UN DÍA DE TRABAJO PARA GUILLERMO

Guillermo y los Proscritos caminaban calle abajo cantando a coro y desafinando a más no poder. Era el primer día que pudiera llamarse de primavera de verdad. Los capullos reventaban, cantaban los pájaros (más armoniosamente que los Proscritos) y soplaba una brisa deliciosa. Los Proscritos iban de pesca. Llevaban al hombro sus cañas de fabricación casera y tarros de cristal con asas de cuerda. Iban a pescar en el arroyo del valle. Los tarros de cristal eran para meter la pesca, que consistía en minúsculos pececitos y otros bichos acuáticos. Pero los Proscritos, a pesar de las lecciones que les había dado la experiencia, aún tenían la esperanza de pescar algún día una trucha o un salmón, incluso, en el arroyo. Estaban completamente seguros de que frecuentaban el lugar peces gigantes, aun cuando nunca habían visto ninguno.

—Debajo de las piedras grandes —dijo Guillermo—, apuesto a que hay toda clase de cosas. Hay sitio para peces muy grandes debajo de las piedras.

—Un día les dimos vuelta y no encontramos ninguna debajo —le recordó Douglas.

Guillermo no perdía la fe tan fácilmente, sin embargo.

—¡Oh!, es que corren de un lado a otro —explicó vagamente—. Para cuando hemos dado la vuelta a una piedra para ver si están allí, se han largado a la siguiente, y cuando volvemos la siguiente, vuelven a la primera sin que los veamos; pero, en realidad, los hay. Apuesto a que los hay. Y apuesto a que pesco uno bien grande… un salmón o algo así… esta misma tarde.

—¡Uh-huh! —dijo Pelirrojo—; te daré seis peniques si pescas un salmón.

—Está bien. Y no te olvides. No empieces a decir luego que no habías dicho más que dos peniques, como cuando la rata de agua.

Esto dio lugar a una apasionada discusión, que duró hasta que llegaron al lugar conocido en el pueblo por el nombre de «La Caverna».

«La Caverna» se hallaba en las afueras del pueblo y unos creían que se trataba de una cueva natural, mientras que otros aseguraban que formaba parte de unas excavaciones antiguas.

Los Proscritos la creían lugar frecuentado por contrabandistas. Estaban convencidos de que los contrabandistas se reunían allí todas las noches. El hecho de que se hallara tan lejos del mar, no afectaba para nada su teoría. Como decía Guillermo:

—Apuesto a que celebran sus reuniones aquí porque nadie sospechará que estuviesen aquí. La gente los busca a la orilla del mar y ellos se burlan de la gente viniendo aquí y reuniéndose aquí, donde nadie los busca.

Por centésima vez exploraron la caverna, esperando encontrar alguna prueba de la visita de los contrabandistas —algo así como alguna botella de ron olvidada, uno de aquellos pañuelos de vívido colorido que sabían eran los que habitualmente llevaba un contrabandista en la cabeza, o un trozo de papel que contuviese el relato de la última hazaña de sus hombres o un mapa del distrito—. Por centésima vez buscaron en vano y acabaron mirando hacia una pequeña abertura que había en la roca por encima de su cabeza. La habían observado antes, pero no se habían preocupado gran cosa de ella. En aquella ocasión, Guillermo la miró con fruncido entrecejo y dijo:

—Apuesto a que podría pasar por este agujero y apuesto a que por ahí se va a un corredor (su fantasía corría que daba gusto), y que al final del corredor hay un sitio grande donde celebran sus reuniones… y apuesto a que están ahora mismo… todos ellos… celebrando una reunión.

Se puso de puntillas y acercó el oído al agujero.

—Sí —dijo—; creo que los oigo hablar.

—Vamos —murmuró Douglas, que tenía muy poca imaginación—; quiero pescar unos peces y aquí no hay contrabandistas después de todo.

A Guillermo le molestó la interrupción; pero, discutiendo y demostrando la presencia de los contrabandistas a satisfacción suya, sacó a su banda de la caverna y la condujo a la carretera real otra vez.

El tópico de los contrabandistas acabó por agotarse. Pasaban en aquel momento frente a una casa grande, estilo cuartel, que llevaba en proceso de construcción cerca de un año. La habían terminado por fin. Se veían cortinas en las ventanas y había muestras de que el lugar estaba habitado: una cuerda con ropa que ondeaba por la brisa en el jardín de detrás de la casa y una mujer que apareció, momentáneamente, en una de las ventanas.

Un muro muy alto cercaba el jardín.

—¿Qué será? —murmuró Enrique, pensativo—. Parece una cárcel.

—Tal vez sea un manicomio —dijo Pelirrojo—. ¿Para qué tiene una pared tan alta alrededor, si no es un manicomio?

Discutiendo animadamente el asunto, llegaban al arroyo.

—Ahora, pesca un buen salmón —le desafió Pelirrojo.

—Apuesto a que sí que lo pesco —aseguró Guillermo.

Durante un rato pescaron en silencio.

Luego Guillermo exhaló un grito de triunfo. Su anzuelo había enganchado algo debajo de una de las piedras grandes.

—¿Lo veis? —exclamó—. ¡Ya he pescado uno! Ya os lo dije.

—¡Apuesto a que no es un salmón! —dijo Pelirrojo, aunque con cierta emoción.

—Apuesto a que sí. Y si no es un salmón me… me… —tuvo una inspiración— me meteré por el agujero ese de la caverna, para que veas.

Tiró más fuerte.

La «pesca» salió.

Era una bota vieja.

Le acompañaron a la caverna. El agujero parecía excesivamente pequeño para un muchacho del tamaño de Guillermo. Se detuvieron debajo y lo miraron, pensativos.

—No tienes más remedio —afirmó Pelirrojo—. Dijiste que lo harías.

