LO QUE CUENTA
A Holley no se le escapó la reacción de los médicos cuando mencionó mi viaje a Israel. Pero como es lógico, no comprendió por qué era tan importante. Al recordarlo ahora, fue una suerte. Tener que enfrentarse a mi posible muerte ya era suficiente sin añadirle la posibilidad de que fuese el vector iniciador del equivalente a la Peste Negra en el siglo XXI.
Entretanto, se sucedían las llamadas a mis amigos y mi familia. Incluida mi familia biológica.
De niño yo idolatraba a mi padre, que durante veinte años había sido jefe de personal en el centro médico baptista Wake Forest de Winston-Salem. De hecho, me decanté por la neurocirugía como carrera profesional para seguir sus pasos… a pesar de saber que nunca llegaría a estar completamente a su altura.
Mi padre era un hombre profundamente espiritual. Durante la segunda guerra mundial sirvió como cirujano de campaña de las Fuerzas Aéreas del Ejército en las junglas de Nueva Guinea y en las Filipinas. Presenció la brutalidad y el sufrimiento y él mismo las padeció. Me habló de las noches pasadas operando sin descanso en tiendas que a duras penas aguantaban el embate del monzón y de un calor y una humedad tan opresivos que los cirujanos tenían que quedarse en paños menores para poder soportarlos.
Papá se había casado con el amor de su vida (e hija de su oficial superior, por cierto), Betty, en octubre de 1942, mientras realizaba la instrucción, antes de que lo enviaran al teatro de operaciones del Pacífico. Al finalizar la guerra, formaba parte del contingente inicial Aliado que ocupó Japón, después de que Estados Unidos lanzase las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki. Era el único neurocirujano militar estadounidense que había en Tokio, lo que lo convertía en oficialmente indispensable. Estaba cualificado para realizar operaciones en cualquier punto de la anatomía de sus pacientes, de la cabeza a los pies.
Dichas cualificaciones garantizaban que iban a retenerlo allí durante algún tiempo. Su nuevo oficial superior no permitiría que regresase a Estados Unidos hasta que la situación no fuese «más estable». Varios meses después de que los japoneses firmasen formalmente la capitulación al borde del acorazado Missouri en la bahía de Tokio, papá, al fin, recibió la licencia definitiva. Sin embargo, sabía que su oficial superior rescindiría aquellas órdenes si llegaba a verlas. Así que esperó a un fin de semana en que estaba de permiso y las procesó a través de su suplente. Finalmente, en diciembre de 1945, bastante después de que la mayoría de sus camaradas hubieran regresado con sus familias, pudo embarcar de regreso a casa.
Tras llegar a Estados Unidos a principios de 1946, decidió continuar con su formación como neurocirujano con su amigo y compañero en la Facultad de Medicina de Harvard, Donald Matson, que había servido en el teatro de operaciones europeo. Entraron como residentes en el hospital Peter Bent Brigham y en el Children’s de Boston (las principales instituciones médicas asociadas a Harvard), bajo la tutela del doctor Frank D. Ingraham, uno de los últimos residentes del doctor Harvey Cushing (considerado generalmente como el padre de la neurocirugía moderna). Entre los años cincuenta y sesenta, el cuadro entero de los neurocirujanos del «3131C» (su clasificación oficial dentro de las Fuerzas Aéreas del Ejército), que habían perfeccionado su oficio en los campos de batalla de Europa y el Pacífico, establecerían la vara de medir para medio siglo de neurocirugía y para las futuras generaciones (como la mía).
Mis padres se habían criado durante la Gran Depresión y eran gente muy trabajadora. Papá solía llegar a las siete de la tarde, justo a tiempo de cenar, normalmente con traje y corbata pero a veces con la parte de arriba del pijama sanitario. Luego volvía al hospital (a menudo con nosotros, a quienes nos dejaba en su despacho haciendo los deberes mientras él se iba a hacer las visitas). Para mi padre, vida y trabajo eran términos esencialmente sinónimos y nos crió conforme a esa misma filosofía. Por lo general, mi hermana y yo teníamos que colaborar con las tareas domésticas los domingos. Si protestábamos y le decíamos que queríamos ir al cine, su respuesta era:
—Si vais al cine, otro tendrá que hacer el trabajo.
