UN FINAL A LA ESPIRAL DESCENDENTE
Durante la mayor parte de los siete años siguientes, mi carrera y mi vida familiar siguieron deteriorándose. Durante largo tiempo, la gente que me rodeaba —incluso los más allegados— no comprendió cuál era la causa del problema. Pero poco a poco, por medio de comentarios que yo hacía casi de pasada, Holley y mis hermanas fueron juntando las piezas del rompecabezas. Por fin, en junio de 2007, durante unas vacaciones familiares, Betsy y Phyllis sacaron el tema durante un paseo matutino por una playa de Carolina del Sur.
—¿Has pensado en escribirle otra carta a tu familia biológica? —me preguntó Phyllis.
—Sí —dijo Betsy—. Las cosas podrían haber cambiado, nunca se sabe.
Betsy nos había contado hacía poco que estaba pensando en adoptar un hijo, así que no me sorprendió demasiado que sacaran el tema. Pero al mismo tiempo, mi respuesta inmediata —más mental que verbal— fue: «¡Oh, no, otra vez no!». No había olvidado el abismo que se había abierto bajo mis pies siete años antes, al experimentar aquel rechazo. Pero sabía que Betsy y Phyllis estaban haciendo lo que debían. Se habían dado cuenta de que estaba sufriendo, habían descubierto la razón y querían —acertadamente— que hiciese lo que tuviera que hacer para resolver el problema. Me aseguraron que me acompañarían en aquel viaje, que no lo haría solo, como antes. Seríamos un equipo.
Así que a principios de agosto de 2007 escribí una carta anónima a mi hermana biológica, la persona que guardaba la llave de la puerta a mi familia, y la envié a la Children’s Home Society de Carolina del Norte, para que Betty se la hiciese llegar:
Mi querida hermana,
Me gustaría comunicarme contigo, con nuestro hermano y con nuestros padres. Tras hablar largo y tendido sobre ello con mis hermanas y mi madre adoptivas, apoyan este renovado interés mío por saber más cosas sobre mi familia biológica.
Mis dos hijos, de nueve y diecinueve años de edad, sienten gran interés por sus raíces. Los tres y mi esposa os quedaríamos muy agradecidos por cualquier información que pudieras compartir con nosotros. En mi caso, mi cabeza está llena de preguntas sobre mis padres biológicos y las vidas que han llevado hasta ahora. ¿Qué intereses y personalidades tendréis todos?, me pregunto.
Como nos estamos haciendo mayores, mi esperanza es poder conoceros pronto. Creo que podría ser beneficioso para todos. Quiero que sepáis que siento el máximo respeto por vuestro deseo de privacidad. Tengo una familia adoptiva maravillosa y agradezco la decisión que tomaron mis padres biológicos en su juventud. Mi interés es genuino y comprenderé cualquier barrera que nuestros padres crean necesario levantar.
Agradezco profundamente vuestra comprensión en esta materia.
Sinceramente tuyo,
Tu hermano mayor
Pocas semanas después recibí una carta de la Children’s Home Society. Era de mi hermana pequeña.
«Sí, nos encantaría conocerte», escribía. La legislación del estado de Carolina del Norte le prohibía revelarme ninguna información, pero, aun así, logró darme algunas pistas sobre la familia biológica a la que nunca había conocido.
Cuando me contó que mi padre había sido aviador naval en Vietnam, me dejó boquiabierto: no era de extrañar que siempre me hubiese gustado tanto saltar desde aviones y volar con planeadores. Además, descubrí con no menos asombro que, a mediados de los sesenta, mi padre biológico había participado en los programas de formación de astronautas de la NASA para las misiones Apollo (y yo mismo había barajado la posibilidad de presentarme a las pruebas para especialista de la lanzadera espacial en 1983). Posteriormente, trabajó como piloto civil para Pan Am y Delta.