—Bueno, como queráis —contestó Guillermo con un gesto que andaba muy lejos de expresar su verdadero sentimiento—. Apuesto a que podré entrar con facilidad por ese agujerito y apuesto a que encontraré un sitio grande lleno de contrabandistas y de cosas de contrabando ahí dentro. Dame un empujón para arriba… así… ¡Uuuu! No empujéis tan fuerte… por poco me quitasteis la cabeza de cuajo… vamos… ¡Uuuu! ¿Sabéis que estoy entrando la mar de bien…? Está todo oscuro… es una especie de pasaje…

Guillermo había logrado pasar, milagrosamente, por el agujerito. Los Proscritos ya no veían en él más que las botas. Estas desaparecieron también al empezar el muchacho a deslizarse por el pasadizo. Por fortuna, se hizo un poco más ancho, después. Su voz llegaba hasta ellos débilmente…

—Está muy oscuro… parece un túnel… Voy a seguir hasta el fin, a ver qué encuentro… Bueno, pues si lo que pesqué no era un salmón, apuesto a que pescaré uno el día menos pensado…

Su voz se perdió en la distancia. Aguardaron con cierta ansiedad… no volvieron a oír ni ver nada más… A Guillermo parecía habérselo tragado por completo la roca.

Guillermo, lentamente y con fatigas (porque el hueco era tan pequeño que a veces, le rozaba la espalda y la cabeza), avanzó por lo que en realidad era poco más que una grieta. Se sentía poseído por completo por el espíritu de la aventura. Estaba deseando llegar a una caverna llena de hombres atezados, con pañuelos de color atados a la cabeza y aretes de oro en las orejas y bebiendo ron de contrabando o descargando balas de sedas de contrabando. De vez en cuando se detenía y escuchaba para ver si oía maldiciones, susurros o canciones de contrabandistas. Una o dos veces casi estaba seguro de haber oído algo. Siguió deslizándose hasta llegar a una cortina de maleza y salir a un prado. Se detuvo y miró a su alrededor. Se hallaba en el prado que había detrás de la caverna. La maleza cubría por completo el agujerito por donde había salido. Sentía alivio en parte y desencanto a la vez. Era bueno encontrarse al aire libre otra vez (el túnel le había dejado sabor a tierra en la boca). Sin embargo, él había esperado tener más aventuras de las que el túnel le había proporcionado. Pero se consoló diciéndose que aún pudiera ser que existieran. Exploraría mejor el túnel algún otro día. Tal vez ramificara de él algún otro túnel que condujera a la caverna de los contrabandistas. Entretanto, le había proporcionado una emoción bastante satisfactoria. Nunca había creído que pudiera pasar por aquel agujero en realidad. Y le había revelado aquello un secreto. El saber que el pasadizo conducía al prado resultaba emocionante. Miró a su alrededor otra vez. A pocos metros de distancia se hallaba el muro que cerraba la casa de que habían estado hablando. ¿Sería una cárcel, un asilo o… posiblemente un cuartel general bolchevique? Tenía unos deseos enormes de saberlo. Observó que había una puerta abierta en el muro. Se acercó y se asomó. Daba a un patio pavimentado que estaba desierto. La tentación resultó demasiado fuerte para Guillermo. Entró, cautelosamente. Seguía sin ver a nadie. Una puerta —la puerta de una cocina al parecer— estaba abierta. Caminando con mucha cautela aún, Guillermo se acercó. Decidió decir que se había extraviado si alguien le abordaba. Se daba cuenta de que su aspecto, después de haberse arrastrado por las entrañas de la tierra, no era como para inspirar mucha confianza a nadie. No obstante, su curiosidad y la posibilidad de aventura con que sus conjeturas habían dotado el edificio, resultaba un poderoso imán. En la cocina en cuestión había un muchacho, poco más o menos de la misma estatura de Guillermo, con mono azul, de pie junto a una gran mesa, limpiando cubiertos de plata.

Se miraron. Luego dijo Guillermo:

—¡Hola!

El muchacho estaba dispuesto, evidentemente, a ser amistoso. Replicó:

—¡Hola!

De nuevo se miraron en silencio. Esta vez fue el desconocido quien rompió el silencio.

—¿A qué has venido? —preguntó con hastío—. ¿Eres el chico del carnicero, del panadero o algo así? Hoy es el primer día que trabajo aquí, conque aún no sé quién es quién ¿Serás el lechero quizá?

—No.

—¿Vas pidiendo limosna?

—No.

Pero el tono del muchacho era amistoso, conque Guillermo entró, cautelosamente, en la cocina y se puso a mirar cómo trabajaba. El muchacho limpiaba los cubiertos con una pasta que fabricaba mediante el interesantísimo procedimiento de escupir en el polvo de limpiar. Guillermo le observó absorto. Ansiaba ayudarle.

—¿Vives aquí? —le preguntó para congraciarse con él.

—No, ¡soy el marmitón! He venido hoy por primera vez —y agregó—: Mal sitio.

—¿Es una cárcel? —preguntó Guillermo con interés.

El muchacho parecía mostrarse algo resentido por la pregunta.

—¡Tú sí que estás hecho una buena cárcel! —contestó con calor.

—¿Un manicomio?

Esto pareció enfadarle aún más al muchacho.

—Oye —replicó—, ¿a quién estás llamando tú manicomio?

—No me refería a ti —repuso Guillermo pacíficamente—. Tal vez será un sitio donde fabrican conspiraciones.

El muchacho volvió a dar muestras de hastío.

—No sé lo que fabrican —dijo—. He venido esta mañana por primera vez. Ellos se han ido a casa de la tía de el; pero el otro… ella sigue aquí, puedes estar seguro, haciendo sonar su timbre sin parar y no dejando a nadie en paz. No hubiese venido de haberlo sabido. La doncella se fue ayer, sin previo aviso. Ya estaba hasta la coronilla. Y sólo la cocinera… Bueno, yo no estoy acostumbrado a estar en sitios con sólo la cocinera y esa arriba tocando el timbre sin parar y volviendo a todo el mundo loco y los otros dos a casa de su tía. Este sitio no merece llamarse sitio, eso es lo que yo digo (escupió con rabia en el polvo). Sí, y cedo mi empleo a cualquiera.

—¿Me lo cedes a mí? —preguntó Guillermo con avidez.

Durante los últimos momentos el deseo de Guillermo de escupir en aquel polvo y hacer pasta y luego limpiar cubiertos con ella había ido creciendo, hasta el punto de convertirse en consumidora pasión.

El muchacho le miró con sorpresa y desconfianza, no muy seguro de si le decían aquello como insulto.

—¿Qué haces y de dónde vienes? —inquirió agresivo.

—He estado pescando. Y por poco pesqué un salmón.