También era un hombre ferozmente competitivo. En la pista de squash, cada partido se convertía en una «batalla a muerte» e incluso a los ochenta años siempre andaba en busca de oponentes nuevos, a menudo varias décadas más jóvenes.
Era un padre muy exigente, pero también maravilloso. Trataba a todo el mundo con respeto y siempre llevaba un destornillador en el bolsillo de la bata para apretar cualquier tornillo suelto que encontrase durante sus rondas por el hospital. Sus pacientes, sus colegas, las enfermeras y todo el personal del centro lo tenía en gran estima. Lo mismo cuando operaba a un paciente que cuando colaboraba en alguna investigación científica, enseñaba a jóvenes neurocirujanos (una de sus grandes pasiones), o ejercía como editor de la revista Surgical Neurology (cosa que hizo durante varios años), veía su camino en la vida claramente trazado. E incluso después de jubilarse de la práctica de su profesión, a la edad de setenta y un años, continuó manteniéndose al día de los últimos avances científicos. Tras su muerte (en 2004), su antiguo colega, el doctor David L. Kelly, Jr., escribió: «El doctor Alexander siempre será recordado por su entusiasmo y su destreza, su perseverancia, su atención al detalle, su espíritu compasivo, su honestidad y su excelencia en todo lo que hacía». No es de extrañar que yo, como tantos otros, lo idolatrase.
Cuando todavía era muy joven, tanto que ni siquiera recuerdo cuándo fue, mis padres me contaron que era adoptado (o «elegido», tal como ellos lo expresaban, porque según me aseguraron, habían sabido que era su hijo en el mismo instante en que me vieron). No eran mis padres biológicos, pero me querían tan profundamente como si fuese carne de su carne y sangre de su sangre. Crecí sabiendo que me habían adoptado en abril de 1954, a la edad de cuatro meses, y que mi madre biológica, una estudiante de instituto de dieciséis años, no estaba casada cuando me dio a luz, en 1953. Su novio, también un estudiante sin medios económicos para hacerse cargo de un niño, había accedido a darme en adopción, aunque al parecer ninguno de los dos deseaba hacerlo. Me enteré de todo aquello tan temprano que se incorporó con total naturalidad a mi identidad, una circunstancia tan aceptada e incuestionable como el color negro de mi cabello y el hecho de que me gustaban las hamburguesas y no la coliflor. Quería tanto a mis padres adoptivos como si hubieran sido los de verdad y era evidente que ellos sentían lo mismo por mí.
Mi hermana mayor, Jean, también era adoptada, pero cinco meses después de que me adoptaran a mí, mi madre se quedó embarazada. Dio a una luz a una niña —mi hermana Betsy— y cinco años más tarde a Phyllis, nuestra hermana menor. A todos los efectos éramos hermanos de sangre. Yo sabía que, independientemente de mi origen, era su hermano y ellas mis hermanas. Me crié en una familia que, no sólo me quería, sino que creía en mí y me apoyaba para que intentase alcanzar mis sueños. Incluido el que hizo presa de mí en el instituto y no me soltó hasta que logré alcanzarlo: convertirme en neurocirujano como mi padre.
Durante los años en la universidad y la Facultad de Medicina, no pensé en mi adopción, al menos en la superficie. Visité en varias ocasiones la Children’s Home Society de Carolina del Norte para preguntar si mi madre tenía algún interés por verme. Pero Carolina del Norte tenía una de las legislaciones más restrictivas del país en este tema, al objeto de proteger el anonimato de los niños adoptados y sus padres (aun en el caso de que quisieran conocerse). A partir de los veinte años, fui pensando en ello cada vez menos. Y cuando conocí a Holley y formamos nuestra familia, la cuestión quedó relegada a un rincón todavía más profundo de mis pensamientos.