En octubre de 2007, conocí finalmente a mis padres biológicos, Ann y Richard, y a mis hermanos Kathy y David. Ann me contó la historia de los tres meses que había pasado en 1953 en el hogar para madres solteras Florence Crittenden, junto al hospital Charlotte Memorial. Todas las chicas que había allí ocultaban su nombre real bajo pseudónimos y como a mi madre le encantaba la historia de Estados Unidos, escogió el de Virginia Dare, la primera hija de los colonos británicos nacida en el Nuevo Mundo. La mayoría de las chicas la llamaba así, Dare. Con dieciséis años era la más joven de la institución.
Me contó que su padre se ofreció a hacer lo que fuese necesario cuando se enteró de su «situación» y le dijo que acogería a toda la nueva familia. Pero llevaba algún tiempo en paro y la llegada de otra boca que alimentar habría supuesto graves dificultades financieras y de otra naturaleza.
Un buen amigo suyo le había hablado de un médico al que conocía en Dillon, Carolina del Sur, quien podía encargarse de «arreglar esas cosas». Pero su madre no quiso ni oír hablar de ello.
Me habló del violento parpadeo de las estrellas, bajo los vientos fuertes y helados traídos por un frente glacial, que había presenciado en aquella noche de diciembre de 1953, mientras caminaba por las calles bajo aquellas nubes dispersas, bajas y veloces. Quería estar a solas, sin otra compañía que la luna, las estrellas y su hijo aún nonato, yo.
—La luna creciente flotaba a baja altura en el cielo del oeste. Júpiter estaba ascendiendo en aquel momento para contemplarnos durante toda la noche y parecía brillar más que nunca. A Richard le encantaba la ciencia y la astronomía y más tarde me contaría que aquella noche ese planeta estaba en oposición con respecto a la Tierra y que no volvería a verse tan bien hasta nueve años más tarde. En ese tiempo, muchas cosas cambiarían en nuestras vidas, incluidos los nacimientos de dos hijos más.
»Pero en aquel momento yo sólo podía pensar en lo hermoso y brillante que parecía el rey de los planetas, allí arriba, observándonos desde lo alto.
El entrar en el vestíbulo del hospital, se le ocurrió un pensamiento mágico. Por lo general, las niñas pasaban dos semanas en el hogar Crittenden después de dar a luz y luego volvían a casa y reanudaban su vida donde la habían dejado. Si realmente tenía a su hijo aquella noche, tal vez podría pasar la Navidad en casa… siempre que la dejaran salir al cabo de dos semanas. Qué gran milagro sería ése: llevarme a casa por Navidad.
—El doctor Crawford acababa de asistir a otro parto y parecía espantosamente cansado —me contó.
El médico le puso una gasa empapada en éter sobre la cara para aliviar el dolor del parto, así que sólo estaba medio inconsciente cuando finalmente, a las 2.42 de la madrugada, con un último y enorme esfuerzo, dio a luz a su pequeño.
Me contó que sólo quería abrazarme y acariciarme y que nunca olvidaría cómo había llorado hasta que la fatiga y el anestésico pudieron con ella.
Durante las cuatro horas siguientes, Marte, luego Saturno, luego Mercurio y por fin el brillante Venus se alzaron en levante para darme la bienvenida a este mundo. Y mientras tanto, Ann dormía más profundamente de lo que lo había hecho en meses.
La enfermera la despertó antes del amanecer.
—Tengo aquí alguien que quiere conocerte —le dijo con tono alegre mientras me mostraba, envuelto en una manta azul cielo, para que me viera.
—Todas las enfermeras estaban de acuerdo en que eras el niño más bonito de toda la planta. Yo estaba loca de orgullo.
Pero por mucho que quisiera quedarse conmigo, la fría realidad de que no podía hacerlo no tardó en dejarse sentir. Richard soñaba con ir a la universidad, un sueño que no era compatible con alimentarme. Puede que yo percibiese el pesar de Ann, porque dejé de comer. A los once días me hospitalizaron con el diagnóstico de que «no crecía» y me pasé mis primeras Navidades y los nueve días siguientes en el hospital de Charlotte.
Después de que me ingresasen, Ann subió al autobús para volver a su casa. Pasó las Navidades con sus padres, sus hermanas y sus hermanos, a los que no había visto en tres meses. Sin mí.
