A Guillermo y sus amigos los Proscritos, les parecía ya que el colegio había sido un lugar muy pacífico hasta que Alberto compareció en escena. Alberto era el sobrino del rector, que había ido al colegio aquel a pasar un curso nada más (lo que, a algunos de sus compañeros, les parecía bastante tiempo o demasiado), y paraba en casa de su tío. Por desgracia, asistía a la misma clase de Guillermo. Todo el mundo —menos Guillermo y sus compañeros de clase— estaban de acuerdo en que Alberto era encantador. Tenía una sonrisa hermosa y no menos hermosos modales. Más de una vez se lo oía decir a las personas de edad, que debía de tener un alma muy bella también. Recitaba poesías horas enteras sin parar. Tenía una conciencia hermosísima. Era su hermosa conciencia lo que más molestaba a los Proscritos. Su hermosa conciencia le obligaba, constantemente, a contarle a su tío todo lo que él creía que su tío debía saber. Y las cosas que él creía que su tío debía saber, eran, precisamente, aquellas que los Proscritos opinaban que no debía saber. Por ejemplo, Alberto creía que su tío debía saber que los Proscritos tenían ratas blancas en los pupitres, mientras que, a ellos, les parecía completamente innecesario que lo supiera. Otra vez, la hermosa conciencia de Alberto le obligó a decir a su tío que habían sido los Proscritos los que habían cosido las mangas de la toga tan bien, que tuvo que pasarse toda una mañana sin ponérsela; cosa que tampoco creían los Proscritos necesario que supiese.
Alberto pensó que su tío debía de saber que eran los Proscritos quienes, cuando se estaba celebrando en la escuela una reunión, habían cambiado de sitio todos los cartelitos impresos con las palabras: «Al cuarto del comité», de manera que el comité, después de dar vueltas por los pasillos, se había encontrado por fin, en un cuarto de los sótanos. Todas estas cosas se las comunicaba Alberto concienzudamente a su tío y este se encargaba de castigar a los Proscritos. Al tío, la verdad sea dicha, no le hacía mucha gracia la hermosa conciencia de Alberto; pero no podía resistir la tentación de hacer que se las pagaran los Proscritos. Había sufrido demasiado tiempo en silencio (relativo), las fechorías de los muchachos. Siempre le había resultado tan difícil demostrar que los Proscritos eran culpables de los desmanes, que él sabía eran autores, que le costaba trabajo resistir la tentación de aprovechar las pruebas que el concienzudo Alberto le iba proporcionando día tras día. El resultado de esto fue que el advenimiento de Alberto coincidió con un período de lo que los Proscritos consideraban como inmerecida persecución. A veces, al salir del colegio, camino de casa, los Proscritos idearon planes para vengarse de Alberto, pero nunca los llevaron a la práctica porque los Proscritos templaban la osadía con la prudencia. Un ataque en masa contra Alberto hubiera resultado muy divertido; pero lo entrevista con el tío de Alberto corolario obligado del ataque, no lo sería tanto. Los Proscritos sentían un profundo respeto por el brazo derecho del tío de Alberto. Habían entrado en contacto con él muchas veces, conocían de sobra su fuerza y sabían que no se le podía provocar impunemente.
—Lo que viene a resultar —dijo Guillermo, indignado, cuando regresaban a casa discutiendo la situación—; lo que viene a resultar que no podemos hacer nada emocionante mientras ande él por aquí… No podemos hacer nada.
—Ayer —asintió Pelirrojo, desconsolado—, fue y le dijo al rector que había sido yo quien le había metido el erizo en el pupitre al señor Hopkins.
Una sonrisa de gozo se dibujó en los labios de Guillermo.
—Tuvo gracia, ¿verdad? —dijo—. Eso de mirar cómo metía la mano en el pupitre, sin mirar, para sacar la regla y luego ver la cara que puso…
Pelirrojo hizo una mueca.
—Sí —contestó—; seguramente te parecería gracioso a ti. A mí me hacía gracia ayer también; pero tú no tuviste que entrevistarte con él esta mañana. Y Alberto se estuvo riendo de mí después…
—No os preocupéis —murmuró Enrique, consolador—, ya sólo tendremos que aguantarle unas semanas. Se marcha al acabar el curso.
—Lo que a mí me preocupa —dijo Guillermo, lentamente—, lo que a mí me preocupa es que se vaya a fin de curso sin que le haya ocurrido nada. Quiero decir que no está bien que ande dando tanto quehacer y que luego se marche sin que le haya ocurrido nada…
—Démonos por satisfechos con que se vaya —dijo Douglas, filosóficamente—, y no nos preocupemos de si le pasa algo o no. Conformémonos con que nos dejen de ocurrir cosas a nosotros.
—Además —agregó Enrique—, si le llegásemos a hacer algo… ya sabéis lo que es… se lo dirá a él y seguiría riéndose de nosotros. Ya sabéis cómo es…
—Sí —contestó Guillermo, triste y pensativamente—; ya sabemos cómo es; pero… pero parece una lástima, eso es lo que digo…
* * *
Fue la esposa del Pastor protestante quien primero propuso la cabalgata; pero, una vez sugerida, la idea echó raíces en el pueblo. La señora Bott, del mayorazgo, la patrocinó y lo mismo hicieron la señora Lana, la señora Franks, la de Robinson y todas las demás.
