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EL NÚCLEO

Algo tiró de mí. No como si alguien me agarrara del brazo, sino algo más sutil, menos físico. Era un poco como cuando el sol se oculta detrás de las nubes y sientes que tu humor cambia al instante como respuesta.

Retrocedí, alejándome del Núcleo. Su oleosa y brillante oscuridad se disolvió en el verde y deslumbrante paisaje de la puerta. Al mirar abajo volví a ver a los aldeanos, los árboles, los resplandecientes arroyos y las cascadas. Los seres angélicos seguían volando en arco sobre mí.

Mi acompañante también estaba allí. Había estado a mi lado todo el tiempo, por supuesto, en todo mi viaje hacia el Núcleo, bajo la forma de un orbe de luz. Pero volvía a estar allí, en forma humana. Llevaba el mismo vestido precioso de antes y al verla me sentí como un niño perdido en una ciudad enorme y desconocida que de repente se encontrara con un rostro familiar. ¡Qué gran regalo para mí!

«Te mostraremos muchas cosas, pero retornarás».

Aquel mensaje que me había transmitido en la entrada a la insondable oscuridad del Núcleo, volvió a mí en aquel momento. Y comprendí además adónde retornaría.

Al Reino de la perspectiva del gusano, donde había emprendido mi odisea.

Sólo que esta vez era diferente. Al adentrarme en la oscuridad con pleno conocimiento de lo que había arriba, ya no sentí lo mismo que la primera vez. Cuando se desvaneció la gloriosa música del Portal y regresó la sorda palpitación del reino inferior, oí y vi todas esas cosas como un adulto ve un lugar que antes le asustaba pero ya ha dejado de hacerlo. Las sombras y la oscuridad, los rostros que aparecían de pronto y desaparecían, las raíces como arterias que descendían desde algún punto en lo alto ya no me inspiraban ningún terror, porque comprendía —del mismo modo inherente que comprendía todo entonces— que ya no pertenecía a aquel lugar, sino que sólo estaba de visita.

Pero ¿por qué lo visitaba?

La respuesta se manifestó en mi interior del mismo modo instantáneo y no verbal que todas las respuestas que se me habían entregado en el brillante mundo superior. Toda aquella aventura, comencé a comprender, era una especie de visita, un recorrido por el lado invisible y espiritual de la existencia. Y como buena visita guiada, debía pasar por todos los pisos y niveles.

Al volver al reino inferior se manifestaron de nuevo los caprichos del tiempo en aquellos mundos ajenos a mi experiencia de la Tierra. Para hacerte una pequeña idea —aunque sólo sea pequeña— de la sensación, piensa cómo se comporta el tiempo en los sueños. En un sueño, «antes» y «después» se convierten en términos nebulosos. Puedes estar en una parte del sueño y saber lo que se avecina, sin haberlo experimentado aún. El «tiempo» que yo pasé allí fue algo parecido a eso, aunque he de recalcar que nada de lo que me sucedió estuvo revestido por la turbia confusión que impregna los sueños en la Tierra, salvo al comienzo del todo, cuando aún estaba en el inframundo.

¿Cuánto tiempo pasé allí esta vez? De nuevo, no tengo ni la menor idea, pues carecía de forma de medirlo. Lo que sí sé es que tras volver al reino inferior, tardé bastante en descubrir que poseía algún control sobre mi trayectoria, que ya no estaba atrapado allí. Haciendo un esfuerzo consciente, podía regresar a los planos superiores. En un momento dado, mientras estaba en las turbias profundidades, me percaté de que echaba de menos la Melodía giratoria. Tras hacer un esfuerzo por recordar las notas, la maravillosa música y la esfera de luz giratoria volvieron a florecer en mi conciencia. Una vez más, atravesaron aquel lodo gelatinoso y se me llevaron consigo hacia arriba.

En los mundos superiores, comenzaba a descubrir, lo único que se necesita para acercarse a algo es conocerlo y poder pensar en ello. Pensar en la Melodía giratoria equivalía a hacerla aparecer y anhelar los mundos superiores significaba volver allí. Cuanto más me familiarizaba con el mundo superior, más fácil me resultaba volver. Durante el tiempo que pasé fuera de mi cuerpo, realicé incontables veces este tránsito pendular entre las tinieblas fangosas del Reino de la perspectiva del gusano, la verde brillantez del Portal y la negra pero sagrada oscuridad del Núcleo. No sé cuántas exactamente, pues como ya he dicho, el tiempo como existía allí no se corresponde con el concepto que tenemos de él aquí, en la Tierra. Pero cada vez que regresaba al Núcleo profundizaba más que antes y aprendía más cosas, de la manera tácita y superior a lo verbal en el que se comunican todas las cosas en los mundos que hay por encima de éste.

Esto no quiere decir, ni de lejos, que llegara a ver el universo entero, ni en mi viaje original entre el Reino de la perspectiva del gusano y el Núcleo ni en ningún otro de los que vinieron después. De hecho, una de las verdades que descubrí en el Núcleo cada vez que volvía allí era que no se puede comprender todo lo que existe en el universo, tanto en su aspecto físico y visible como en el (mucho, mucho más grande) aspecto espiritual e invisible, por no hablar de los incontables universos más que existen o han existido.

