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N DE 1

El jueves, los médicos determinaron que la cepa de E. coli que me había infectado no se correspondía con la variante ultrarresistente que, inexplicablemente, había aparecido en Israel coincidiendo con mi estancia allí. Pero el hecho de que no fuese la misma hacía que mi caso fuese aún más sorprendente, si cabe. Aunque el hecho de que no albergase una variante de una bacteria que podía matar a una tercera parte del país era una buena noticia, por lo que a mi recuperación se refiere suponía algo que los médicos sospechaban cada vez más: que, en esencia, el mío era un caso sin precedentes. Y además, que estaba pasando a toda velocidad de ser un desesperado a un caso perdido. Simplemente, no sabían cómo podía haber contraído la enfermedad ni cómo iba a recuperarme del coma. Sólo estaban seguros de una cosa: nadie que haya pasado en coma por meningitis bacteriana más de unos pocos días llega a recuperarse por completo. Yo llevaba cuatro.

El estrés estaba empezando a pasarle factura a todo el mundo. El martes, Phyllis y Betsy habían decidido que mencionar la posibilidad de mi muerte estaría prohibido en mi presencia, por si alguna parte de mí era consciente. A primera hora de la mañana del jueves, Jean preguntó a una de las enfermeras de la UCI por mis probabilidades de recuperación. Betsy la oyó desde el otro lado de mi cama y rogó:

—Por favor, no habléis de eso aquí.

Jean y yo siempre habíamos estado muy unidos. Formábamos parte de la familia, igual que nuestros hermanos «naturales», pero el hecho de que a nosotros nos hubieran «escogido» mamá y papá (tal como ellos mismos lo expresaban) creaba inevitablemente un vínculo especial entre los dos. Ella siempre había cuidado de mí y la frustración que le provocaba la impotencia en la que se encontraba amenazaba con hacer que se viniese abajo.

Los ojos se le llenaron de lágrimas.

—Tengo que irme a casa un rato —anunció.

Tras confirmar que había gente de sobra para continuar velándome, todos los presentes convinieron en que seguramente a las enfermeras les encantaría tener una persona menos en medio.

Jean volvió a nuestra casa, recogió su equipaje y regresó a Delaware aquella tarde. Su marcha fue la primera expresión palpable de una emoción que toda la familia estaba empezando a experimentar: impotencia. Hay pocas experiencias más frustrantes que ver a un ser querido en estado comatoso. Quieres ayudarlo, pero no puedes. Muchas veces, los familiares de los pacientes comatosos llegan a abrirles los ojos a sus seres queridos. Es un intento de forzar las cosas, de ordenar al paciente que despierte. Lógicamente no sirve de nada y es más, puede llegar a agravar su situación de desesperación. Los pacientes sumidos en un coma profundo pierden la coordinación de ojos y pupilas. Si levantas el párpado de uno de ellos, lo más probable es que te encuentres con que un ojo apunta en una dirección y el otro en otra. Es una imagen perturbadora y durante aquella semana, cada vez que Holley me abrió los ojos y se encontró con lo que, en esencia, eran los globos oculares de un cadáver, únicamente consiguió aumentar el dolor que sentía.

Con la marcha de Jean, las cosas comenzaron a venirse abajo. Phyllis empezó a exhibir un comportamiento que yo había visto incontables veces en los familiares de mis propios pacientes. Se dedicó a descargar su frustración sobre los médicos.

—¿Por qué no nos dan más información? —les preguntaba, furiosa—. Estoy segura de que si Eben estuviese aquí, nos contaría lo que está pasando de verdad.

Pero el hecho era que los médicos hacían sin lugar a dudas todo lo que podían por mí. Phyllis, claro está, lo sabía. Pero, simplemente, el dolor y la frustración por mi estado estaban pudiendo con mis seres queridos.

El martes, mi esposa había llamado al doctor Jay Loeffler, mi antiguo compañero en el desarrollo del programa de radiocirugía estereostática del hospital Brigham & Women’s de Boston. Jay era el jefe de oncología radioterápica del hospital general de Massachusetts y ella pensó que podría darnos algunas respuestas.

Cuando comenzó a describirle mi estado, Jay pensó que debía de estar confundiéndose. Lo que le estaba contando era, en esencia, imposible. Pero cuando Holley consiguió convencerlo de que realmente estaba en un coma producido por un caso raro de meningitis bacteriana por E. coli cuyos orígenes nadie lograba explicarse, comenzó a llamar a especialistas en enfermedades infecciosas de todo el país. Ninguno de los médicos con los que contactó había oído hablar de un caso como el mío. Repasó la literatura médica hasta el año 1991 y no pudo encontrar ni un solo caso de meningitis por E. coli en un adulto que no viniese precedido por una operación de neurocirugía reciente.

A partir del martes, Jay llamaba al menos una vez al día para que Phyllis o Holley le contasen cómo estaba y para ponerles al corriente del resultado de sus investigaciones. Steve Tatter, otro buen amigo y neurocirujano, telefoneaba también a diario para ofrecer su consejo y su apoyo. Pero día tras día, la única revelación que se confirmaba era que mi caso era único en la historia de la ciencia médica. Los casos de meningitis bacteriana espontánea por E. coli son muy raros en adultos. En todo el mundo, menos de una persona de cada diez millones la contrae anualmente.