El muchacho miró por la ventana. Seguía siendo el primer día verdadero de primavera.

—¡Caramba! —exclamó con envidia—. ¡Pescando!

Miró con disgusto su trabajo.

—¡Y yo haciendo esta porquería aquí! —agregó.

—Pues mira —propuso Guillermo—, tú sal a pescar y yo seguiré haciendo esa porquería.

El muchacho volvió a mirarle mudo de asombro.

—Sí —dijo por fin—; y te largarás con mi sueldo. ¡Quiá, hombre!

—No haré tal cosa —dijo Guillermo con énfasis—. No lo haré. De veras que no. Te lo daré. Yo no lo quiero. Sólo quiero (de nuevo miró, con envidia, lo que estaba haciendo el otro), sólo quiero limpiar cubiertos como lo estás haciendo tú.

—Luego hay que limpiar el automóvil con la manguera.

—Apuesto a que sé hacer eso —dijo—. ¿Y después?

—No lo sé; no me han dicho más que eso. La cocinera te dirá qué hacer después. Supongo que no se dará cuenta de que tú no eres yo, ya que he venido esta mañana por primera vez y ella ha tenido que pasarse la mañana corriendo de un sitio a otro con la otra llamando el timbre continuamente y no dejando en paz a nadie y habiéndose marchado ellos… Sea como fuere —acabó diciendo, en tono de desafío—, me tiene sin cuidado si se da cuenta. No es esta la clase de casa a que yo he estado acostumbrado y, por menos de nada, se lo diría a ellos en la cara.

Sacó un cordel del bolsillo, un alfiler del alfiletero que colgaba junto a la chimenea y luego miró con incertidumbre a Guillermo.

—Ya encontraré un palo por ahí cerca del arroyo —dijo—. Y no tardaré mucho. Apuesto a que estoy de vuelta antes de que la cocinera baje y… bueno: tú, ponte este mono y pon cara de parecerte a mí y no tardaré.

Se quitó el mono y salió. Guillermo le oyó cruzar, corriendo, el patio y cerrar la puerta, cautelosamente, al salir. Evidentemente se sentía seguro entonces. Se le oyó silbar al cruzar el prado.

Guillermo se puso el mono y se entregó a su emocionante trabajo. Ero todo lo emocionante que él se había figurado. Escupió, y mezcló y frotó, las manos y el mono, de pasta. Luego oyó que bajaba alguien del piso superior. Inclinó la cabeza sobre su trabajo. Por el rabillo del ojo vio entrar a una mujer obesa que llevaba un vestido de percal y un delantal.

—¡Cielos! —decía, como desesperada—. ¡Qué casa, Dios mío! ¡Qué casa!

En aquel momento sonó un timbre y, dando un gemido, la cocinera dio media vuelta y volvió a salir del cuarto. Guillermo prosiguió su trabajo. Empezaba a pasarse la novedad y comenzaba a sentirse cansado. Se distrajo haciendo dibujos en la vajilla con la pasta que había fabricado. Se tomó la mar de trabajo dibujando una cara cónica en la superficie de una tetera.

La cocinera volvió a bajar. Entró en la cocina gimiendo y fue llamada de nuevo al piso superior, inmediatamente, por otro timbrazo. Después de unos momentos volvió a bajar, gimiendo aún y quejándose.

—¡Cielos! —exclamó—. Primero pide leche caliente y luego dice que lo que quiere es leche fría y luego que quiere extracto de carne y a continuación sólo Dios sabe lo que quiere… Primero uno cosa y luego otra… Ya estoy harta. Primero se largan ellos a casa de su tía; después se despide Elena y tú… tú no eres gran ayuda que digamos… ¿eh? —(agregó sarcástica). Luego se fijó en su cara y dio un chillido—: ¿Qué te ha pasado?

—¿A mí? —preguntó Guillermo, sorprendido.

—Sí, has cambiado de cara de unos minutos a esta parte. ¿Qué te ha ocurrido?

—Nada.

—Pues entonces son mis nervios —exclamó la mujer en voz chillona—. Empiezo a ver las cosas mal. Y no me extraña… Bueno, pues ya no puedo más y me marcho a mi casa… ¡Vaya si me voy! ¡Ahora mismo…! Primero se larga Elena, luego ellos y esa que no me deja vivir tranquila… Y después tu cara, que cambia ante mis propios ojos… Tengo el sistema nervioso desquiciado, eso es lo que me ocurre, y ya estoy harta. Cuando la cara de la gente empieza a cambiar ante mis propios ojos, es señal de que necesito cambiar de ambiente y voy a hacerlo ahora mismo. Esa Elena no es la única que sabe largarse. ¡Escucha cómo toca el timbre! Y tú y tu cara cambiando… No es este sitio para mujer decente. Prueba tú ahora servirla y puedes decirles a ellos que me he ido y el porqué… ¡tú y tu cara!

Mientras hablaba se había ido quitando el delantal y se había puesto el sombrero y el gabán. Se quedó mirando a Guillermo un rato en desdeñoso silencio. Luego dirigió la mirada a las operaciones que estaba efectuando.

—¡Uf! —dijo con disgusto—. ¡So sucio! ¡Y tú te llamas marmitón! ¡Tú que cambias de cara cada minuto! ¿Qué te has creído que eres? ¿Un camaleón? ¡Y haciendo esas porquerías! ¿Estás desinfectando la vajilla o limpiándola?

En aquel momento se oyó tocar el timbre de nuevo.

—¡Escucha! —dijo la mujer—. ¡Fíjate! Bueno, me marcho. Acabé con esta casa. Y tú puedes quedarte o marcharte, como quieras. Les estaría bien empleado que volviesen y no se encontraran a nadie aquí. Le estaría muy bien empleado a «ella» que subieses a servirla y empezaras a cambiar de cara un poco para asustarla como me asustaste a mí. Le estaría bien. ¡Maldita sea su estampa…! ¡Y la de todos vosotros!

Salió de la cocina y dio un portazo. Luego salió por la puerta del patio y la cerró de golpe también. Después cruzó el prado y cerró la verja de otro portazo.

Guillermo miró a su alrededor. Volvió a sonar el timbre con rabiosa intensidad y se dio cuenta, con mezcla de aprensión y excitación que la misteriosa señora y él eran los únicos habitantes de la casa. El timbre siguió sonando sin parar.

