidad de fluido cefalorraquídeo de la base de la columna vertebral.
El fluido cefalorraquídeo es una sustancia acuosa y transparente que circula por la superficie de la médula espinal y recubre el cerebro para protegerlo de los impactos. Un organismo humano normal y en buen estado de salud produce aproximadamente medio litro al día y cualquier disminución de su transparencia indica que se ha producido una infección o una hemorragia en el cerebro.
A este tipo de infecciones se las llama meningitis: es la inflamación de las meninges, las membranas que tapizan la parte interior de la médula espinal y el cráneo y se encuentran en contacto directo con el fluido cefalorraquídeo. Cuatro de cada cinco veces, el causante de la meningitis es un virus. La meningitis viral es bastante grave, pero sólo resulta fatal en un uno por ciento de los casos, aproximadamente. Cuando esta inflamación no está producida por un virus, es bacteriana. Las bacterias, como son más primitivas que los virus, pueden ser más peligrosas. Este tipo de meningitis resulta indefectiblemente fatal si no se trata con un método adecuado. E incluso si se contrarresta de manera rápida con los antibióticos apropiados, tiene un índice de mortalidad que oscila entre el 15 y el 40 por ciento.
Uno de los responsables menos frecuentes de la meningitis bacteriana en los adultos es una bacteria muy antigua y muy resistente llamada Escherichia coli, más conocida como E. coli. Nadie conoce su antigüedad exacta, pero se calcula que oscila entre los tres y cuatro mil millones de años. Se trata de un organismo sin núcleo que se reproduce por el primitivo pero sumamente eficiente método conocido como fisión binaria asexual (es decir, dividiéndose en dos). Imaginémonos una célula, llena en esencia de ADN y capaz de absorber nutrientes (por lo general, procedentes de otras células a las que ataca y absorbe) directamente a través de su pared celular. Ahora imaginemos que es capaz de copiar de modo simultáneo varias cadenas de ADN y dividirse en dos cada veinte minutos, aproximadamente. En una hora se ha convertido en ocho. En doce horas, en 69.000 millones. Al cabo de quince horas, hay 35 billones. Este crecimiento exponencial sólo remite cuando comienza a acabársele el alimento.
Además, el E. coli es sumamente promiscuo. Puede intercambiar sus genes con otras especies de bacterias por medio de un proceso llamado conjugación bacteriana, que le permite adoptar rápidamente otros rasgos (como la resistencia a los nuevos antibióticos) cuando los necesita. Su sencilla eficiencia le ha permitido perdurar en el planeta desde los primeros tiempos de la vida unicelular. Los seres humanos llevamos E. coli en nuestro interior, generalmente en el tracto gastrointestinal. En condiciones normales, esto no supone una amenaza. Pero cuando alguna variedad de esta bacteria, que se ha vuelto especialmente agresiva por la absorción de cadenas de ADN ajenas, invade el fluido cefalorraquídeo que envuelve la médula espinal y el cerebro, esta primitiva célula comienza a devorar la glucosa del fluido y cualquier otra cosa que pueda encontrar, incluido el propio cerebro.
A esas alturas, nadie en la sala de Urgencias sospechaba que yo estuviera sufriendo una meningitis por E. coli. No tenían razones para ello. Es una enfermedad rarísima en los adultos. Sus víctimas más frecuentes son los recién nacidos, pero el porcentaje de casos entre los niños de más de tres meses se va reduciendo progresivamente a medida que aumenta la edad. Cada año, menos de uno de cada diez millones de adultos la contrae de manera espontánea.
En este tipo de meningitis, las bacterias atacan primero la capa exterior del cerebro, llamada corteza. La palabra «corteza» viene del latín corticea, que significa «cáscara» o «corteza» de árbol. Si pensamos en una naranja, la cáscara vendría a ser el equivalente de la corteza que, en el caso del cerebro, rodea sus partes más primitivas. Alberga las funciones relacionadas con la memoria, el lenguaje, las emociones, la percepción visual y auditiva y los procesos lógicos. Así que cuando un organismo como el E. coli ataca el cerebro, se ven afectadas las funciones más relevantes de la condición humana.
Muchas víctimas de meningitis bacteriana mueren durante los primeros días de la enfermedad. De las que llegan a Urgencias con una acelerada merma de las funciones neurológicas, como me sucedió a mí, sólo el diez por ciento tiene la suerte de poder contarlo. Aunque en este caso se trata de una suerte relativa, puesto que muchos de ellos pasan en estado vegetativo el resto de sus vidas.
Aunque la doctora Potter no pensaba aún en una meningitis bacteriana, sospechaba que podía padecer alguna forma de infección cerebral, razón por la que había decidido pedir una punción lumbar. Justo cuando estaba diciéndole a una de las enfermeras que le trajese la bandeja con el instrumental y me preparara para el procedimiento, mi cuerpo sufrió un violento espasmo como si, de repente, hubieran electrificado la camilla. Con una energía renovada, proferí un prolongado gemido de agonía, arqueé la espalda y comencé a agitar los brazos en el aire. Tenía toda la cara roja y las venas del cuello hinchadas. Laura gritó pidiendo ayuda y acudieron los celadores. Primero dos, luego cuatro y finalmente seis, quienes trataron de sujetarme mientras ella procedía con la punción.
Obligaron a mi cuerpo a adoptar una posición fetal mientras Laura me administraba más sedante. Y, finalmente, entre todos consiguieron que me estuviera lo bastante quieto para que la aguja pudiera penetrar por la base de mi columna vertebral.
Cuando las bacterias atacan el organismo, éste entra automáticamente en modo defensivo y envía a sus tropas de choque, los glóbulos blancos, desde sus barracones del bazo y la médula espinal, para repeler a los invasores. Son las primeras bajas en la colosal guerra celular que se desencadena cada vez que un agente biológico externo invade el cuerpo, y la doctora Potter sabía que si mi fluido cefalorraquídeo no era transparente, sería por la presencia de glóbulos blancos.
Se inclinó hacia delante y enfocó la mirada sobre el manómetro, el tubo transparente y vertical por el que saldría el fluido cefalorraquídeo. Lo primero que la sorprendió fue que, en lugar de salir gota a gota, lo hizo en forma de chorro, debido a una presión peligrosamente elevada.
A continuación se fijó en la apariencia del fluido. La mayor o menor opacidad indicaría la gravedad de mi estado. El líquido que apareció en el manómetro era viscoso y blanco, con un leve tinte verdoso.
Mi fluido cefalorraquídeo estaba lleno de pus.