EL DOLOR
Lynchburg, Virginia, 10 de noviembre de 2008
Mis ojos se abrieron de pronto. En la oscuridad de nuestro dormitorio, me fijé en la luz roja del reloj de la mesilla de noche: las cuatro y media de la madrugada. Una hora antes de lo que solía despertarme para hacer mi trayecto de setenta minutos de duración entre nuestra casa de Lynchburg, Virginia, y la fundación Focused Ultrasound Surgery de Charlottesville, donde trabajaba. Mi esposa Holley seguía profundamente dormida a mi lado.
Tras casi veinte años como profesional de la neurocirugía académica en la zona de Boston, dos primaveras antes, en 2006, me había mudado con ella y el resto de la familia a las colinas de Virginia. Holley y yo nos conocimos en 1977, dos años antes de terminar la universidad. Ella estudiaba bellas artes y yo, medicina. Había salido un par de veces con mi compañero de habitación, Vic. Un día la trajo para presentármela, seguramente con la intención de alardear. Cuando se marchaban, le dije a Holley que volviese cuando quisiera y a continuación añadí que no hacía falta que lo hiciera con Vic.
En nuestra primera cita de verdad fuimos a una fiesta en Charlotte, Carolina del Norte. Tuvimos que hacer dos horas y media de ida y otras tantas de vuelta. Holley tenía laringitis, así que fui yo el que habló el 99 por ciento del tiempo. No me costó demasiado. Nos casamos en junio de 1980, en la iglesia episcopaliana de Windsor y al poco tiempo nos trasladamos a los apartamentos Royal Oaks en Durham, donde yo ejercía como residente en Duke. No era lo que se dice un palacio real y tampoco recuerdo que hubiese ningún roble. Apenas teníamos dinero, pero estábamos tan atareados y tan felices que tampoco nos importaba. Una de nuestras primeras vacaciones consistieron en un recorrido con tienda de campaña por las playas de Carolina del Norte. En este estado, la primavera es temporada de purrajas (unos bichos que pican) y nuestra tienda de campaña no ofrecía demasiada protección frente a ellas. Pero, aun así, nos lo pasamos en grande. Una tarde, mientras nadaba en Ocracoke, se me ocurrió un modo de pescar los cangrejos azules que nadaban entre mis pies. Llevamos un gran cubo de ellos al motel Pony Island, donde se alojaban unos amigos, y los preparamos a la parrilla. Había de sobra para todos.
A pesar de nuestra prudencia, al cabo de poco tiempo nos encontramos con que nuestras reservas de efectivo se habían reducido preocupantemente. Estábamos alojados en casa de nuestros amigos Bill y Patty Wilson y una noche nos dio por acompañarlos al bingo. Hacía diez años que él iba al bingo todos los martes de verano y no había ganado ni una sola vez. En cambio, Holley no había ido nunca. Llámalo suerte del principiante o intervención divina, pero el caso es que aquella noche ganó doscientos dólares… que a nosotros nos supieron como si fuesen cinco mil. El dinero nos permitió prolongar el viaje y disfrutarlo de manera mucho más relajada.
Me licencié en Medicina en 1980, el mismo año en que Holley se graduaba y empezaba a trabajar como artista y maestra. Realicé mi primera intervención quirúrgica en solitario en 1981, en Duke. Nuestro primer hijo, Eben IV, nació en 1987 en la maternidad Princess Mary de Newcastle-Upon-Tyne, al norte de Inglaterra, donde yo estaba estudiando el sistema cerebro-vascular con una beca, y nuestro segundo hijo, Bond, nació en el hospital Brigham & Women’s de Boston en 1998.
Los quince años que pasé trabajando en la Facultad de Medicina de Harvard y en el hospital Brigham & Women’s fueron maravillosos. Nuestra familia guarda un recuerdo fabuloso del período que vivimos en la zona de Boston. Pero en 2005, Holley y yo decidimos que era hora del volver al sur. Queríamos estar más cerca de nuestras familias y lo vimos como una oportunidad de tener más autonomía que en Harvard. Así que en la primavera de 2006 empezamos de nuevo en la ciudad de Lynchburg, en las colinas de Virginia. Y no tardamos demasiado en acomodarnos al tipo de vida más relajado que ambos habíamos conocido durante nuestra juventud en el sur.
Por un momento permanecí allí inmóvil, tratando de determinar qué era lo que me había despertado. El día anterior —un domingo— había sido despejado, soleado y un poco fresco, el clásico tiempo de finales de otoño en Virginia. Holley, Bond (que tenía diez años por entonces) y yo habíamos ido a una barbacoa en casa de un vecino. Por la tarde hablamos por teléfono con nuestro hijo Eben IV, que en ese momento contaba veinte años y estudiaba en la Universidad de Delaware. La única sombra del día había sido el pequeño virus respiratorio que Holley, Bond y yo arrastrábamos desde la semana anterior. Poco antes de meterme en la cama había empezado a dolerme la espalda, así que me había dado un baño caliente, que pareció aplacar mi sufrimiento. Me pregunté si me habría despertado tan temprano porque el virus seguía acechando dentro de mi cuerpo.
Me moví ligeramente en la cama y una punzada de dolor recorrió mi columna vertebral de arriba abajo. Era mucho más intenso que la noche antes. Estaba claro que la gripe seguía allí, sólo que con fuerzas redobladas. Cuanto más despertaba, más empeoraba el suplicio. Como no podía volverme a dormir y sólo me faltaba una hora para empezar la jornada, decidí darme otro baño caliente. Me incorporé en la cama, puse los pies en el suelo y me levanté.