Se situó debajo de la caja indicadora y vio agitarse el disco azul con interés. En el disco ponía: «Señorita Polliter». Luego recordó su siguiente obligación. Tenía que limpiar el automóvil con una manguera. Se animó al pensarlo.

El timbre seguía tocando con histérica furia, pero su sonido le tenía a Guillermo sin cuidado. Salió al patio a buscar el coche. Estaba en el garaje y, cerca de él, se hallaba la manguera.

Guillermo, emocionado por su descubrimiento, empezó a experimentar con la manguera. Encontró un grifo para dar y quitar el agua y mediante el cual podía graduarse la presión. Hizo experimentos con él durante un rato. Resultaba aún más fascinador que el limpiar vajilla. Había un agujerito cerca de la extremidad de la manguera, por donde se escapaba el agua en forma de surtidor. Guillermo limpió el automóvil, dirigiendo el chorro de agua contra él de cualquier manera, dibujando serpientes con la manguera. Inundó el coche durante un cuarto de hora, regocijado… Aún seguía oyéndose el timbre en la casa; pero Guillermo no le hizo caso. Estaba enfrascado, en cuerpo y alma, en la manipulación de la manguera. Transcurrido un cuarto de hora, soltó la manguera y fue a examinar el coche. Había hecho su trabajo demasiado bien. No sólo chorreaba el coche por fuera, sino por dentro. Había charcos de agua en el suelo, delante y detrás. Estaban encharcados todos los asientos. Demasiado tarde se dio cuenta de que debía de haber hecho uso de un poco más de discreción. Sin embargo —se dijo optimista, se secaría con el tiempo.

Miró a su alrededor. Quizá fuera una buena idea limpiar las paredes del garaje, ya que se había metido a limpiar. Parecían bastante sucias.

Dirigió el chorro de agua contra las paredes. Casi resultaba más fascinador que limpiar el coche. El agua rebotaba de la pared de una forma deliciosa. Podía dar vueltas a la manguera en todas direcciones. Podía hacer un gigantesco surtidor, disparando el agua de lleno contra el techo. Después de unos momentos de tan emocionante ocupación, empezó a experimentar con el grifo regulador. Depositando la manguera en el suelo, hizo girar el grifo en una dirección hasta conseguir que saliera un hilillo de agua nada más; luego dio en dirección contraria hasta que empezó a salir un torrente. El torrente era más emocionante, pero menos manejable. Conque intentó cerrar el grifo otra vez; pero no pudo. Hizo esfuerzos, en vano. El torrente siguió saliendo con la misma violencia.

Quedó un poco desconcertado al hacer tal descubrimiento. Buscó a su alrededor un martillo o algo que emplear para cerrar el grifo; pero nada encontró. Decidió volver a la cocina y buscar algo allí. Se dirigió, chorreando, a la cocina y miró a su alrededor. El timbre seguía sonando con violencia. El disco azul aún se agitaba, como histérico. Se le ocurrió de pronto a Guillermo que, siendo él el único que quedaba en la casa, tal vez fuera su deber contestar a la llamada. Conque subió la escalera. Había observado que el disco azul llevaba el número seis. A la puerta del número seis se detuvo unos momentos; luego la abrió y entró. Una mujer con vestido morado y expresión de sufrimiento, yacía, gimiendo en el sofá.

Había sido apoyado un libro en el timbre, de tal manera, que no dejara de sonar.

Abrió la mujer los ojos y dirigió a Guillermo una mirada iracunda.

—Llevo tocando ese timbre —dijo con rabia— desde hace una hora sin que se haya acercado nadie. He tenido tres ataques de histeria. Me siento tan enferma que no puedo hablar. Le exigiré daños y perjuicios al Doctor Morlan. Nunca, nunca, nunca se me ha tratado así hasta ahora. Vengo aquí, víctima de los nervios, con neurastenia aguda, para que me cure el doctor Morlan y lo primero que hace es irse a casa de no sé qué tía. Luego, para arreglar las cosas, se larga la doncella. Y denunciaré esa cocinera al doctor Morlan en cuanto regrese… en cuanto regrese. Le exigiré daños y perjuicios. Me va a dar un ataque de histeria otra vez.

Le dio y Guillermo la contempló con tranquilo interés y gozo. Resultaba aún más entretenido que limpiar la vajilla y que limpiar el coche. Cuando se le pasó, la señora se incorporó y se secó los ojos.

—¿Por qué no haces algo? —le dijo con irritación a Guillermo.

—Bueno, ¿qué quiere que haga? —contestó Guillermo, aunque lamentando que se hubiera acabado tan pronto la diversión.

—Tráete a la cocinera; pregúntale cómo se atreve a hacer caso omiso del timbre horas, horas y horas. Dile que voy a exigirle daños y perjuicios. Dile…

—Se ha ido —la interrumpió Guillermo.

—¡Que se ha ido! —chilló la mujer—. ¿Dónde?

—Se fue. Dijo que estaba harta y se marchó.

—¿Cuándo volverá? Estoy en un estado de salud muy crítico. Toda esta negligencia y esta confusión acabarán con mi sistema nervioso. ¿Cuándo regresará?

—Nunca. Se ha marchado para no volver. Dijo que tenía hecho cisco el sistema nervioso ella también. Y se marchó.

—¡Su sistema nervioso! —exclamó la señora, picada por las pretensiones de la otra, que se atrevía a hablar de sistemas nerviosos—. ¿Qué representa el sistema nervioso de nadie comparado con el mío? Entonces, ¿quién está encargada de la servidumbre?

—Yo —contestó, sencillamente, Guillermo—; soy lo único que queda de ella.

Premió su afirmación un ataque de histeria más hermoso que el anterior. Se sentó a contemplarlo, con el mismo deleite que hubiera podido ver fuegos artificiales o juegos de manos. Su actitud pareció irritarla. Se restableció de golpe y porrazo y empezó a hablar otra vez.

—Vengo aquí —dijo— como paciente para que me devuelvan la salud y las fuerzas, para que me curen el estado de postración nervioso en que me hallo y se me abandona a los cuidados de un golfillo como tú… me asesinan con el abandono; pero os exigiré daños y perjuicios a todos… al doctor, a la doncella, a la cocinera… y a ti… a ti… mico indecente… y os haré ahorcar a todos por asesinos.