Empezaron a prepararse las cosas. Los muchachos del pueblo contemplaron los preparativos con apatía. Desde el primer momento se había dicho que no figuraría ningún niño en la cabalgata. Las actividades de los Proscritos pudiera ser que tuvieran algo que ver con la desconfianza que a las personas mayores del pueblo inspiraban los muchachos en general.
Guillermo y los Proscritos trataron el asunto con aire de desdeñosa superioridad.
—¡Una cabalgata! —exclamó Guillermo con desprecio—. ¡Hu! ¡Una cabalgata! ¡Vestirse con ropa estúpida y hacer una procesión! Son una recua de personas mayores estúpidas. ¡Hu! Apuesto que haría yo una cabalgata mucho mejor que esa si quisiera. Apuesto a que sí. Bueno, pues lo que es yo no tomaría parte en ella aunque me lo pidiesen. Me alegro que no me lo hayan pedido, porque no hubiera ido aunque lo hubiesen hecho.
No por ello se sintió menos desconcertado y molesto en su fuero interno, cuando supo que, a pesar del boicot que se le había hecho a los niños, Alberto había de figurar en la cabalgata. Alberto había de hacer de paje de la reina Isabel.
La reina Isabel era la señora Bertram de «Los Tilos». Era una recién llegada al pueblo y su característica más saliente consistía en el parecido que tenía a la reina Virgen según la representaban en sus más famosos retratos. La señora consideraba el parecido una gran virtud social y nunca se cansaba de hacérsela notar a todo el mundo. En realidad había sido la propia señora Bertram la que le había propuesto a la esposa del Pastor que se hiciera la cabalgata. Y, a pesar de la mala gana de la comisión y del boicot declarado a los niños, la señora Bertram había insistido en que se le proporcionase un paje.
—Nunca… ah… hemos hallado prudente hacer uso de los niños —objetó la esposa del Pastor con cierto misterio.
—Pero… ¡si donde yo vivía antes —objetó la señora Bertram con indignación— siempre hemos empleado los niños en las cabalgatas…! Sin excepción. ¡Tienen algo tan hermoso y tan romántico los niños…!
Quizá sea innecesario explicar que la señora Bertram nunca había tenido hijos.
La esposa del Pastor carraspeó y volvió a hablar, con cierto misterio aún.
—Quizá —dijo—. Pero en este pueblo, se han echado a perder por completo las cosas en dos p tres ocasiones por la presencia de ciertos niños.
—Los niños de este pueblo —agregó la señora Franks, con no menos misterio—, parecen, no sé por qué, llevar la mala suerte a todo aquello en que toman parte ellos…
Alguien pareció murmurar, en segundo término, las dos palabras «Guillermo Brown» y entonces cambiaron todas de conversación.
Pero al día siguiente la señora Bertram vio a Alberto y se enamoró de él inmediatamente. Le halló «adorable» y en la siguiente reunión de la comisión de festejos, anunció su inquebrantable determinación de usarle como paje.
—Es preciso —aseguró—; es preciso que tenga un paje y ese niño es adorable en extremo. Estará encantador vestido de satén blanco.
—Oh, ese es buen chico —contestó la esposa del Pastor con alivio—; no habría inconveniente en llevarlo a él. Era por… (volvió a bajar la voz y hablar con misterio), era por algunos otros.
Conque quedó decidido que Alberto sería el paje de la reina Isabel.
Alberto recibió el honor con complacencia. Él, como la señora Bertram consideraba que era eminentemente apropiado para desempeñar semejante papel. Además, el hecho de que fuera él, el único niño en el pueblo que se admitiese en la cabalgata, le llenaba de regocijo. Mientras que seguía conservando sus modales encantadores cuando trataba con las personas mayores, empezó a darse más y más tono con los de su edad. Estaba gozando de su posición de supremacía sobre los Proscritos. Tenía el convencimiento (y no se equivocaba) de que Guillermo, a pesar del desdén de que hacía alarde, hubiera dado cualquier cosa por salir en la cabalgata. Le dirigió una sonrisa muy dulce a Guillermo, en público, mientras que, en privado, comunicó a su tío que Guillermo era el que había introducido el ratón en la clase de dibujo y el que había metido el puñado de petardos en la estufa de antracita…
Alberto se reunió con Guillermo en el patio mientras este y los Proscritos jugaban «al paso y la uva» a la hora del recreo.
—¡Hola, Guillermo! —dijo en alta voz y con su acostumbrada dulzura.
Siempre fingía gran amistad hacia Guillermo y los Proscritos.
Guillermo, echando mano de todas sus fuerzas, saltó por encima de Pelirrojo y Douglas, aterrizó de narices, se levantó, dijo «¡Atiza!» en un tono que expresaba una mezcla de orgullo por su hazaña y de preocupación por el estado de su nariz, e hizo caso omiso de Alberto y de su saludo.
—Habrás oído hablar de la cabalgata que se va a hacer en el pueblo, ¿verdad? —prosiguió Alberto, con su sonrisa más encantadora.
Guillermo se dirigió a los Proscritos, como si no hubiera visto ni oído a Alberto.
—Apuesto a que soy capaz de saltar por encima de tres de vosotros —se jactó—. Anda, Enrique, agáchate al lado de Pelirrojo y de Douglas y apuesto a que me salto a los tres.
—Decidieron no admitir niños al principio —prosiguió Alberto, tranquilamente—; pero, a última hora, van a usar un muchacho solo, para que haga de paje de la reina Isabel. Ese muchacho soy yo.