Al instante, el dolor subió otro peldaño en la escala de la agonía: ahora era una palpitación sorda y penetrante, alojada profundamente en la base de la columna. Sin despertar a Holley, me dirigí con paso delicado hacia el baño principal del piso de arriba.
Llené un poco la bañera y me metí en ella, convencido de que el agua caliente me aliviaría al instante. No fue así. Al cabo de un rato, cuando la bañera ya estaba medio llena, me di cuenta de que había cometido un error. Además de que el dolor estaba agravándose por momentos, era tan intenso que temía tener que despertar a Holley a voces para que me ayudase a salir de allí.
Me sentía completamente ridículo en aquella situación, así que alargué los brazos y me agarré a una toalla que colgaba de un toallero, justo encima de mí. La llevé hasta el borde para que el toallero no corriera tanto riesgo de romperse bajo mi peso y, con delicadeza, comencé a tirar de ella para levantarme.
Otra punzada de dolor me atravesó la espalda, esta vez tan intensa que se me escapó un gemido. Definitivamente, no se trataba de la gripe. Pero ¿qué otra cosa podía ser? Tras salir con gran trabajo de la bañera y ponerme el albornoz de felpa morado, regresé lentamente al dormitorio y volví a tenderme sobre la cama. Una película de sudor frío me cubría el cuerpo.
Holley despertó y se volvió hacia mí.
—¿Qué pasa? ¿Qué hora es?
—No lo sé —dije—. Me duele muchísimo la espalda.
Holley comenzó a darme un suave masaje. Para mi sorpresa, eso me hizo sentir un poco mejor. En términos generales, los médicos no son buenos pacientes y yo no soy una excepción. Por un momento pensé que el dolor —y lo que quiera que lo provocaba— iba a comenzar a remitir. Pero a las seis y media de la mañana, hora a la que solía marcharme a trabajar, seguía prácticamente paralizado por el dolor.
Bond entró en el dormitorio una hora más tarde, intrigado por mi presencia en casa.
—¿Qué sucede?
—Tu padre no se encuentra bien, cariño —contestó Holley.
Yo seguía tumbado en la cama, con la cabeza apoyada en la almohada. Bond se me acercó y comenzó a acariciarme suavemente las sienes.
Su contacto provocó algo parecido a un relámpago en mi cabeza, el peor que había experimentado hasta entonces. Chillé. Sorprendido por mi reacción, mi hijo retrocedió de un salto.
—No pasa nada —lo tranquilizó Holley, a pesar de que estaba claro que pensaba lo contrario—. No has sido tú. Es que papá tiene un dolor de cabeza espantoso. —Y entonces añadió en voz baja, más como una reflexión para sí misma que como una pregunta para mí—: No sé si llamar a una ambulancia…
Si hay algo que los médicos detestan más que estar enfermos, es visitar Urgencias en calidad de pacientes. Me imaginé la casa llena de enfermeros, las preguntas preceptivas, el traslado al hospital, el papeleo… Pensé que en algún momento empezaría a sentirme mejor y lamentaría haber llamado a la ambulancia.
—No, no pasa nada —repuse—. Me duele, pero en seguida se me pasará. Ayúdalo tú a prepararse para ir al colegio.
—Eben, en serio, creo que…
—Me pondré bien —la interrumpí, con la cara aún enterrada en la almohada. Seguía literalmente paralizado por el dolor—. De verdad, no hace falta llamar a Urgencias. No estoy tan enfermo. Sólo es un espasmo muscular en la parte baja de la espalda y un poco de dolor de cabeza.
A regañadientes, Holley se llevó a Bond al piso de abajo y le dio de desayunar antes de llevárselo a casa de unos vecinos para que cogiese desde allí el autocar del colegio. Mientras mi hijo salía por la puerta principal, se me ocurrió que si lo que me estaba pasando era algo serio y al final terminaba en el hospital, quizá no pudiese verlo aquella tarde después de sus clases. Así que, sacando fuerzas de flaqueza, exclamé con voz cascada:
—Que lo pases bien en el cole, Bond.
Cuando regresó Holley, yo ya estaba perdiendo la conciencia. Mi mujer creyó que sólo estaba quedándome dormido, así que me dejó descansar y bajó a llamar a algunos de mis colegas para recabar su opinión sobre mi estado.
Dos horas después, considerando que ya había descansado bastante, subió para comprobar cómo estaba. Al abrir la puerta del dormitorio me vio allí tendido sobre la cama, como antes. Pero entonces me examinó mejor y se dio cuenta de que mi cuerpo no estaba relajado, sino rígido como una tabla de madera. Encendió la luz y pudo ver que me convulsionaba violentamente. La mandíbula inferior sobresalía de manera antinatural y mis ojos, abiertos como platos, daban vueltas alrededor de las órbitas.
—¡Eben, dime algo! —chilló.
Al ver que no respondía, llamó al teléfono de Urgencias. La ambulancia tardó menos de diez minutos en llegar y los enfermeros me subieron a ella y me trasladaron al hospital general de Lynchburg.
De haber estado consciente, podría haberle dicho a Holley qué era exactamente lo que estaba sucediendo en la cama durante los aterradores momentos que pasó esperando la ambulancia: un ataque en toda regla, provocado sin duda por algún shock extremadamente grave sufrido por mi cerebro.
Pero, lógicamente, no pude hacerlo.
Durante los siete días siguientes, sólo estaría presente con Holley y el resto de mi familia en mi forma corporal. No recuerdo nada de lo que sucedió en este mundo durante aquella semana y he tenido que recurrir a los demás para conocer la parte de esta historia que transcurrió allí mientras yo estaba inconsciente.
Mi mente, mi espíritu —como queráis llamarlo, la parte central y humana de mí, en cualquier caso— se había perdido en otra parte.