EL REGALO DEL OLVIDO
«Debemos creer en el libre albedrío. No tenemos alternativa».
ISAAC B. SINGER (1902-1991)
La imagen de la conciencia humana que sostiene la mayor parte los científicos en nuestros días es que está compuesta de información digital: datos, en esencia, como los que utilizan los ordenadores. Aunque algunos tipos de datos —ver una puesta de sol espectacular, oír una hermosa sinfonía por primera vez o incluso enamorarse— nos pueden parecer más profundos o especiales que otros, en realidad no es más que una ilusión. Cualitativamente, todos los incontables datos que se crean y almacenan en nuestro cerebro son iguales.
Nuestro cerebro modela la realidad exterior cogiendo la información que recibe a través de los sentidos y transformándola en un rico tapiz digital. Pero nuestras percepciones son sólo un modelo, no la propia realidad. Una ilusión.
Como es natural, ésta era también mi visión de las cosas. Cuando estaba en la Facultad de Medicina, recuerdo haber asistido a debates sobre la conciencia en los que se afirmaba que no es más que un programa informático de gran complejidad. Según estas argumentaciones, los aproximadamente 10.000 millones de neuronas que están constantemente activándose en nuestro cerebro son capaces de producir una vida entera de conciencia y recuerdo.
Para comprender cómo podría nuestro cerebro bloquear nuestro acceso al conocimiento de los mundos superiores, antes tenemos que aceptar —al menos como hipótesis de partida— que no es el cerebro el que produce la conciencia. Que en realidad es algo así como una válvula de control o un filtro que transforma la capacidad de percepción superior, no física, que poseemos, en una capacidad más limitada mientras duran nuestras vidas mortales. Desde el punto de vista terrenal, esto supone una gran ventaja. Al igual que nuestros cerebros trabajan constantemente para filtrar el bombardeo de información sensorial que llega hasta nosotros desde nuestro entorno físico, y seleccionan el material que necesitamos para sobrevivir, olvidar nuestras identidades ultraterrenas nos permite estar presentes «aquí y ahora» de manera mucho más eficaz. Del mismo modo que la vida normal contiene demasiada información como para absorberla toda a la vez sin quedar paralizados, un exceso de conciencia sobre los mundos que hay más allá de éste sería aún más difícil de asimilar. Si supiésemos más de lo que sabemos sobre los reinos espirituales, la vida que tenemos que llevar en la Tierra se tornaría un reto aún más grande de lo que ya es (y con esto no pretendo decir que no debamos ser conscientes de los mundos que hay más allá, sólo que una percepción excesiva de su grandeza e inmensidad nos impediría actuar aquí en la Tierra). Si hablamos sobre el propósito (y ahora creo que no hay nada en el universo que no lo tenga), el hecho de tomar las decisiones correctas frente al mal y la injusticia en la Tierra sería menos significativo si recordáramos toda la belleza y la luz de lo que nos espera cuando salgamos de aquí.
¿Por qué estoy tan seguro de todo esto? Por dos razones. La primera es que me lo enseñaron (los seres que me acompañaron cuando estaba en el Portal y el Núcleo) y la segunda es que lo he experimentado en mis propias carnes. Mientras estaba fuera de mi cuerpo recibí una información sobre la naturaleza y la estructura del universo que excedía por mucho mi capacidad de comprensión. Pero la recibí de todas maneras, en gran parte porque, como mis preocupaciones mundanas no interferían, podía hacerlo. Ahora que vuelvo a estar en la Tierra y he recordado mi identidad corporal, la semilla del conocimiento ultraterreno ha vuelto a quedar cubierta. Pero, sin embargo, sigue allí. Puedo sentirla en todo momento. En este entorno terrenal tardará años en dar fruto. Es decir, que a mi cerebro mortal, material, le costará años comprender lo que entendí al instante en los reinos no cerebrales del mundo del más allá. Pero tengo la seguridad de que si trabajo diligentemente para conseguirlo, gran parte de ese conocimiento acabará por ver la luz en mi cabeza.
Decir que aún existe un abismo entre la comprensión científica del universo y lo que yo vi sería quedarse muy, muy corto. Sigo siendo un apasionado de la física y la cosmología, sigue gustándome estudiar nuestro vasto y maravilloso universo. Sólo que ahora poseo una visión más amplia de lo que significan en este contexto los términos «vasto» y «maravilloso». El lado físico del universo es como una mota de polvo en comparación con su lado invisible y espiritual. En mi antigua concepción, «espiritual» es una palabra que nunca hubiese utilizado en el transcurso de una conversación científica. Pero ahora creo que es un término que no podemos descartar.
Desde el Núcleo, mi comprensión de lo que llamamos «energía oscura» y «materia oscura» parecía tener una explicación muy clara, así como otros elementos avanzados de la constitución del universo que los humanos tardarán eones en conocer.
Pero esto no quiere decir que pueda explicártelos. Ello se debe a que, paradójicamente, aún estoy sumido en el proceso de su entendimiento. Puede que el mejor modo de transmitir esa parte de mi experiencia sea decir que pude probar un pequeño anticipo de otra forma de conocimiento más grande: una forma de conocimiento a la que, según creo, los seres humanos accederán cada vez más en el futuro. Pero tratar de transmitir ahora ese conocimiento sería algo así como si un chimpancé se convirtiese durante un día en ser humano, experimentase todas las maravillas del conocimiento humano y luego regresase con sus amigos primates y tratase de explicarles cómo es conocer varias lenguas de procedencias diversas, el cálculo y las inmensas dimensiones del universo.