Pelirrojo, Douglas y Enrique se agacharon. Guillermo se alejó un poco, tomó carrerilla, dio un salto enorme y… aterrizó encima de Douglas y de Enrique. Los Proscritos se desenredaron. La nariz de Guillermo que había entrado en violento contacto, por segunda vez, con el asfalto del patio, empezó a sangrar copiosamente. Guillermo se llevó a ella un pañuelo mugriento, saturado ya de tinta y barro, y observó con interés, el efecto de la introducción del nuevo colorido.
Douglas estaba asegurando, con gran indignación, que Guillermo le había roto el cuello y Enrique acusaba a Pelirrojo de haberle modificado por completo la forma de la cabeza, por habérsele sentado, violentamente, sobre ella, contra el asfalto. Se insultaron unos a otros con verdadera imparcialidad.
—¡Mira que decir que podías saltar por encima de los tres y luego caer sobre nosotros así…! ¡Te digo que tengo el cuello roto! ¡Lo estoy notando!
—No estarías vivo si te hubieses roto el cuello.
—Es muy probable que no viva mucho rato. Me siento casi como si estuviera muriendo ahora.
—Bueno, os debéis de haber separado todos antes de que de que empezara a saltar… y, fijaos en mi nariz… no puedes tú tener tan mal el cuello cuando ni siquiera estás echando sangre.
—Tú no sabes el gusto que da que se le sienten a uno en la cabeza. Me ha aplastado las orejas de una manera terrible.
—Mejor; las tenías demasiado separadas.
Se volvió a oír la dulce, paciente y caballerosa voz de Alberto:
—Voy a ser paje de la reina Isabel. Seré el único muchacho que figure en la cabalgata.
—Probaré otra vez —dijo Guillermo agarrándose aún la nariz con el pañuelo—. Apuesto a que lo hago esta vez. No me alejé lo bastante la primera vez antes de empezar y apuesto a que si me alejo lo bastante y vosotros os juntáis más, podré saltar por encima de los tres.
—No, gracias —contestó Pelirrojo agarrándose el cuello con las manos—. No pienso dejar que me saltes encima otra vez con el cuello roto.
—Ni yo —dijo Douglas—, con las orejas aplastadas.
Se había formado un grupo de muchachos alrededor suyo.
Alberto volvió a alzar la voz:
—¿No quisieras ser tú el que fueras a la cabalgata en mi lugar, Guillermo? —inquirió.
Guillermo, desgreñado, con el cuello desabrochado y sangrándole aún la nariz, se volvió y le miró con profundo desprecio.
—¡Hu! —exclamó—. Tú crees que vas a ir en la cabalgata, ¿eh? ¡Hu! Bueno, pues permíteme que te diga que no irás. Y te crees que yo no iré, ¿eh? Pues permíteme que te diga que yo sí iré.
Fue una declaración bomba. Hubo un silencio de muerte. Todo el mundo miró a Guillermo con sorpresa. Luego Alberto se echó a reír.
—No te enfurezcas así conmigo, Guillermo —dijo—. No fui yo quien le dijo a tu tío que habías metido tú el ratón en la clase de dibujo.
En aquel momento sonó la campana que ponía fin al recreo.
Nadie había quedado más sorprendido por la declaración de Guillermo que el propio Guillermo en persona. La verdad era que le escocía que hubiese sido escogido Alberto para la cabalgata. De habérselo pedido a él primero que hiciese de paje en la cabalgata, su indignación y su desprecio no hubieran conocido límites. Pero el hecho de que no se admitiera a niños le producía tanta indignación como le hubiese producido el que le hubieran obligado a él a tomar parte en ella. Y la noticia de que se había hecho una excepción a favor de Alberto —y de Alberto sólo— se le antojaba un insulto.
Pero, hasta que Guillermo vio la cara de sus compañeros de colegio, impresionados, a pesar suyo, por su solemne profecía, apenas se había dado cuenta de lo que había dicho. Su única intención había sido darle una respuesta aplastante al impertinente Alberto. Se dio cuenta de que había lanzado un reto que tendría que justificar, o perder, para siempre, su prestigio. Se pasó las dos clases siguientes (Geografía e Historia) mordiendo el lápiz, con fruncido entrecejo y preguntándose cómo rayos podría echar a Alberto de la cabalgata y meterse él. Sospechaba que, aun cuando lograra hacer echar a Alberto, él sería el último muchacho del pueblo en ser escogido para ocupar el puesto de paje. Estuvo tan quieto durante dichas clases, que los maestros de Geografía e Historia, al comparar notas, después, pensaron (sin que les causara pena alguna), que sentiría nostalgia de algo.
Cuando regresaba a casa en compañía de Pelirrojo, Douglas y Enrique, seguía pensativo. Después de una corta conversación acerca del estado de la nariz de Guillermo, el cuello de Pelirrojo y las orejas de Enrique y de si Guillermo podía haberles saltado o no, de haber tomado más carrerilla y de haberse juntado más los otros tres, y un breve comentario acerca de lo aburridas que habían resultado las clases de Geografía e Historia (el no haber suministrado Guillermo las diversiones de costumbre había hecho que sus compañeros de clase estuviesen resentidos), Enrique dijo, de pronto:
—Oye, Guillermo; eso que dijiste de que él no tomaría parte en la cabalgata no lo dirías en serio, ¿verdad?
Por nada del mundo hubiese abandonado Guillermo una posición después de haberla tomado.
—¡Claro que lo dije en serio! —exclamó.
—Bueno… y ¿cómo puedes tú evitar que vaya él y salir tú en su lugar? —preguntó Douglas con incredulidad.