Rompió a llorar otra vez y Guillermo continuó contemplándola, sin que le hubiesen molestado en absoluto las frases despectivas con que había descrito su aspecto físico y su rango social. Confiaba que los sollozos culminarían en otro ataque de histeria. No fue así, sin embargo. Se secó las lágrimas de pronto, y se incorporó.

—Hace más de hora y media —murmuró— que no he tomado alimento alguno. El resultado que eso tendrá en mi sistema nervioso, será serio. Tengo los nervios en tal estado, que es preciso que tome alimento todas las horas… por lo menos una vez por hora. Ve a buscarme un vaso de leche, inmediatamente, muchacho.

Guillermo, bajó en seguida a buscar leche. No pudo encontrarla. Por fin encontró un tazón que contenía un líquido de aspecto lechoso. Sintiendo un alivio enorme, llenó un vaso con él y se lo llevó a la dama de cabellera rubia. Lo recibió ella con expresión de sufrimiento y, cerrando los ojos, bebió un sorbo. Entonces su expresión de sufrimiento fue substituida por una furia y le tiró el vaso de líquido a la cabeza de Guillermo. No le dio al muchacho y fue a vaciarse sobre una Venus de Milo que había junto a la puerta. El vaso, milagrosamente intacto, se encasquetó en la cabeza de la figura. Guillermo observó el fenómeno, encantado.

—¡Mal bicho! —aulló la dama—, ¡es almidón!

—¡Almidón! —dijo Guillermo—. ¡Hay que ver! ¡Si parecía leche! Pero, oiga, ¿sabe que tiene gracia que se haya quedado el vaso ahí, en la cabeza de la estatua? ¡Apuesto a que no hubiera podido hacerlo usted exprofeso si lo hubiera intentado!

La dama había vuelto a adoptar su expresión de sufrimiento. Habló con los ojos cerrados y una voz tan quejumbrosa y débil, que Guillermo apenas pudo oírla.

—Es preciso que tome algo de alimento en seguida. No he tomado nada… «nada», desde que desayuné a las nueve… y ya son cerca de las once. Y sólo tomé unos huevos para desayunar. Ve a hacerme un poco de cacao en seguida.

Guillermo volvió a bajar y buscó cacao. Encontró un armario con unos botes y en uno de ellos halló un polvo oscuro que podría muy bien ser cacao, aun cuando no llevaba etiqueta. Siempre optimista, mezcló un poco con agua y se lo subió a la señora. De nuevo adoptó ella su expresión de sufrimiento, cerró los ojos y tomó un sorbo. De nuevo se trocó su expresión en una de ira, volvió a tirarle la taza, a la cabeza a Guillermo, y de nuevo no le dio. Aquella vez la taza dio a un busto de Shakespeare. Aun cuando el impacto rompió la taza, el fondo de la misma quedó sobre la cabeza del inmortal poeta, dándole aspecto de juerguista. El oscuro líquido resbaló por la cara de la imagen.

—¡Es polvo de limpiar cuchillos! —aulló la mujer—. ¡Asesino! ¡Es polvo de limpiar cuchillos! Esto me matará. ¡Nunca podré restablecerme de todo esto… nunca… nunca…! ¡Nunca!

Guillermo aguardó, lleno de expectación, el ataque de histeria. Pero no se presentó. La mirada de la mujer se había dirigido a la ventana y se quedó clavado allí. Sus ojos se fueron dilatando más y más y se le fue abriendo, lentamente, la boca hasta quedar abierta de par en par. Señaló con dedo tembloroso:

—¡Mira! —exclamó—. ¡Se está saliendo de madre el río!

Guillermo miró. La parte del jardín, visible desde la ventana, estaba completamente sumergida. Y entonces —y no hasta entonces— recordó Guillermo la manguera que había dejado abierta en el patio. Contempló la escena horrorizado.

—Siempre lo dije yo —jadeó la dama, histérica—. Ya lo dije. Se lo dije al doctor Morlan. Le dije: «Yo no podría vivir en una casa en un valle. Habría inundaciones y mis nervios no podrían soportarlas». Y él dijo que no era posible que el río inundara esta casa y sí que es posible y ya debí suponerme yo que mentía y ¡ay, mis pobres nervios! ¿Qué hago yo? ¿Qué hago yo?

Guillermo miró alrededor suyo como buscando inspiración. Se encontró con la mirada de la Venus de Milo, que chorreaba leche; miró a Shakespeare, lleno de agua y polvo de limpiar cuchillos, con la taza rota ladeada. Ninguno de los dos le sirvió de inspiración.

—¡Va subiendo el nivel a ojos vistas… pulgada a pulgada! —gritó la mujer—, ¡pulgada a pulgada! Es terrible. Estamos aislados… ¡Oh! ¡Es horrible! Ni siquiera hay un salvavidas en la casa.

Guillermo sintió un alivio enorme al oír su explicación de la inundación aquella. Por el momento, al menos, serviría para que no se sospechase de él.

—Sí —asintió, mirando a su vez, hacia el jardín—; apuesto a que es eso… a que se ha salido el río.

—¿Por qué no me lo dijiste? —aulló ella—. Tú debes de haberlo sabido. Ahora que me acuerdo, estabas chorreando cuando entraste en este cuarto.

—Verá —contestó Guillermo, con súbita inspiración—; no quería darle a usted un susto… Creí que podría hacerle a usted daño si le decía, de pronto, que estábamos «insulados».

—¡No hables tanto! Baja inmediatamente a ver si hay esperanza alguna de salvación.

Guillermo volvió a bajar. Vadeó hasta donde estaba la manguera e intentó cerrar el grifo que ya estaba por debajo del nivel del agua. En vano. Entró en un cobertizo vecino y encontró tres o cuatro gallinas aterradas. Capturó dos y las subió al cuarto de la señora, tirándolas adentro de cualquier manera.

—Las salvé —dijo con orgullo.

Y bajó a buscar las otras.