Donde cayó prácticamente en el olvido.
En 1999, cuando Eben IV tenía doce años y aún vivíamos en Massachusetts, mi hijo tuvo que hacer un trabajo sobre árboles genealógicos en la escuela Charles River, donde cursaba sexto. Sabía que yo era adoptado y, por tanto, que tenía parientes directos en este mundo a los que ni siquiera conocía por el nombre. El proyecto despertó algo en su interior, un sentimiento profundo que nunca había sabido que albergase.
Me preguntó si podía buscar a mis padres. Le dije que yo mismo lo había intentado varias veces a lo largo de los años y que incluso me había puesto en contacto con la Children’s Home Society de Carolina del Norte para interesarme por ello. Si mi madre o mi padre biológicos hubieran tenido algún interés por reanudar el contacto conmigo, la sociedad lo habría sabido. Pero nunca tuve ninguna noticia.
Y tampoco me importaba demasiado.
—Es lo más normal en este tipo de situaciones —le dije a Eben—. No quiere decir que mi madre biológica no me quiera o que no te quisiera a ti si te conociese. Simplemente no quiere conocernos, imagino que porque sabe que tú y yo ya tenemos nuestra propia familia y no quiere entrometerse.
Pero aquello no convenció a Eben, así que finalmente decidí complacerlo y escribí a una asistente social llamada Betty, que trabajaba en dicho organismo y me había ayudado otras veces con mis solicitudes. Pocas semanas después, una nevada tarde de viernes de enero de 2000, mientras Eben IV y yo íbamos en el coche de Boston a Maine para pasar un fin de semana esquiando, me acordé de que había quedado en llamar a Betty para saber si había hecho progresos. Marqué su número y respondió.
—Bueno, pues de hecho —anunció— sí que tengo noticias. ¿Está sentado?
Lo estaba y así se lo dije, sin añadir que, además, estaba conduciendo el coche en mitad de una nevada.
—Pues resulta, doctor Alexander, que sus padres biológicos acabaron casándose.
Sentí que el corazón me daba un vuelco y la carretera por la que circulábamos se volvía de repente borrosa y lejana. Aunque sabía que mis padres eran novios, siempre había asumido que después de darme en adopción sus vidas habrían seguido caminos separados. Al momento apareció una imagen en mi cabeza. Una imagen de mis padres y del hogar que habían formado en alguna parte. Un hogar que yo nunca había conocido. Un hogar… al que no pertenecía.
Betty interrumpió mis ensoñaciones:
—¿Doctor Alexander?
—Sí —respondí lentamente—. Aquí estoy.
—Hay algo más.
Para sorpresa de Eben, detuve el coche a un lado de la carretera antes de decirle que continuara.
—Sus padres tuvieron tres hijos más: dos niñas y un niño. Me he puesto en contacto con la hermana mayor y me ha contado que la más pequeña murió hace dos años. Sus padres siguen de luto por su pérdida.
—¿Y eso significa que…? —pregunté tras una dilatada pausa, aún aturdido, incapaz de asimilar todo lo que me estaba contando.
—Lo siento, doctor Alexander, pero así es, significa que no quieren ponerse en contacto con usted.
Eben se removió en el asiento detrás de mí, a todas luces consciente de que había sucedido algo importante pero incapaz de adivinar lo que era.
—¿Qué pasa, papá? —inquirió después de que yo colgara.
—Nada —contesté—. La agencia aún no sabe gran cosa, pero están trabajando en ello. Puede que más adelante. Tal vez…
Pero no acabé la frase. En el exterior, la tormenta estaba arreciando de verdad. No veía más allá de cien metros entre los árboles bajos y blancos que nos rodeaban. Metí la marcha y, tras escudriñar con todo cuidado el retrovisor trasero, volví a la carretera.
En un instante, la visión que tenía de mí mismo había cambiado por completo. Tras la llamada seguía siendo, claro está, el mismo de antes: un científico, un médico, un padre y un marido. Pero también me sentía, por primera vez en toda mi vida, como un huérfano. Alguien a quien han abandonado. Alguien a quien no han querido plenamente, al ciento por ciento.