Guillermo se valió del expediente de decir «¡Hu!», expresivamente, y agregó:
—Ya lo veréis.
Con gran consternación de Guillermo su profecía se corrió por todo el colegio y las opiniones se dividieron. Los secuaces de Guillermo apoyaban a Guillermo y los de Alberto a Alberto. Porque Alberto tenía secuaces, y muchos. A un muchacho que vive en tan cercana proximidad al rector y que padece de una conciencia tan hermosa como la de Alberto, no le faltan partidarios entre cierta clase de niños. A pesar de que, como hemos dicho, sólo se trataba de niños de cierta clase, eran partidarios muy entusiastas y muy admiradores suyos. Gozaban burlándose de Guillermo, desde detrás de los setos o desde el otro lado del muro de sus jardines.
—¡Bah! ¿Quién se ha creído que irá en la cabalgata? ¡Bah! ¿Quién se hace la ilusión de que va a ser paje? ¡Hu!
En tales ocasiones, Guillermo sacaba a relucir su famosa expresión inexpresiva y era, al parecer, sordo, mudo y ciego, de forma que el burlarse de él no resultaba muy divertido. Guillermo poseía el arte de conservar el rostro completamente impasible —con gesto casi imbécil— ante toda provocación. Siempre había sido este arte una de sus armas más poderosas. Cuando, los que de él se burlaban osaban salir a campo abierto, eso era otra cosa. Guillermo daba rienda suelta entonces a su expansión natural y a sus impulsos. Los secuaces de Guillermo le apoyaban lealmente. Tenían fe ilimitada en él.
—Claro que saldrá en la cabalgata —decían—. Ya lo veréis, si no.
Era cosa corriente por entonces ver a un partidario de Guillermo luchar con uno de los de Alberto, como único medio de que disponían para decidir si Guillermo ocuparía el lugar de Alberto en la cabalgata o no.
Los inmediatos asociados de Guillermo —los Proscritos— aun cuando su actitud oficial era de que no existía la menor duda de que Guillermo figuraría en la cabalgata y Alberto no, sentían, en su fuero interno, cierta aprensión.
—No veo yo cómo vas a poder meterte en la cabalgata —dijo Pelirrojo, con tristeza en el rostro y profundo desaliento.
Guillermo, aun en presencia de los Proscritos, conservaba su actitud de héroe que tiene fe en su estrella.
—Claro que iré —dijo, contoneándose—; tú espera y verás.
* * *
Pero en su fuero interno, Guillermo sentía aprensión también. El día de la cabalgata se aproximó. Alberto asistía ya a los ensayos y se estaba portando tan encantadoramente como de costumbre y no parecía existir la menor probabilidad de que fuese echado. Durante unos días, Guillermo hizo frenéticos esfuerzos para establecerse en la opinión general como la clase de muchacho que resultaría un buen paje; pero pronto lo dejó. Para él, resultaba la prueba demasiado dura y nadie más parecía darse cuenta de cambio alguno. Desterró, como imposible, el plan de hacer prisionero a Albertito y robarle el traje. El día de la cabalgata se acercaba más y más. Guillermo ya no veía en él más que un día de humillación. Le pesaba haber hecho tan temeraria profecía, aun cuando en público, seguía afirmando lo mismo. Le importaba mucho menos, sin embargo, su propia humillación que la de sus fieles partidarios que tanto estaban luchando por él.
* * *
Había llegado el día de la cabalgata. Tenía que pasar esta por la calle del pueblo y los alumnos de la Escuela, Guillermo inclusive, habían de estar agrupados delante del colegio para tributarle una ovación. El único miembro del colegio que no se hallaría presente, sería Alberto, que figuraría en la cabalgata como paje de la reina Isabel. Alberto se había ido a pasar fines de semana a su casa y a buscar el traje de paje que su madre le había hecho. Estaba gozando del triunfo que había obtenido sobre Guillermo. Para que resultara más sabroso aún, le había dicho a su tío antes de marcharse, que era Guillermo el que había arrancado los asfódelos de su jardín durante la noche, plantando coles de Bruselas en su lugar. Guillermo tuvo una entrevista dolorosa con el rector a consecuencia de ello. Como daba la casualidad de que era uno de los pocos crímenes cometidos en los alrededores del que, en realidad, Guillermo no era culpable, se sintió, quizás, excesivamente amargado, olvidándose, como suele ocurrir en tales ocasiones, de cuantos crímenes había perpetrado con éxito sin recibir castigo alguno.
Echó a andar, carretera abajo, acompañado de Pelirrojo, Enrique y Douglas.
—Bueno —comentó Pelirrojo con un suspiro.
No había necesidad de preguntar qué quería decir con eso. Había llegado el día y la caída pública de Guillermo parecía inminente e inevitable.
—Sí —dijo Douglas, con amargura—; no sé por qué te has estado empeñando en decir todo este tiempo que tú ibas a tomar parte en la cabalgata.
—Sí —insistió Enrique, con calor—; ¿por qué dijiste una cosa tan estúpida?
—¡Queréis callaros! —gimió Guillermo, abandonando su «pose» heroica y cediendo al desaliento.
En aquel preciso momento vieron a Alberto subir por la calle en dirección a ellos, con un maletín en la mano. Se aproximó o los muchachos con su hermosa sonrisa.
—¡Hola! —dijo—. He estado en casa pasando fines de semana… Traigo la ropa de paje en este maletín. Tendré que darme prisa y mudarme o no estaré preparado a tiempo. Supongo que vosotros nos veréis posar, ¿verdad?