Allí arriba, cuando aparecía una pregunta en mi mente, lo hacía acompañada por la respuesta, como una flor que se abriese a su lado. Era como si, del mismo modo que todas las partículas del universo físico están realmente conectadas entre sí, no pudiera existir una pregunta sin su respuesta correspondiente. Y no eran sencillos «sí» o «no». Eran enormes edificios conceptuales, estructuras asombrosas de pensamiento vivo, tan complejas como ciudades. Ideas tan vastas que, para aprehender cualquiera de ellas sólo con el pensamiento terrenal, habría tardado una vida entera. Por suerte, no era lo que yo estaba utilizando. Me había desembarazado de él como una mariposa que brota de su crisálida.
Vi la Tierra como una mota azul pálido en la inmensa negrura del espacio físico. Pude constatar que era un lugar en el que se entremezclaban el bien y el mal, lo que constituía una de sus características únicas. Incluso en la Tierra hay mucho más bien que mal, pero es un lugar en el que se permite que el mal adquiera influencia de un modo que sería completamente impensable en los niveles superiores de la existencia. El hecho de que a veces triunfase era algo conocido y permitido por el Creador, como necesaria consecuencia del libre albedrío que había concedido a seres como nosotros.
Por todo el universo flotaban dispersas pequeñas partículas de mal, pero la suma total de él era como un grano de arena en una playa enorme, comparado con la bondad, la abundancia, la esperanza y el amor incondicional de los que, en esencia, está el universo impregnado. El auténtico tejido que conforma esa dimensión alternativa está hecho de amor y aceptación y cualquier cosa que no posea estas cualidades parece en aquellos reinos completamente fuera de lugar.
Pero el libre albedrío conlleva el riesgo de alejarse de esta fuente de amor y aceptación. Somos seres libres; pero a nuestro alrededor, el entorno conspira para hacernos sentir lo contrario. El libre albedrío es fundamental para nuestra existencia en el reino terrenal: una existencia que, descubriremos algún día, sirve a un fin mucho más importante, el de permitir nuestro ascenso en la dimensión alternativa, ajena al tiempo. Nuestra vida aquí abajo puede parecer insignificante porque es minúscula en relación con las otras vidas y con los otros mundos que pueblan incontables los universos visibles e invisibles. Pero también es de una importancia mayúscula, porque nos permite crecer hacia lo divino y ese crecimiento es objeto de estrecha vigilancia por parte de los seres de los mundos superiores, las almas y los orbes esplendentes (aquellos seres que vi sobrevolarme en el Portal y que, según creo, constituyen el origen del concepto cultural de los ángeles).
Nosotros —los seres espirituales que habitamos en nuestros cuerpos y cerebros mortales y evolucionados, producto de la Tierra y de sus exigencias— somos los que tomamos las auténticas decisiones. El auténtico pensamiento no es obra del cerebro. Pero nos han acostumbrado de tal modo —en parte por el propio cerebro— a asociar nuestro cerebro a lo que pensamos y a nuestra identidad que hemos perdido la capacidad de comprender que, en todo momento, somos algo mucho más grande que nuestros cerebros y cuerpos físicos (que a fin de cuentas hacen —o deberían hacer— nuestra voluntad).
El verdadero pensamiento es algo anterior a lo físico. Es el «pensamiento-anterior-al-pensamiento» responsable de todas las decisiones que tomamos en el mundo. Un pensamiento que no es lineal, deductivo, sino que se mueve veloz como el rayo y puede realizar y combinar conexiones a distintos niveles. Comparado con esta inteligencia libre e interior, nuestro raciocinio ordinario es irremisiblemente torpe y lento. El superior es el pensamiento que remata la jugada, el que crea la idea científica inspirada o la hermosa canción. El pensamiento subliminal que está siempre ahí, cuando realmente lo necesitamos, pero en el que, por desgracia, hemos perdido la capacidad de creer y acceder. Huelga decir que fue ese mismo pensamiento el que entró en acción aquella tarde de paracaidismo, cuando el paracaídas de Chuck se abrió de repente debajo de mí.
Experimentar el pensamiento más allá del cerebro es como entrar en un mundo de conexiones instantáneas que convierte los procesos mentales normales (esto es, los que están limitados por el cerebro físico y la velocidad de la luz) en algo desesperadamente lento y pesado. Nuestro auténtico yo, el más profundo, es totalmente libre. No es presa de acciones pasadas y no se preocupa por la identidad ni por el estatus. Comprende que no hay nada que temer en el mundo terreno y que, por tanto, no necesita fama, riqueza o conquistas para crecer.
Es nuestro auténtico yo espiritual, que todos estamos destinados a recuperar algún día. Pero creo que hasta que llegue ese día, todos deberíamos hacer cuanto esté en nuestra mano por ponernos en contacto con esa parte milagrosa de nosotros mismos, a fin de cultivarla y sacarla a la luz. Porque es un ser que está dentro de nosotros mismos ahora mismo y, de hecho, es el ser que Dios espera que seamos.
¿Cómo podemos acercarnos más a nuestro yo espiritual genuino? Manifestando amor y compasión. ¿Por qué? Porque el amor y la compasión no son las abstracciones que mucha gente cree. Son cosas reales. Concretas. Y conforman el mismo tejido del reino espiritual.
Para volver a ese reino, debemos volvernos de nuevo como él, aunque estemos atrapados en éste y tengamos que caminar pesadamente por su superficie.
Uno de los mayores errores que comete la gente al pensar en Dios es concebirlo como un ser impersonal. Sí, Dios excede toda medida, es la perfección del universo que la ciencia intenta a duras penas medir y comprender. Sin embargo —de nuevo paradójicamente—, Om también es «humano», incluso más que tú y yo. Om comprende nuestra situación y siente por ella una simpatía más profunda y personal de la que podemos imaginar, porque sabe lo que hemos olvidado y comprende la terrible carga que supone vivir en la amnesia de lo Divino aunque sea un simple momento.