Y como todas las variedades de meningitis bacteriana gram negativa, es muy agresiva. Tanto, que de toda la gente a la que ataca, más del 90 por ciento de los que sufren un declive neurológico acelerado, como el mío, acaban muriendo. Y esta tasa de mortandad se corresponde al momento del ingreso hospitalario. El devastador 90 por ciento que he mencionado se iba acercando lentamente al ciento por ciento a medida que la semana se prolongaba y mi cuerpo se negaba a responder a los antibióticos. Por lo general, las pocas personas que sobreviven a un caso tan grave como el mío necesitan cuidados intensivos y constantes durante el resto de sus vidas. Oficialmente, mi estado se describía como «N de 1», un término que se refiere a los estudios médicos en los que hay un solo paciente para todo el ensayo. Sencillamente, no había nadie más con quien los médicos pudieran comparar mi caso.

A partir del miércoles, Holley comenzó a llevar al hospital todos los días a Bond después de la escuela. Pero el viernes comenzó a preguntarse si no sería peor el remedio que la enfermedad. Al principio de la semana, aún me movía de vez en cuando. Mi cuerpo comenzaba a agitarse de manera violenta. Una enfermera me daba un masaje en la cabeza y me administraba más sedantes, hasta que finalmente terminaba por calmarme. Eran situaciones confusas y dolorosas para un niño de diez años. Ya era bastante malo tener que mirar un cuerpo que había dejado de parecerse a su padre, pero encima presenciar cómo sucumbía a una serie de extraños espasmos mecánicos resultaba devastador. Cada día que pasaba me alejaba más de la persona que él conocía y me convertía más en un cuerpo irreconocible postrado en una cama: un gemelo cruel y extraño del padre que siempre había tenido.

Hacia finales de la semana, aquellos estallidos ocasionales de actividad motriz cesaron casi por completo. Dejé de necesitar sedación, porque el movimiento —hasta los más automáticos, provocados por los reflejos más primitivos del tallo cerebral y la médula espinal—, insisto, cesó casi por completo.

Cada vez llamaban más familiares para preguntar si debían acudir. El jueves ya se había decidido que era mejor que no. Ya había demasiado revuelo en la UCI. Las enfermeras sugirieron en términos muy claros que mi cuerpo necesitaba descanso: cuanta más tranquilidad hubiese, mejor.

También se produjo un cambio perceptible en el tono de las llamadas de teléfono. Estaban pasando sutilmente de esperanzadas a resignadas. A veces, al mirar a su alrededor, Holley tenía la sensación de que ya me había perdido.

La tarde del jueves llamaron a la puerta de Michael Sullivan. Era su secretaria en la iglesia episcopaliana de San Juan.

—Lo llaman del hospital —le informó—. Una de las enfermeras que se ocupa de Eben quiere hablar con usted. Dice que es urgente.

Michael cogió el teléfono.

—Michael —le dijo la enfermera—, tienes que venir cuanto antes. Eben está muriéndose.

Como pastor, Michael ya había pasado otras veces por situaciones parecidas. Los pastores presencian la muerte y la devastación que deja tras de sí casi con tanta frecuencia como los médicos. Aun así, Michael quedó estupefacto al oír la palabra «muriéndose» utilizada en referencia a mí. Llamó a su esposa Page y le pidió que rezase, tanto por mí como por él, para que Dios le enviara fuerzas para estar a la altura de las circunstancias. Entonces, bajo un chaparrón helado y con los ojos llenos de lágrimas, condujo hasta el centro hospitalario.

Cuando llegó a mi habitación, la escena seguía siendo más o menos la misma que en su última visita. Phyllis estaba sentada a mi lado, sujetándome la mano, como habían estado haciendo sin descanso desde su llegada, el lunes por la noche. Mi pecho subía y bajaba veinte veces por minuto, impulsado por el respirador, y la enfermera de la UCI realizaba silenciosamente sus tareas rutinarias, caminando entre las máquinas que rodeaban mi cama y anotando las lecturas.

En ese momento entró otra enfermera y Michael le preguntó si era ella la que había llamado a su secretaria.

—No —respondió ésta—. Llevo aquí toda la mañana y su condición no ha cambiado apenas desde anoche. No sé quién le ha llamado.

A las once, Holley, mi madre, Phyllis y Betsy estaban en la habitación. Michael sugirió que rezaran. Todos los presentes, incluidas las dos enfermeras, se cogieron de las manos alrededor de la cama y Michael elevó una sentida plegaria por mi recuperación:

—Señor, devuélvenos a Eben. Sé que puedes hacerlo.

Nadie de los presentes había llamado a Michael. Pero al margen de la identidad del responsable, fue una suerte que lo hiciese. Porque las plegarias que llegaban hasta mí desde el mundo inferior —el mundo del que procedía— estaban empezando a abrirse paso.