Oyó, por el camino, el ruido que hacían las aterradas gallinas y los gritos de la mujer. Cogió las otras dos gallinas, las subió y las tiró dentro del cuarto. Luego bajó a investigar. En otro cobertizo encontró un perrito que se había subido a un cajón para no mojarse y que intentaba, en aquel momento, coger una araña de la pared. Guillermo salvo el perrito y lo subió para aumentar los animales del parque zoológico que estaba formando en el cuarto de la señora.

—También lo he salvado —dijo, depositándole en el suelo.

El perro se puso a perseguir a las gallinas inmediatamente. Siguió una escena de enorme confusión al empezar a saltar las gallinas, cacareando, por encima de sillas y mesas, perseguidas por el perrito.

Hasta la propia señora pareció darse cuenta de que con ataques de histeria nada adelantaba. Conque se puso a perseguir al perrito. Guillermo regresó al diluvio, que empezaba a ejercer sobre él una fascinación enorme. Había leído un cuento, no hacía mucho tiempo, en el que tenía lugar una inundación y en el que el héroe había salvado a niños y animales del torrente, conduciéndoles al último piso de la casa. En la mente de Guillermo, la ley de asociación de ideas era muy fuerte. Al mirar el agua, se imaginó ser el héroe del cuento y empezó a mirar a su alrededor en busca de algo que salvar. No parecía haber más animal que salvar de los cobertizos. Vadeó hacia la carretera, que se hallaba ya medio inundada también, y miró a derecha e izquierda. Un cerdito había salido de la vecina casa de labor y se hallaba contemplando la carretera inundada, con interés y sorpresa. El héroe del cuento de Guillermo había salvado a un cerdo. Sin vacilar, Guillermo se acercó al cerdo, le cogió fuertemente por la panza antes de que pudiera escaparse y cruzó la inundación con él, en dirección a la casa. A pesar de ser pequeño, el cerdo opuso más resistencia de lo que había esperado Guillermo. Se retorció, pataleó y gruñó en todas direcciones. Jadeando, Guillermo subió con él al piso. Abrió la puerta de par en par y depositó el cerdo en el umbral.

—Aquí hay otra cosa que he salvado —dijo orgulloso.

La señorita estaba dando muestras de inesperada capacidad para hacer frente a la situación. Había sacado la porcelana del armario y había metido las gallinas dentro. Estas miraban a través del vidrio con estúpido asombro, y una de ellas había complicado aún más las cosas poniendo un huevo.

La señorita estaba intentando quitar al perrito, en aquel momento, algo que había cogido. El perro había desmembrado ya por completo un cojín, una estera y dos almohadas. Se veían sus restos por todo el cuarto. Venus y Shakespeare, con los cacharros en la cabeza aún, contemplaban la escena por entre churretes de almidón y de polvo de limpiar cuchillos, respectivamente. La señorita Polliter se hizo cargo de los nuevos refugiados. Evidentemente, había decidido que aquella no era ocasión de exhibir su sistema nervioso. Parecía, incluso, estimulada.


—Aquí hay otra cosa que he salvado —dijo Guillermo orgulloso.

—Ponle aquí —dijo—. Muy bien hecho, muchacho. Ve a salvar toda otra cosa que puedas. Es un trabajo noble en verdad.

El perro cargó contra el cerdo y el cerdo cargó contra el armario de la porcelana. Se oyó ruido de vidrios rotos. Salió, rodando, el huevo y el perro se echó encima de él, encantado. Las gallinas empezaron a dar vueltas por el cuarto otra vez, llenas de pánico. Guillermo ya casi había llegado a convencerse de que la inundación era de origen natural y de que él estaba llevando a cabo verdaderos actos de heroísmo para salvar a sus víctimas. De nuevo miró a derecha e izquierda de la carretera. Se dijo que ya había cumplido con su deber para con los animales y hubiese querido que se le presentara la ocasión de salvar a un ser humano. De pronto vio a dos niños pequeños que bajaban por la carretera cogidos de la mano. Miraron con asombro la inundación que les cerraba el paso. Luego, con una fe verdaderamente emocionante en su poder sobre las fuerzas de la naturaleza y con un amor innato al agua, se metieron, tranquilamente, en ella y caminaron hasta el centro del torrente. Cuando llegaron allí, sin embargo, se dejaron dominar por el pánico. El más pequeño se sentó en el agua y se puso a dar berridos; el mayor se alzó de puntillas y empezó a gritar. Guillermo, se metió, inmediatamente en el agua y los «salvó». Eran muchachos bastante gorditos, pero logró meterse uno debajo de cada brazo y los llevó, llorando a voz en cuello y chorreando agua, al cuarto de la señorita Polliter. Esta había vuelto a restablecer, como por arte de magia, cierto orden. Había acorralado a las gallinas mediante una ingeniosa combinación hecha con el guardafuegos de la chimenea y había metido el cerdo en el cajón del carbón, dejándole un respiradero por el cual no hacía más que meter el morro como si tuviera la esperanza de poder pasar todo el cuerpo por allí. El perrito estaba probando, en aquel momento, si le era posible arrancar las cortinas o no.

Guillermo depositó en el suelo los niños.

—Algo más que he salvado —explicó.

La señorita Polliter le miró con rostro iluminado de interés.

—¡Magnífico, querido muchacho! —dijo, feliz—. ¡Magnífico…! En seguida los tendré calientes y secos… o, aguarda, ¿sigue subiendo la inundación?

Guillermo dijo que sí.

—En tal caso, lo mejor será que nos traslademos al último piso donde estaremos más seguros que aquí.

Asió a los niños con determinación, salió al descansillo y subió la escalera hacia las buhardillas. Guillermo siguió, con el perrito, que se las apañó por el camino para arrancar y —puesto que no se volvió a encontrar, es de suponer— tragarse parte de su bolsillo y tres botones. Luego volvió la señorita Polliter en busca del cerdo y Guillermo la siguió con una gallina. El cerdo se mostró muy recalcitrante y la señorita le dijo «¡Malo!» dos o tres veces, con mucha severidad. Después volvieron en busca de las otras gallinas. Una de ellas se escapó y, embriagada por su brusca libertad, salió cacareando por una claraboya.

En la alcoba de la buhardilla, donde la señorita Polliter reunió a todos —animales y personas— se encendió el gas y empezó la gran tarea de organización.

—Secaré a estos niños primero —dijo—. Ahora baja, muchacho, a ver si hay alguna otra persona que necesite tu ayuda.