Dirigió una sonrisa significativa a Guillermo, cuyo rostro se había tornado ya inescrutable.
—Supongo que no tendremos más remedio —murmuró Pelirrojo, con aburrimiento.
—Lo he pasado muy bien en casa estos días —prosiguió Alberto que, al parecer, tenía unas ganas enormes de contárselo a alguien—. Un tío mío me llevó a una especie de función —prosiguió excitado— y vi a un hipnotizador… un hombre que hipnotizaba a la gente… ¿sabes…? y la gente hacía lo que él le mandaba.
—¿Cómo lo hacía? —preguntó Guillermo.
—Pues la miraba y le movía las manos y luego decía a todos que eran gatos, perros o conejos hasta que les ordenaba que pararan y, cuando volvían en sí, ya no se acordaban de nada.
Guillermo guardó silencio unos momentos. Luego preguntó, lentamente:
—Apuesto a que tú no podrías hacerme eso a mí.
—Apuesto a que sí, si lo probara —afirmó Alberto.
—Bueno; pues pruébalo.
Alberto, después de vacilar unos momentos, soltó su maletín e hizo varios pases, con las manos, por delante de la cara de Guillermo.
—Ahora eres un gato —dijo sin gran convencimiento.
Con gran sorpresa de los Proscritos y de Alberto, Guillermo se dejó caer inmediatamente, de rodillas y, apoyando las manos en el suelo, empezó a maullar. El rostro de Alberto se iluminó de placer.
—Ahora eres un perro —dijo.
Guillermo empezó a ladrar.
—Ahora eres un conejo —afirmó Alberto, lleno de orgullo y encantado.
Guillermo no sabiendo qué otra cosa hacer, movió la nariz.
—Ahora puedes quedar deshipnotizado.
Guillermo se levantó lentamente y parpadeó.
—No recuerdo haber hecho nada —dijo—. Apuesto a que no hice nada.
—¡Sí que hiciste! —exclamó Alberto excitado—. Sí que hiciste. Hiciste el gato, el perro y el conejo.
Se volvió hacia los demás Proscritos.
—¿Verdad que sí?
Enrique, Douglas y Pelirrojo aún no estaban muy seguros de lo que quería Guillermo que hiciesen, pero como estaban dispuestos a secundarle a ciegas, se limitaron todos ellos a mover, afirmativamente la cabeza.
—¿Lo ves? —exclamó Alberto en tono triunfal.
—No te creo —contestó Guillermo—; sea como fuere, vuelve a probar… prueba algo más difícil… gatos, perros y conejos es demasiado fácil… Intenta a ver si, puedes hacerme hacer algo que no sepa hacer normalmente. Normalmente no sé hacer la rueda.
Los Proscritos se quedaron boquiabiertos ante tamaño embuste. Pero Alberto se lo creyó. Estaba dispuesto a creer cualquier cosa. Estaba borracho con su éxito como hipnotizador. Volvió a hacer pases ante la cara de Guillermo y este adoptó la lánguida expresión que consideraba a propósito en un hipnotizado.
—Haz la rueda —ordenó Alberto.
Guillermo tomó carrerilla, se inclinó, apoyó las manos en el suelo e hizo la rueda seis veces seguidas.
—Ahora, queda deshipnotizado —dijo Alberto apresuradamente, deseoso de demostrar su completo éxito.
—¿Verdad que hizo la rueda? —dijo dirigiéndose a Douglas, Pelirrojo y Enrique.
Los tres movieron, afirmativamente la cabeza.
—Claro que no —dijo Guillermo, agresivo—. No te creo. Yo no sé hacer la rueda.
—Pero sabes hacerla cuando estás hipnotizado. Uno puede hacer cosas cuando está hipnotizado que no puede hacer cuando no lo está. Puedes hacerlo todo cuando estás hipnotizado. Yo soy hipnotizador —dijo Alberto, contoneándose—. Puedo obligar a cualquiera a hacer lo que yo quiera.
—Recuerdo que alguna vez leí algo del hipnotismo en un libro —dijo Guillermo, lentamente—. Decía que cualquiera puede hipnotizar a la gente que tiene cerca; pero que sólo un buen hipnotizador podía obligar a una persona a hacer algo donde él no pudiese verlo.
—Yo podría hacerlo —anunció Alberto, jactancioso—. Apuesto a que sí. Yo soy un buen hipnotizador.
—Yo no creo que me hipnotizaras siquiera —aseguró Guillermo, tranquilamente—. No recuerdo nada.
—Es que no se recuerda cuando ha estado uno hipnotizado —exclamó Alberto con paciencia—; ahí está la cosa… que uno no recuerda.
—Entonces, ¿cómo sé yo que me hipnotizaste?
Con su expresión de imbecilidad, Guillermo cogió el maletín y tiró calle abajo.
—Te vieron ellos —aseguró Alberto, indicando los testigos—. Le hipnoticé, ¿verdad que sí?
Los testigos, sin saber aún lo que quería su caudillo, volvían a afirmar con la cabeza.
—No os creo a ninguno —exclamó Guillermo, en tono de desafío—. Me estáis tomando el pelo todos. No me hipnotizó. Yo no hice de conejo ni ninguna de esas cosas que dice.
Alberto pataleó, casi llorando:
—¡Sí que lo hiciste…! ¡Sí que lo hiciste!
Era evidente que, en aquel momento, lo que más deseaba en este mundo era convencer a Guillermo de que poseía poder hipnótico.
