EL POZO
Holley conoció a nuestra amiga Sylvia en los ochenta, cuando ambas impartían clases en la escuela Ravenscroft de Raleigh, Carolina del Norte. Por aquel entonces, mi mujer también era muy amiga de Susan Reintjes. Susan es una persona dotada de ciertas capacidades de percepción… algo que nunca me impidió apreciarla. Siempre supe que era una persona muy especial, aunque lo que hacía no encajase demasiado bien en la manera de pensar racional y práctica que tenía el neurocirujano que era yo en ese momento. Además, era un canal de transmisión y había escrito un libro llamado Third Eye Open, del que Holley era una fan declarada. Una de las actividades de curación espiritual que Susan desarrollaba con regularidad era ayudar a pacientes en coma a recuperarse entrando en contacto físico con ellos. El jueves, cuarto día de mi coma, a Sylvia se le ocurrió pedirle que me ayudase.
La llamó a su casa de Chapel Hill y le explicó lo que me estaba pasando. ¿Sería posible que «contactara» conmigo? Ella respondió que sí y pidió que le explicaran a grandes rasgos lo que me pasaba. Sylvia lo hizo: llevaba cuatro días en coma y mi condición era muy grave.
—Es todo lo que necesito saber —aseveró—. Intentaré contactar con él esta noche.
Desde el punto de vista de Susan, un paciente en coma es algo así como un ser que se encuentra en un espacio intermedio. No está ni totalmente aquí (en el reino de lo terrenal) ni totalmente allí (en el de lo espiritual). A menudo, los pacientes en coma parecen rodeados por una atmósfera singularmente misteriosa. Como ya he dicho, es un fenómeno en el que yo mismo había reparado muchas veces aunque, como es natural, nunca le había atribuido la misma naturaleza sobrenatural que ella.
En la experiencia de Susan, una de las cualidades que distinguen a los pacientes de coma es su receptividad a la comunicación telepática. Tenía confianza en que cuando entrase en estado de meditación, no tardaría en establecer contacto.
—Comunicarse con un paciente en coma —me diría más adelante— es algo así como sondear un pozo con una cuerda. La profundidad que debe alcanzar la cuerda depende de la del estado comatoso. Cuando traté de ponerme en contacto contigo, lo primero que me sorprendió fue lo abajo que llegaba la cuerda. Cuanto más bajaba, más me asustaba. Porque sabía que si te habías alejado tanto que no podía alcanzarse, ya no querrías regresar.
Tras cinco minutos de descenso mental por medio de su «cuerda» telepática, sintió un leve tirón, como el que sufre la caña de un pescador.
—Supe inmediatamente que eras tú —me contó posteriormente— y así se lo dije a Holley. Le dije que aún no había llegado tu momento, pero que tu cuerpo sabía lo que debía hacer. Le sugerí que mantuviera esas dos ideas en la cabeza y te las repitiese cuando estuviese sentada al pie de tu cama.