Guillermo bajó, lentamente, la escalera. Empezaba a pasársele la emoción y la alegría. La fría realidad empezaba a apoderarse de él. Se estaba preguntando qué le ocurriría cuando se descubriera la naturaleza y causa de la «inundación» y si también le echarían a él la culpa del estado en que los refugiados estaban dejando la casa. Vadeó hasta la manguera y volvió a intentar cerrarla, pero en vano. Luego miró, sombrío, a derecha e izquierda de la carretera. La «inundación» se iba extendiendo a ojos vistas, pero no se veía un alma. Regresó, lenta y pensativamente, al lado de la señorita Polliter. Esta parecía muy feliz. Aparentemente, se había olvidado por completo de su sistema nervioso y de la necesidad de alimentarse continuamente. Estaba jugando con los niños que estaban ya medio secos y que reían, encantados. Había logrado echar a las gallinas a un rincón del cuarto, encerrándolas allí en una cómoda. Había atado el cerdo al lavabo, con una cuerda y el animal estaba echado, tranquilo, comiéndose la alfombra. Una gallina se había escapado detrás de la cómoda y estaba corriendo alrededor de la mesa, perseguida por (o persiguiendo, porque eso era difícil de precisar) el perrito. La señorita Polliter estaba jugando con los niños y divirtiéndose tanto como ellos, al parecer. Saludó a Guillermo, alegremente:

—No pongas esa cara tan triste, muchacho —dijo—. Yo creo que, aunque el río siga subiendo de nivel toda la noche, estaremos seguros aquí… muy seguros… y probablemente podrás encontrar algo que dar de comer a esas pobres criaturas cuando tengan hambre. Yo no necesito nada. Estoy bien. Puedo pasar divinamente sin comer hasta por la mañana. Ahora, hazme un favor más, muchacho. Baja a mi cuarto y mira qué hora es. El doctor Morlan dijo que estaría de regreso a las seis.

Aún más despacio y más pensativo, Guillermo descendió a su cuarto y vio la hora. Eran las seis menos cinco. El doctor Morlan regresaría ya de un momento a otro. Guillermo estudió la situación. El marcharse en aquel mismo momento lo más tranquilamente posible, le parecía muchísimo mejor que aguardar la llegada del doctor Morlan y aguantar su ira. La manguera estaba estropeada; el jardín, inundado; el cuarto de la señorita Polliter parecía un campo de batalla después de la pelea; unos niños extraños y un cerdo andaban por la casa y un perrito destructor había hecho cisco todas las almohadas, cortinas y sillas a su alcance (había descubierto, por fin, que ero muy fácil arrancar las cortinas de las ventanas).

Guillermo salió, silenciosamente, por la puerta principal y se deslizó por el camino. La inundación parecía haberse concentrado en la parte de atrás. La parte delantera seguía más o menos seca. Guillermo cruzó el prado hasta el seto que lo separaba de la carretera real. Allí se vio el paso cerrado por tres personas que estaban hablando. Había un hombre alto, barbudo, una mujercita y otro hombre de edad madura.

—Sí; ya lo hemos arreglado todo —estaba diciendo el de la barba—. Tenemos un paciente; una tal señorita Polliter, que padece de los nervios. Nos tiene algo preocupados el haber tenido que dejarla sola todo el día con la cocinera y el marmitón. Por desgracia, la doncella nos abandonó de pronto ayer; pero esperamos que las cosas habrán ido bien. Recibí la noticia de que una tía mía estaba gravemente enferma y tuvimos que salir corriendo para llegar a su lado a tiempo. Por desgracia…, es decir, por fortuna, nos encontramos que había mejorado, de manera que regresamos lo más aprisa que pudimos.

—Naturalmente —dijo la mujer— hubiéramos estado de regreso mucho antes, si no hubiese sido por ese asunto de la caverna.

—¡Ah, sí! —murmuró el doctor—. Un asunto muy trágico. Un pobre muchacho… había mucha gente allí intentando recobrar el cadáver y querían que hubiese un médico allí presente por si estuviese aún vivo cuando lo sacaran, cosa muy poco probable. Les aseguré que era muy difícil que saliera con vida y que yo tenía que marcharme, porque había de asistir a mi paciente… y sólo se tardaría unos minutos en avisarme si era necesario… La pobre madre estaba desesperada.

—¿Qué había ocurrido? —preguntó el otro hombre.

—Un niño, un poco temerario, se había metido en una grieta de la roca y no había vuelto a salir. Debió morir sofocado. Sus amigos aguardaron más de una hora antes de avisar a los padres y me temo que sea demasiado tarde ya. Le han llamado repetidas veces y no han recibido contestación. Como les dije, hay gases venenosos con frecuencia en las grietas de las rocas y la pobre criatura debe de haber sucumbido víctima de ellos. Hasta ahora, han fracasado todos los intentos de dar con el cuerpo. Han mandado llamar hombres con picos.

El corazón de Guillermo se fue tornando de la pesadez del plomo. ¡Atiza! ¡Se había olvidado por completo de la caverna! ¡Atiza! ¡Se había olvidado de que los Proscritos le esperaban! El marmitón, la cocinera, la Limpieza de la vajilla, la manguera, la inundación, la señorita Polliter, las gallinas, el cerdo, el perrito y los niños, le habían hecho olvidar por completo la caverna y los Proscritos. ¡Estaría todo el mundo furioso!

Porque Guillermo sabía por experiencia que, con extraña perversidad, los padres que han llorado a sus hijos como perdidos o muertos se enfurecen generalmente, Dios sabe por qué, cuando se enteran de que estaban sanos y salvos cerca de ellos mientras se les lloraba. Guillermo tenía muy poca esperanza de ser recibido por sus padres con la alegría y afecto que merece el niño milagrosamente salvado de una grieta de la roca. Y, cuando se ponía a meditar acerca de lo que debía hacer, el médico se volvió y le vio. Le contempló unos momentos y dijo:

—¿Me buscabas, muchacho? ¿Ocurre algo? Eres el marmitón nuevo, ¿no?