—En el libro que leí —prosiguió Guillermo— decía que sólo los buenos hipnotizadores podían obligar a una persona a que hiciese algo con un maletín. Decía que esas eran las dos cosas más difíciles para un hipnotizador… obligar a una persona que hiciese algo donde él no pudiese verlo y obligar a alguna persona a hacer algo con un maletín… Pero no tenemos un maletín aquí (miró con desdén al maletín que contenía el traje de paje de Alberto). Ese es demasiado pequeño para ser un maletín. No serviría.
—Es un maletín y servirá —aseguró Alberto—; iría bien y apuesto a que podría obligarte a hacer algo con él.
—Apuesto a que no —dijo Guillermo—. Yo no creo que seas hipnotizador siquiera. ¿Sabes lo que te digo? Te creeré si…
—¿Si qué? —inquirió Albertito, con ansia.
—Si me puedes obligar a hacer las dos cosas más difíciles… obligarme a hacer algo con el maletín donde no puedas lograr verme hacerlo… ¿Sabes qué…?
Estas últimas palabras las dijo como si acabara de ocurrírsele una idea luminosa.
—¿Qué?
—Te creeré si puedes hacerme llevar este maletín calle abajo, entrar en el jardín de mi casa, dar la vuelta a la casa y volver aquí… y decirme que haga algo… cualquier cosa… para demostrarme que lo he hecho.
—Claro que puedo hacerlo —se jactó Alberto—. Puedo hacer todo eso con una facilidad pasmosa.
—Pues hazlo —le retó Guillermo.
Albertito volvió a hacer pases delante de la cara de Guillermo, quien adoptó de nuevo su expresión de hipnotizado.
—Coge el maletín —ordenó Albertito—, llévalo calle abajo, dale vuelta a tu casa y vuelve aquí y haz algo… cualquier cosa… que te convenza después de que has estado hipnotizado.
Con su expresión de imbecilidad, Guillermo cogió el maletín y tiró calle abajo. Los muchachos, le vieron entrar en el jardín de su casa y dirigirse a la parte posterior. Tras un corto intervalo volvió a aparecer, con el maletín aún y con la misma expresión de antes, aun cuando, quien se hubiera fijado bien, hubiera podido darse cuenta de que llegaba sin aliento. Se reunió con sus compañeros. Llevaba algo en las manos. En el rostro de Alberto se reflejaba una satisfacción sin límite.
—¡Vaya! ¡Lo hiciste! —gritó regocijado—. Ahora, deshipnotízate.
Guillermo adoptó su expresión normal y parpadeó.
—No lo hice —dijo—; yo te dije que no podrías obligarme a hacerlo.
—Pero… ¡si lo has hecho! —aulló Albertito.
Guillermo, abrió, lentamente, la mano y miró lo que tenía en ella.
—¡Atiza! —exclamó, como si se sintiera profundamente emocionado—. ¡Esta es la pelota de «Jumble», con la que estaba jugando en el jardín esta mañana! Yo sabía que estaba en el jardín. Conque debo haber estado allí.
—Pues ahora ya sabes que soy un hipnotizador —dijo Albertito contoneándose.
—Sí; ya sé ahora que eres un hipnotizador.
Pero en aquel momento dieron las dos en el reloj de la iglesia y Alberto, se acordó, de pronto, de que, además de ser hipnotizador, era el paje de la reina Isabel.
—¡Atiza! —exclamó cogiendo el maletín—, tendré que ir a mudarme o llegaré tarde.
Le dirigió una mirada maliciosa a Guillermo.
—¡Que te diviertas viendo la procesión! —dijo.
Y se fue corriendo.
Guillermo, Pelirrojo, Douglas y Enrique se quedaron mirándole.
Luego Guillermo dio media vuelta y, seguido de los otros, se dirigió rápidamente a su casa.
Albertito estaba en su alcoba examinando el contenido de su maletín. Le resultaba asombroso. Parecía ser, no el traje de un paje, sino el de un piel roja, y muy usado, por cierto. Sin embargo, sabía que su madre le había hecho un traje de acuerdo con las instrucciones de la señora Bertram. Quizás el paje de la reina Isabel usara tan extraño traje. Tal vez no vistiera, como los demás pajes. Sea como fuere, su madre y la señora Bertram debían de saber lo que se hacían. Las dos se habían puesto de acuerdo y no parecía haber ninguna otra cosa en el maletín. Nada, sólo aquello. Estaría bien. Fuera como fuese, no tenía más remedio que ponérselo. Debía de estar bien. Se lo puso… pantalón y chaqueta con fleco, de un color kaki, y un penacho de pluma. Se miró, dubitativo, en el espejo. Sí, parecía algo extraño; pero suponía que estaría bien. Seguramente lo habrían hecho de acuerdo a la época. Llevaría un traje así el paje de la reina Isabel… Raro… Muy raro… no lo había mirado hasta aquel momento y su madre se lo había hecho sin probárselo; pero, si él no hubiese sabido que se trataba de un traje de paje confeccionado por su madre de acuerdo con las instrucciones de la señora Bertram, hubiese creído que se trataba de un traje de piel roja. Ya se había retrasado demasiado, sin embargo. Se dirigió, apresuradamente, a la casa del Pastor protestante, donde habían de unirse los que tomaban parte en la cabalgata.