Realmente, antes de aquella llamada nunca había pensado en mí mismo de aquel modo, como una persona segregada de sus orígenes. Nunca me había definido por algo que había perdido y tal vez nunca pudiese recuperar. Pero de repente era la única parte de mí que podía ver.
Durante los meses siguientes, un mar de tristeza se abrió en mi interior. Una tristeza que amenazaba con anegar y tragarse todo lo que tanto me había esforzado por crear en mi vida hasta aquel punto.
Y encima, mi incapacidad para llegar al fondo de la razón que lo estaba provocando agravaba mi situación. En el pasado me había enfrentado otras veces a problemas que albergaba mi interior —carencias, tal como las concebía yo— y siempre los había corregido. En la Facultad de Medicina y en mis primeros años como cirujano, por ejemplo, formaba parte de una cultura donde la bebida, en cantidades apropiadas, era un hábito perfectamente tolerado. Pero en 1991 comencé a darme cuenta de que esperaba, tal vez con un pequeño exceso de impaciencia, la llegada del fin de semana y las copas que lo acompañaban. Decidí que había llegado la hora de dejar el alcohol por completo. Y no fue nada fácil. Había acabado por acostumbrarme más de lo que creía a la liberación que me proporcionaban esas horas de relax y sólo logré superar los primeros días de sobriedad gracias al apoyo de mi familia. Pues ahora me encontraba con otro problema del que, claramente, yo era el único culpable. Si necesitaba ayuda, no tenía más que pedirla. Así que, ¿qué era lo que me impedía ponerle remedio? No parecía normal que un simple hecho procedente de mi pasado —un hecho sobre el que, además, no tenía el más mínimo control— pudiera tener un efecto tan devastador sobre mí, tanto emocional como profesionalmente.
Así que intenté luchar. Y vi con incredulidad que cada vez me resultaba más difícil cumplir con mis obligaciones como médico, padre y marido.
Al comprender que estaba pasando por una crisis, Holley nos apuntó a una terapia de pareja. Aunque sólo comprendía en parte la causa de mi estado, me perdonó que hubiera caído en aquella sima de desesperación e hizo todo lo que pudo por ayudarme a salir. Mi depresión tuvo repercusiones sobre mi trabajo. Como es normal, mis padres eran conscientes del cambio que había sufrido y aunque sabía que también ellos me perdonaban, no soportaba que mi carrera como neurocirujano académico estuviera embarrancando mientras ellos no podían hacer otra cosa que mirar desde detrás de la barrera.
Sin mi participación, mi familia era incapaz de ayudarme.
Y finalmente pude constatar que esta nueva tristeza sacaba a la luz y luego se llevaba otra cosa: los últimos y casi inconscientes vestigios de esperanza que albergaba sobre la existencia de un elemento personal en el universo, alguna fuerza ajena a las leyes científicas que me había pasado años estudiando. En términos menos clínicos, se llevó mi fe en que pudiera existir un ser en alguna parte que me amara de verdad y se preocupara por mí, que pudiese oír mis plegarias y responder a ellas. Tras la llamada que había recibido en medio de aquella tormenta, la idea de un Dios amoroso y personal, en alguna medida mi derecho de nacimiento como miembro de una cultura que se tomaba lo divino con total seriedad, se desvaneció por completo.
¿Había alguna fuerza o inteligencia dedicada a velar por nosotros? ¿Que amase a los humanos con auténtica devoción? Fue una sorpresa darme cuenta de que, a pesar de todos mis años de instrucción y experiencia en el campo de la medicina, seguía profunda, aunque secretamente, interesado en esa pregunta… lo mismo que en la cuestión de mis padres.
Por desgracia, la respuesta a la pregunta de si existía un ser como ése era la misma a la de si mis padres biológicos volverían a abrirme sus vidas y sus corazones.
Y esa respuesta era no.