Cuando volví a tomar alimento, mi nueva vida como huérfano ya estaba encarrilada. Ann comenzó a tener la sensación de que estaba perdiendo el control y no le iban a dejar que se quedase conmigo. Cuando llamó al hospital, justo después de Año Nuevo, le dijeron que me habían enviado a la Children’s Home Society de Greensboro.
—¿Con las voluntarias? ¡No es justo! —respondió ella.
Me pasé los tres meses siguientes en un dormitorio destinado a los bebés, con varios niños más cuyas madres no podían conservarlos a su lado. Mi cuna estaba en el segundo piso de una casa victoriana de color azul que habían donado a la sociedad.
—Tu primer hogar era un sitio muy agradable —me contó Ann con una carcajada—, aunque sólo fuese un hospicio para niños.
Durante los meses siguientes, hizo media docena de veces el trayecto de tres horas en autobús para visitarme, mientras intentaba desesperadamente encontrar la manera de recuperarme. En una ocasión fue con su madre y en otra con Richard (aunque las enfermeras sólo le dejaron verme a través de los ventanales del dormitorio; no permitieron que entrase en la sala y mucho menos que me abrazase).
Pero a finales de marzo de 1954, estaba claro que las cosas no iban a salir como ella deseaba. Tendría que darme en adopción. Su madre y ella tomaron por última vez el autobús a Greensboro.
—Tuve que cogerte y contártelo todo mientras te miraba a los ojos —me contó—. Sabía que no ibas a hacer otra cosa que reírte y hacer ruiditos y pompas de saliva, al margen de lo que yo dijese, pero sentía que te debía una explicación. Te abracé fuerte una última vez, te besé en las orejas, el pecho y la cara, y te acaricié con delicadeza. Recuerdo tan bien como si fuese ayer que inhalé profundamente tu maravilloso aroma a bebé.
»Te llamé por el nombre que quería ponerte y dije: “Te quiero mucho, mucho más de lo que nunca sabrás. Y te querré siempre, hasta el día en que me muera”.
»Dije “Dios, que sepa lo mucho que lo amamos. Que sepa que lo quiero y siempre lo querré”. Pero no podía saber si mi plegaria tendría respuesta. En los años cincuenta, las adopciones eran irrevocables y totalmente secretas. No había vuelta atrás ni explicaciones. A veces hasta se cambiaban las fechas de nacimiento en las partidas para entorpecer cualquier intento de descubrir los verdaderos orígenes de un niño. Para no dejar ni rastro. Y esto estaba garantizado por una legislación estatal muy severa. La idea era olvidar que había sucedido y seguir con la vida. Y, con un poco de suerte, aprender de ello.
»Te besé una última vez y luego te deposité con todo cuidado en la cuna. Te envolví en tu mantita azul, miré una última vez tus ojillos de color celeste, me besé el dedo y te lo llevé a la frente.
»“Adiós, Richard Michael. Te quiero” fueron mis últimas palabras para ti… al menos durante cincuenta años, más o menos.
Luego me contó que después de que Richard y ella se casaran y tuviesen al resto de sus hijos, la idea de averiguar lo que había sido de mí fue cobrando mayor fuerza en su interior. Richard, además de aviador naval y piloto comercial, era abogado y Ann pensó que eso le permitiría descubrir la identidad de mi familia adoptiva. Pero Richard, un verdadero caballero, no quería desdecirse del acuerdo de adopción firmado en 1954 y no quiso saber nada del asunto. A comienzos de los setenta, en plena guerra de Vietnam, Ann no podía quitarse mi fecha de nacimiento de la cabeza. En diciembre de 1972 yo cumpliría diecinueve años. ¿Me mandarían al frente? Y si era así, ¿qué sería de mí? Lo cierto es que, en un primer momento, mi plan había sido alistarme en los Marines como aviador. Tenía una visión de 20/100 y las Fuerzas Aéreas exigían una visión de 20/20 sin corrección.
En las calles se decía que los Marines cogían incluso a la gente con 20/100 y les enseñaban a volar. Sin embargo, por aquel entonces las tropas estadounidenses comenzaron a retirarse gradualmente de Vietnam, así que nunca llegué a alistarme.