La señora Bertram había estado padeciendo ataques de nervios desde por la mañana. Era muy nerviosa la buena señora (aunque otras personas la hubieran llamado otra cosa menos agradable). La señora Bertram insinuaba con frecuencia, que el hecho de parecerse a la reina Isabel resultaba una tensión tan grande para el sistema nervioso, que personas de temperamento menos heroico que ella la hubieran hallado insoportable. Todo parecía haberle salido mal desde que empezó a prepararse para la cabalgata. En primer lugar, su vestido no estaba bien. Estaba segura de que tenía más vuelo del que debía tener. Hicieron falta seis o siete personas para calmarla. Luego el cabello estaba mal. No quería ponerse bien. Se acercó el peluquero a arreglarlo y, ella volvió a deshacerse el peinado y a ser víctima de otro ataque de nervios. Las seis o siete personas lograron con gran dificultad, calmarla otra vez y peinarla, aunque la buena señora aseguró que la suerte le era adversa y que iba a exigir daños y perjuicios al peluquero y que nunca había estado tan horrible en su vida. La señora del Pastor, con la mejor intención del mundo y sólo por tranquilizarla, le aseguró que sí había estado peor en otras ocasiones, lo que provocó otro ataque de nervios. Luego, temiendo que sus seis o siete consoladoras fueran a abandonarle, dijo que los zapatos no estaban bien. Dijo que su forma no era exacta y que le estaban demasiado grandes. Cuando sus seis o siete consoladoras la hubieron demostrado que no eran demasiado grandes, sufrió otro ataque de nervios y dijo que eran demasiado pequeños. Fue precisa toda la cabalgata para convencerla y tranquilizarla y dijo, por fin, que suponía que no tendría más remedio que ponérselos y que esperaba que nunca se vería obligada a sufrir más de lo que había sufrido aquel día y que la gente que no era nerviosa, no tenía la menor idea de cuán terriblemente sufría y que nadie se compadecía de ella y que sabía que estaba hecha una birria y que si así era cómo la iban a tratar, no volvería a salir en una cabalgata jamás. Luego empezó a padecer, de pronto, por la ausencia de su paje. Le tenía sin cuidado lo que dijese nadie. Ella no saldría sin su paje. Era un insulto esperar que lo hiciera. Sus consoladoras le aseguraron que Albertito llegaría a tiempo. Nunca se le había visto a Albertito llegar tarde a ninguna parte. A continuación; empezó a padecer por las medias de Alberto. Le había recalcado a la madre que debía llevar medias buenas de seda blanca que hicieran juego con su traje de satén y los zapatos y estaba segura de que, a última hora, se presentaría con medias corrientes. Si se presentaba con medias ordinarias de seda blanca, ella no saldría en la cabalgata. Se negaría a salir con un paje que llevara medias de seda corriente. Sería un insulto esperar que hiciere lo contrario…
Eran las dos y cuarto y aún no se había presentado. Ella le había dicho que estuviese allí a la una y media y, si no llegaba, ella no tomaría parte en la cabalgata. No daría un paso y les exigiría daños y perjuicios a todos. Se sentó en una silla, de espaldas a la puerta y tuvo otro ataque de nervios. Todos los componentes de la cabalgata se habían agrupado a su alrededor. Estaban llenos de ansiedad. Era hora de que saliera la procesión y no se había presentado el paje y comprendieron que no habría medios de convencer a Gloriana para que saliera sin él. La señora seguía sufriendo horriblemente.
—Mandaré aviso a casa de su tío, ¿quiere? —proponía el que desempeñaba el papel de sir Walter Raleigh, cuando se abrió la puerta y apareció en el umbral Albertito, disfrazado de piel roja.
Les dirigió una sonrisa muy dulce a todos.
—Siento mucho haber llegado tan tarde —dijo—. ¿Estoy bien?
—¿Eres tú, muchacho? —dijo la Reina Virgen en voz ronca, sin volver la cabeza.
—Sí —dijo Albertito—; siento mucho haber llegado tarde.
Los otros le miraban, paralizados de horror.
—¿Llevas medias de seda corriente? —preguntó Isabel, con hastío, sin volver la cabeza aún—. Estoy desgastada en cuerpo y alma con toda esta preocupación, esta ansiedad, esta responsabilidad… ¿tienes puestas medias de seda corriente, muchacho?
Albertito miró sus pantalones con flecos.
—No —contestó—; no llevo medias de seda corriente.
Evidentemente, Isabel seguía demasiado desgastada en cuerpo y alma para volver la cabeza. Se dirigió a los demás.
—¿Lleva medias de seda corriente? —preguntó.
Siguió, a sus palabras, un profundo silencio. Los demás aún contemplaban a Albertito, paralizados de horror.
La señora Bertram se volvió, lentamente. Vio a Alberto vestido de piel roja. Su rostro se contrajo de ira. Emitió un penetrante grito.
—¡Sinvergüenza! —exclamó—. ¡Eres un niño horrible!
Luego, con genio digno de la propia Reina Virgen, se abalanzó sobre el desgraciado Albertito y le abofeteó…
Los componentes de la cabalgata estaban desesperados. Albertito, aturdido y maltrecho, había huido, aullando, en dirección a su casa y la señora Bertram estaba sufriendo aún más que antes. Pasaba de un ataque de nervios a otro. Entretanto les informó que nada podría inducirla a salir en la cabalgata sin paje y que sería un insulto pedirle que hiciese lo contrario y que sería imposible conseguir un paje ya y que pediría daños y perjuicios a la madre del muchacho y que les exigiría daños y perjuicios a todos y que no se olvidaría jamás de aquello mientras viviese. Se pusieron a su alrededor ofreciéndole sal volátil, agua de colonia, compasión y consuelo. La apaciguaron, suplicaron y rogaron en vano. La señora Bertram seguía sufriendo. El que insinuara sir Walter Raleigh de buena fe que cediera su vestido a otra que no tuviera inconveniente en salir sin paje, la puso en tal estado de nervios, que sir Walter, tuvo que marcharse a otro cuarto para que el verle no aumentara sus sufrimientos.
