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NINGÚN SITIO DONDE ESCONDERSE

El viernes, mi cuerpo llevaba cuatro días enteros con dosis triples de antibióticos intravenosos pero seguía sin responder. Habían acudido al hospital familiares y amigos de todo el país y los que no se habían presentado en persona habían formado grupos de plegaria en sus parroquias. Mi cuñada Peggy y la amiga de Holley, Sylvia, llegaron aquella tarde.

Mi esposa las recibió con toda la alegría posible, dadas las circunstancias. Betsy y Phyllis seguían aferradas a la idea de que me pondría bien: estaban decididas a mantener una actitud positiva a toda costa. Pero cada día que pasaba se hacía más difícil de creer. Hasta Betsy empezaba a preguntarse si la orden de reprimir toda expresión de negatividad en aquella sala no supondría en cierto modo darle la espalda a la realidad.

—¿Crees que Eben haría esto por nosotras, si la cosa fuese al revés? —le preguntó Phyllis aquella mañana, después de otra noche casi insomne.

—¿A qué te refieres? —preguntó mi otra hermana.

—A que si se pasaría todo el rato aquí, en la UCI, con nosotras.

La respuesta de Betsy, absolutamente hermosa y sencilla, adoptó la forma de una pregunta:

—¿Hay algún otro sitio del mundo donde concibes estar en este momento?

Ambas coincidieron en que, aunque habría estado allí al instante si me necesitaban, resultaba muy, muy difícil imaginarme sentado en un mismo sitio durante horas y horas.

—Nunca nos pareció una obligación o algo que había que hacer. Era el sitio en el que teníamos que estar —me confesaría Phyllis posteriormente.

Lo que más perturbaba a Sylvia era que mis manos y mis pies estaban empezando a doblarse, como las hojas de una planta sin agua. Esto es algo normal en las víctimas de infartos o comas y se debe a que los músculos dominantes de las extremidades comienzan a contraerse. Pero nunca es una imagen fácil de contemplar para los familiares y seres queridos. Al verlo, Sylvia tenía que hacer esfuerzos conscientes para permanecer fiel a lo que le decía la intuición. Pero lo cierto es que cada vez le resultaba más complicado.

Holley se culpaba cada vez más por lo ocurrido (si hubiera subido antes al piso de arriba, si esto, si aquello…) y todo el mundo se esforzaba mucho por convencerla de que no debía hacerlo.

A esas alturas, todos sabían que aunque saliese de aquello, el resultado tampoco podría definirse como recuperación. Necesitaría al menos tres meses de rehabilitación intensiva, sufriría problemas crónicos en el habla (si es que conservaba capacidad cerebral suficiente como para hablar) y requeriría los cuidados de una enfermera durante el resto de mi vida. Ése era el mejor de los escenarios posibles y por espantoso que pueda parecer, era algo que, de alguna manera, pertenecía ya al reino de la fantasía. Las probabilidades de que terminase así de bien se reducían a cada momento, hasta el punto de que ya eran prácticamente nulas.

A Bond le habían ocultado la auténtica gravedad de mi estado. Pero el viernes, durante su visita al hospital después de clase, oyó a uno de los médicos contarle a su madre lo que ella ya sabía. Era hora de afrontar los hechos. Prácticamente no quedaba margen para la esperanza. Aquella tarde, cuando tenía que irse a casa, Bond se negó a salir de mi cuarto. La rutina que habíamos establecido era permitir la presencia de sólo dos personas en la sala, para que los médicos y las enfermeras pudieran trabajar. Alrededor de las seis de la tarde, Holley sugirió con delicadeza que era hora de irse a casa a dormir. Pero mi hijo pequeño se negó a levantarse de la silla y siguió con su dibujo de la batalla entre los glóbulos blancos y las tropas invasoras del E. coli.

—De todos modos tampoco sabe que estoy aquí —respondió en un tono que era en parte de resentimiento y en parte de súplica—. ¿Por qué no puedo quedarme?

