MIÉRCOLES
Durante dos días, «miércoles» se convirtió en la palabra más utilizada por mis médicos, la que aparecía en sus labios cada vez que tenían que hablar de mis posibilidades. Como por ejemplo en: «Esperamos ver algunos progresos el miércoles». Pero el miércoles había llegado sin el menor atisbo de cambio en mi condición.
—¿Cuándo podré ver a papá?
Bond llevaba repitiendo esta pregunta —natural en un niño de diez años cuyo padre está ingresado en el hospital— desde que yo entrase en coma, el lunes. Holley había logrado esquivarla durante dos días, pero el miércoles por la mañana decidió que había llegado la hora de darle respuesta.
Cuando le dijo a Bond, el lunes por la noche, que no iba a volver de momento del hospital porque estaba «enfermo», éste imaginó lo que la palabra había significado para él en los diez años de su existencia: tos, garganta irritada y puede que un poco de dolor de cabeza. Sí, lo que había visto el lunes por la mañana había ampliado mucho su concepto de la gravedad de un dolor de cabeza. Pero, aun así, cuando Holley decidió llevarlo al hospital aquel miércoles por la tarde, seguía creyendo que iba a ver algo muy distinto a lo que se encontró en mi cama.
El cuerpo que yacía allí sólo tenía un parecido lejano con la persona que él conocía como padre. Cuando miras a alguien dormido, te das cuenta de que hay un individuo dentro del cuerpo. Hay una presencia. Pero la mayoría de los médicos te dirán que con las personas en coma la cosa es distinta (aunque no sepan exactamente por qué). El cuerpo está ahí, pero al mirarlo te embarga una sensación extraña, casi física, de que la persona está ausente. De que su esencia, por alguna razón inexplicable, está en otra parte.
Eben IV y Bond siempre habían estado muy unidos desde que aquél entrara corriendo en el paritorio, a los pocos minutos de que naciese su hermano, para abrazarlo. Aquel tercer día de mi coma, lo recibió en el hospital e hizo lo que pudo para explicarle la situación de un manera positiva. Y como también él era poco más que un niño, se le ocurrió un escenario que pensó que Bond podría comprender: una batalla.
—Vamos a hacer un dibujo de lo que está pasando para que lo vea papá cuando se ponga bien —le propuso.
Así que desplegaron una hoja grande de papel naranja sobre una de las mesas del comedor del hospital y se pusieron a dibujar una representación de lo que estaba sucediendo en el interior de mi cuerpo comatoso. Dibujaron mis glóbulos blancos con capas y armados con espadas, defendiendo el territorio asediado de mi cerebro. Y también a los invasores E. coli, con espadas y capas ligeramente distintas. Estaban luchando a brazo partido y el suelo aparecía sembrado por los cuerpos de los dos bandos.
A su manera, era una representación bastante fiel a la realidad. La única inexactitud, teniendo en cuenta que se trataba de una simplificación de un proceso mucho más complejo que tenía lugar dentro de mi cuerpo, era el curso de la batalla. En la recreación de Eben y Bond, las fuerzas estaban igualadas y el desenlace era todavía incierto, aunque por descontado, al final acabarían ganando los buenos, los glóbulos blancos. Pero Eben, allí sentado con su hermano, con los rotuladores de colores desperdigados por toda la mesa, tratando de recrear su ingenua versión de los acontecimientos, sabía que, en realidad, la batalla no estaba tan igualada y que su desenlace era muy incierto.
Y sabía qué bando estaba ganando.