Pero nada de eso importaba, porque ya había aprendido la cosa —la única— que, al fin y a la postre, importa realmente. Y eso era lo que me había enseñado mi maravillosa acompañante, durante el vuelo sobre el ala de mariposa la primera vez que atravesé el Portal. El mensaje tenía tres partes y si tuviera que expresarlo con palabras (porque, como es natural, yo lo recibí sin ellas) habría sido algo como esto:

«Os aman y aprecian, profunda y eternamente».

«No tenéis nada que temer».

«Nada de lo que hagáis puede ser malo».

Y si tuviese que reducirlo a una sola frase, sería ésta:

«Os aman».

Y si quisiera destilarlo todavía más, transmitirlo por medio de una sola palabra, ésta sería (por supuesto):

«Amor».

El amor es, sin ningún género de duda, la base de todo. No una especie de amor abstracto e inescrutable, sino el amor cotidiano y sencillo que todo el mundo conoce, el que sentimos al mirar a nuestras esposas e hijos, o incluso a nuestros animales de compañía. En su forma más pura y potente, este amor no es celoso ni egoísta, sino incondicional. Ésta es la realidad de las realidades, la incomprensiblemente gloriosa verdad de las verdades, que vive y respira en el centro de todo lo que existe o existirá alguna vez. Y nadie que no la conozca y la encarne en todo aquello que haga podrá alcanzar nunca ni una remota sombra de comprensión sobre quiénes somos y lo que somos.

¿Te parece poco científico? Permíteme que disienta. Yo he regresado desde aquel lugar y nada podría convencerme de que esta afirmación no es, ya no la verdad más importante del universo desde el punto de vista emocional, sino también desde el científico. Llevo ya varios años hablando de mi experiencia y comunicándome con otras personas que estudian o han experimentado experiencias cercanas a la muerte. Sé que el término «amor incondicional» suele emplearse mucho en esos círculos. ¿Cuántos de nosotros podemos concebir lo que significa realmente?

Como es natural, comprendo las razones de su presencia. Sencillamente se debe a que mucha, mucha gente ha visto y experimentado lo mismo que yo. Pero al igual que yo, cuando estas personas vuelven al mundo terrenal, no tienen otra cosa que las palabras para transmitir unas experiencias y verdades que exceden con mucho la capacidad de expresión de lo verbal. Es como tratar de escribir una novela con la mitad del alfabeto.

El principal problema con el que se encuentran las personas que han experimentado una ECM no es tener que habituarse de nuevo a las limitaciones del mundo terrenal —aunque éste, ciertamente, puede ser un reto complicado—, sino cómo transmitir lo que les hizo sentir el amor que experimentaron allí.

En el fondo de nosotros mismos, ya lo sabemos. Al igual que Dorothy, en El mago de Oz, tenía desde el principio la capacidad de volver a casa, nosotros poseemos la de recuperar nuestra conexión con aquel reino idílico. Simplemente lo hemos olvidado, porque durante la parte física, cerebral, de nuestra existencia, nuestra mente bloquea o al menos vela el trasfondo cósmico superior, del mismo modo que la luz del sol impide que veamos la luz de las estrellas al amanecer. Imagina lo limitada que sería nuestra percepción del universo si nunca pudiésemos ver el firmamento cuajado de estrellas durante la noche.

Sólo podemos ver aquello que nuestro cerebro filtra. El cerebro —sobre todo el hemisferio izquierdo, la parte lingüística y lógica, que genera nuestro sentido racional y la sensación de un ego o yo claramente definido— es una barrera que nos impide experimentar y conocer cosas superiores.

Estoy convencido de que nos enfrentamos a un momento crucial en nuestra existencia. Tenemos que recobrar todo lo que podamos de ese conocimiento superior mientras estamos aquí en la Tierra, mientras nuestros cerebros (incluido el hemisferio izquierdo, analítico) son plenamente funcionales. La ciencia —la ciencia a la que he consagrado buena parte de mi vida— no contradice lo que descubrí allí arriba. Pero hay demasiada gente que cree que sí, porque determinados miembros de la comunidad científica, aferrados a una visión materialista del mundo, han insistido una y otra vez en que la ciencia y la espiritualidad no pueden coexistir.

Se equivocan. Si he escrito este libro es precisamente para difundir este hecho ancestral pero en última instancia básico, que convierte en secundarios todos los demás aspectos —el misterio de mi enfermedad, el de cómo logré mantenerme consciente en otra dimensión durante toda la semana que pasé en coma, y el de cómo pude recobrarme tan completamente— de mi historia.

La sensación de amor y aceptación incondicionales que experimenté durante mi viaje es el descubrimiento más importante que he hecho (y que nunca haré) y aunque comprendo que va a ser complicado separarlo de las demás lecciones que aprendí allí, también sé, en el fondo de mi corazón, que compartir este mensaje básico —un mensaje tan sencillo que la mayoría de los niños lo acepta sin dudarlo— es la tarea más importante que se me ha encomendado.