Así que, durante el resto de la noche, todos se turnaron para entrar de uno en uno, a fin de que Bond pudiera seguir allí.

Pero a la mañana siguiente —el sábado—, el pequeño revirtió su posición. Por primera vez en toda la semana, cuando Holley asomó la cabeza en su cuarto para despertarlo, dijo que no quería ir al hospital.

—¿Por qué no? —le preguntó ésta.

—Porque tengo miedo —respondió el niño.

Una afirmación sincera que habría servido para cualquiera de los demás.

Holley bajó a la cocina unos minutos. Luego volvió a subir y le preguntó si estaba seguro de que no quería ir a verme.

La miró fijamente y en silencio durante un momento.

—Vale —accedió al fin.

El sábado transcurrió con la vigilia alrededor de mi cama y entre conversaciones alentadoras mantenidas por mi familia y los médicos. Parecía un intento no demasiado entusiasta de mantener viva la esperanza. Todos estaban cada vez más cansados. Aquella noche, tras llevar a nuestra madre a su hotel, Phyllis paró en nuestra casa. La oscuridad era completa y no se veía una sola luz en las ventanas y al avanzar entre el barro de la entrada le costó no salirse del camino. Llevaba ya cinco días lloviendo sin parar, desde la tarde de mi ingreso en la UCI. Chaparrones incesantes como ése son muy raros en las colinas de Virginia, donde los meses de noviembre suelen ser fríos, despejados y soleados, como había sido el domingo antes de mi ataque. Parecía que hubiese transcurrido una eternidad desde aquello y que la lluvia se prolongase desde hacía siglos. ¿Cuándo iba a terminar?

Phyllis abrió la puerta y encendió las luces. Desde el comienzo de la semana, los vecinos habían estado pasando por allí para llevarles algo de comer y, aunque seguían haciéndolo, la atmósfera entre esperanzada y preocupada que presidía aquellos actos de auxilio se estaba tornando cada vez más lúgubre y desesperada. Nuestros amigos sabían, al igual que nuestra familia, que la hora de la esperanza estaba tocando a su fin.

Por un momento, Phyllis pensó en encender el fuego, pero a aquel pensamiento le siguió al instante otro, sin pretenderlo ella: ¿para qué? De repente, se sentía más cansada y deprimida que nunca. Entró en el estudio, con sus paredes forradas de madera, se tendió en el sofá y se quedó dormida.

Media hora más tarde llegaron Sylvia y Peggy, y al ver que se había quedado dormida en el estudio lo cruzaron de puntillas. Sylvia bajó hasta el sótano y descubrió que alguien se había dejado abierta la puerta del congelador. Se había formado un charco de agua sobre el suelo y la comida estaba empezando a descongelarse, incluidos varios filetes estupendos.

Cuando Sylvia le contó a mi cuñada lo sucedido, decidieron sacarle el mejor partido a la situación. Llamaron al resto de la familia y a unos cuantos amigos y luego se pusieron a cocinar. Mi hermana salió a comprar unas cuantas cosas y de este modo prepararon un improvisado banquete. Al poco, Betsy, su hija Kate y su marido Robbie se reunieron con ellas y con Bond. La conversación estuvo presidida por un cierto nerviosismo y por una renuencia generalizada a tocar de frente el tema que estaba en la mente de todos: que probablemente yo —el ausente invitado de honor— nunca volvería a aquella casa.

Holley había regresado al hospital para continuar con la incesante vigilia. Se sentó en la cama, me cogió de la mano y continuó repitiendo el mantra que le había sugerido Susan Reintjes. Y no sólo eso, sino que se obligó a centrarse en el significado de las palabras mientras las decía, para seguir creyendo en el fondo de su corazón que eran ciertas.

—Recibe las plegarias.

»Has curado a otros. Ahora te toca a ti ser curado.

»Mucha gente te quiere.

»Tu cuerpo sabe lo que debe hacer. Aún no te ha llegado la hora.