En su lugar, ingresé en la Facultad de Medicina. Pero Ann no sabía nada de todo esto. En primavera de 1973 presenciaron cómo bajaban los prisioneros de guerra del Hanoi Hilton de los aviones que habían llegado de Vietnam del Norte. Al ver que no aparecían muchos pilotos que conocían, más de la mitad de la promoción de Richard, se les partió el corazón y Ann se obsesionó con la idea de que tal vez me hubiesen matado.
La imagen, una vez en su mente, se negó a abandonarla y durante años estuvo convencida de que había sufrido una muerte atroz en los arrozales de Vietnam. Sin duda le habría sorprendido mucho saber que por aquel entonces yo vivía a escasos kilómetros de allí, en Chapel Hill.
En verano de 2008 conocí a mi padre biológico, a su hermano Bob y a su cuñado (también llamado Bob), en la playa de Litchfield, en Carolina del Sur. Mi tío Bob era un héroe de guerra condecorado que había servido en la Marina durante la guerra de Corea, además de ser piloto de pruebas en China Lake (el centro de prueba de armas de la Marina en el desierto de California, donde se perfeccionó el sistema de misiles Sidewinder y se probó el F-104 Starfighter). Mientras tanto, el cuñado de Richard, el otro Bob, establecía un nuevo récord de velocidad durante la operación Sun Run (1957) (con un F-101 Voodoo que logró «adelantar al Sol»), al circunvalar la Tierra a una velocidad media superior a los 1600 kilómetros por hora.
Entre ellos me sentí como en casa.
Aquellos encuentros con mi familia biológica anunciaron el final de lo que he terminado por conocer como mis «años del desconocimiento». Unos años que, comprendí al fin, habían estado presididos por el mismo dolor tanto para mis padres biológicos como para mí.
Sólo había una herida que no podía cerrarse: la desaparición, diez años antes, en 1998, de mi hermana biológica Betsy (sí, el mismo nombre que una de mis hermanas adoptivas. Y, por cierto, ambas se casaron con sendos Robs, pero ésa es otra historia). Todo el mundo me decía que tenía un gran corazón y cuando no estaba trabajando en el centro de ayuda a víctimas de violaciones donde pasaba la mayor parte del tiempo, solía dedicarse a cuidar y alimentar a un pequeño grupo de perros y gatos callejeros. «Un verdadero ángel» la llamaba Ann. Kathy me prometió que me mandaría una foto suya. Betsy había tenido problemas con el alcohol, al igual que yo, y al conocer la historia de su muerte, provocada en parte por su adicción, me di cuenta de lo afortunado que había sido yo al superar la mía. Habría dado cualquier cosa por conocerla, por poder consolarla y decirle que sus heridas se curarían y que todo saldría bien.
Porque, por extraño que pueda parecer, al conocer a mi familia biológica, me sentí, por primera vez en mi vida, como si las cosas estuviesen realmente bien. La familia es algo muy importante y yo había recuperado la mía… o al menos en su mayor parte. Fue la primera vez que pude constatar hasta qué punto el conocimiento de los propios orígenes puede ejercer sobre una persona un efecto terapéutico inimaginable.
El hecho de saber de dónde venía, mis orígenes biológicos, me permitió ver y aceptar cosas de mí mismo con las que nunca habría soñado. Al conocer a mi familia pude desprenderme al fin de la última y persistente sospecha que había llevado conmigo sin siquiera ser consciente de ello: la de que, viniera de donde viniese desde el punto de vista biológico, no me habían querido. De manera subconsciente había llegado a aceptar que no merecía ser querido. Es más, que ni siquiera merecía existir. Descubrir que me habían querido desde el principio inició un proceso de curación interior a todos los niveles. Me sentí más completo que en toda mi vida.
Pero no era lo único que iba a descubrir. La otra pregunta a la que creía haber encontrado respuesta aquel día con Eben, en el coche —la de si realmente existía un Dios que nos amaba en alguna parte— continuaba en el aire y, en mi cabeza, la respuesta seguía siendo que no.
No volví a planteármela hasta después de pasar siete días en coma. Y la respuesta con la que me encontré esta vez también resultó ser una completa sorpresa…