—Está bien —dijo, sombrío—; puede exigirme daños y perjuicios y escribir a los periódicos contra mí (estas habían sido dos de las amenazas más inofensivas de la dama). A mí me tiene totalmente sin cuidado.
De pronto, cuando el caos, la desesperación y el sufrimiento habían alcanzado su culminación, se oyó un fuerte golpe en la puerta. La mujer del pastor fue a abrirla. En el umbral apareció un muchacho de cabeza cuadrada, pelo claro de punta y rostro bastante feo. Era Pelirrojo. Su expresión era una buena imitación de la cara inexpresiva de Guillermo.
—¿Necesitan ustedes un paje? —preguntó—; porque conozco yo a un niño que tiene traje de paje que no tendrá inconveniente en hacer de paje para ustedes.
—No me gusta su cara —dijo la señora Bertram— pero el traje está bien.
Guillermo había adoptado una expresión de imbecilidad…
Hubo un momento de silencio; luego preguntó alguien, con ansiedad:
—¿Dónde está? ¿Se tardaría mucho en hacerle venir? ¿Se podría poner el traje en seguida?
—Está aquí —contestó Pelirrojo—, y lo trae puesto.
Se metió dos dedos en la boca y emitió un silbido capaz de destrozarle los oídos a cualquiera.
Otro muchacho con traje de satén blanco, salió de las sombras y entró en el cuarto. Era Guillermo. Había adoptado una expresión de imbecilidad como protección contra las preguntas difíciles. Le miraron todos boquiabiertos. La señora Bertram dejó de sufrir bruscamente. En segundo término se le oyó gemir a la esposa del Pastor.
—¡Es ese muchacho! ¡Es ese terrible Guillermo!
Pero no había tiempo para hacer preguntas. La procesión iba a salir tarde ya. La señora Bertram le dirigió una mirada penetrante, de pies a cabeza. Los otros la miraron, conteniendo el aliento. Las medias eran de seda buena y el traje era perfecto.
—No me gusta su cara —dictaminó, por fin—; pero el traje está bien. Que venga.
Las calles por donde había de pasar la cabalgata estaban llenas de gente. Cerca de la escuela estaban agrupados los alumnos y entre ellos, Albertito, aturdido e iracundo. A su lado se hallaba Pelirrojo, que le estaba explicando la situación con mucha paciencia, por vigésima vez.
—¿Sabes, Albertito? Como eres tan buen hipnotizador, le hipnotizaste de una manera que no sabía lo que hacía. Le dijiste que fuera con la maleta y que hiciese algo que le convenciera de que había hecho lo que le decías… bueno; le hipnotizaste tan bien que hizo dos cosas en lugar de una. Cogió la pelota y cambió las cosas del maletín. Subió a su cuarto y las cambió por cosas suyas… mientras estaba hipnotizado y no sabía lo que hacía. Sólo estaba haciendo algo para demostrar que estaba haciendo lo que tú le habías mandado; pero no sabía lo que hacía porque estaba hipnotizado. Bueno, pues cuando volvió en sí y encontró el traje de satén donde antes había estado su traje de piel roja. (Douglas ha ido ahora a tu casa a recoger ese traje), no supo qué hacer. No sabía de dónde había salido, porque había estado hipnotizado al ponerlo allí. Cuando oyó que la cabalgata necesitaba un paje, pensó en ayudarles y se puso el traje de satén que no sabía de dónde había salido y fue a la casa… porque sabía que buscaban un paje y no sabía de dónde había salido el paje, porque estaba hipnotizado…
Pero, de pronto, se hizo un profundo silencio. La procesión se acertaba. La figura central era la señora Bertram, desempeñando el papel de reina Isabel. Detrás de ella iba Guillermo, su perro «Jumble», tan desarreglado como perro, como Guillermo, como niño. «Jumble» se había incorporado a la cabalgata al pasar esta por delante de la casa de Guillermo y no había habido manera de echarle. El aspecto de Guillermo había sido objeto de muchos comentarios desfavorables por el camino.
Lo menos que se había dicho de él, era: «Muy poco apropiado para el papel».
Y:
—¡Mira que escoger a ese niño cuando tenían a todos los niños del pueblo para escoger…!
Habían oído decir que iban a poner a Alberto… Hubiera sido mucho más acertado elegir un muchacho así.
—No tiene nada de romántico, ni medieval su rostro…
—¡Cuando me acuerdo de cómo perseguía a mi gato ayer…!
—¡Es tan feo!
—¡Y… ese perro tan horrible!
Pero, cuando llegó al lugar donde estaban agrupados los colegiales se oyó una ovación formidable. Sonaron vivas por todas partes y voces de «¡Bien, Guillermo!».
Guillermo no pudo permanecer del todo impasible ante aquello. Su rostro perdió la inescrutabilidad durante un segundo. Sonrió y se ruborizó como cualquier debutante.
Luego, adoptando, apresuradamente, de nuevo, su expresión de imbecilidad, siguió su camino…
F I N
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