Guillermo se acordó de que aún llevaba el mono que le había prestado el otro muchacho. Miró boquiabierto al doctor y parpadeó, nervioso, preguntándose si no sería más prudente ser el marmitón, de momento, como creía el doctor. El médico se volvió hacia su esposa:

—Ah… este es el marmitón nuevo, querida, ¿verdad? —preguntó.

—Creo que sí —contestó su esposa, dudando—. Vino esta mañana por primera vez, ¿sabes?; fue la cocinera quien le contrató y apenas tuve tiempo de verle; pero creo que sí que es… Sí, lleva el mono nuestro. ¿Cómo te llamas, muchacho?

El niño estuvo a punto de decir «Guillermo Brown»; pero se contuvo a tiempo. No debió decir ser Guillermo Brown. A Guillermo Brown se le suponía perdido en las entrañas de la tierra. Y no conocía el nombre del marmitón. Conque dijo:

—No lo sé.

Brillaron los ojos del médico.

—¿Qué quieres decir, muchacho? ¿Quieres decir que perdiste la memoria?

—Sí —dijo Guillermo, aliviado por la sencillez de la explicación y el hecho de que le relevara de toda responsabilidad—; he perdido la memoria.

—¿Quieres decir con esto que no te acuerdas de nada? —preguntó el doctor, con ostensible brusquedad.

—Sí —contestó el niño—, no me acuerdo de nada.

—¿Ni dónde vives, ni nada?

—No; ni dónde vivo ni nada —contestó Guillermo con firmeza.

El otro hombre, pensando, seguramente, que poco podía contribuir para esclarecer el problema, siguió su camino, dejando al médico y a su mujer con Guillermo. Sostuvieron una conversación en susurros. Luego el médico se volvió a Guillermo y le preguntó bruscamente:

—Paco Simpkins… ¿te dice algo eso?

—No —respondió Guillermo, con perfecta sinceridad.

—No conoce su propio nombre —susurró el doctor.

Y, alzando de nuevo la voz:

—Villa Acacia… ¿te dice eso algo?

—No.

El doctor se volvió hacia su mujer.

—No recuerda su nombre ni su casa —comentó—. Siempre he tenido ganas de estudiar de cerca un caso así. Ahora, muchacho, vuelve a casa conmigo.

Pero Guillermo no quería regresar con él. No quería volver a la casa que aún presentaba señales de tan reciente estancia en ella y donde suponía seguiría existiendo su «inundación». Pensaba darse a la fuga cuando apareció una mujer, que caminaba, a grandes pasos, por la carretera, en dirección a ellos. La esposa del doctor pareció reconocerla. Le dijo algo en voz baja a su marido. Este se volvió hacia Guillermo:

—Conoces a esa mujer, muchacho, ¿verdad?

—No; es la primera vez que la veo en mi vida.

El médico pareció encantado.

—No se acuerda ni de su propia madre —le dijo a su esposa—, es un caso muy interesante.

La mujer se acercó a ellos, agresiva. El médico se colocó delante de Guillermo.

—He venido a buscar a mi hijo —dijo la recién llegada—. ¡Mira que decir que las horas de trabajo eran hasta las cinco y tenerle aquí hasta ahora…! Les denunciaré, vaya si lo haré. ¿Dónde está?

—Prepárese, buena mujer, a recibir una mala noticia —contestó el médico—. Su hijo ha perdido temporalmente (esperamos que sólo sea temporalmente), la memoria.

La mujer dio un alarido.

—¿Qué le han estado ustedes haciendo? —preguntó, indignada—. No la había perdido cuando salió de casa esta mañana. ¿Dónde está?

En silencio, el médico se quitó de delante de Guillermo.

—Aquí está —dijo con pomposidad.

—¿Este? —aulló ella—. Es la primera vez que le veo en mi vida.


—Aquí está su hijo —dijo el doctor con pomposidad.


—¿Este? —aulló la mujer—. Es la primera vez que le veo en mi vida.

—También ha perdido ella la memoria —intervino Guillermo, sin parpadear.

Se miraron unos a otros durante unos segundos, en silencio. Luego vio Guillermo al verdadero marmitón, que bajaba por la carretera, y habló con el desfallecimiento del que se entrega a su suerte, resignado a sufrir lo que sea.

—Aquí está.

El verdadero marmitón bajaba, alegremente, por la carretera, con una caña improvisada al hombro, balanceando un tarro de cristal lleno de minúsculos pececitos. Evidentemente, no se había dado cuenta de lo aprisa que había pasado el tiempo. Vio a Guillermo primero y gritó alegremente:

—¡Oye! No habré tardado demasiado, ¿verdad? ¿Va todo bien?

Luego vio a los demás y le desapareció la sonrisa de los labios. Su madre corrió hacia él, protectora.

—¡Ay, pobre hijo mío! —exclamó—, ¿qué te han estado haciendo? Te han tenido trabajando hasta mucho después de la hora… y haciéndote perder la memoria… ¡Y tú que eres único hijo de tu pobre mamá viuda…! Vente a casa con tu mamita y ella te cuidará… y los denunciaremos, ya lo verás…

El muchacho miró a una y otros, aturdido, luego dándose cuenta por el tono de su madre, que había sido tratado mal, rompió a llorar y se marchó con ella, que le fue consolando por el camino.

El médico y su mujer se volvieron hacia Guillermo para pedirle una explicación. Su expresión era mucho menos amistosa que antes. Guillermo miró a su alrededor, desesperado. Hasta la huida parecía imposible. Hubiese recibido, con los brazos abiertos, cualquier interrupción. Cuando vio, sin embargo, a la señorita Polliter que cruzaba el prado, corriendo hacia ellos, se dijo que hubiera preferido cualquier otra interrupción a esa.

—¡Ah! ¡Estás ahí! —jadeó la señorita Polliter—, ¡han ocurrido cosas más terribles…! ¡Ah! ¡Ahí está su querido niño! No sé qué hubiéramos hecho sin él… que ha salvado a niños y animales arriesgando, estoy segura, su propia vida. He de darte un regalito.

Le entregó una moneda de dos chelines y medio, que Guillermo se guardó, agradecido.

—Pero, querida señorita Polliter —dijo el doctor, preocupado—, debía usted de estar descansando en su cuarto. No debiera correr de esa manera en el estado tan agudo de agotamiento nervioso en que se halla usted…

—Oh, estoy completamente restablecida ya —dijo la señorita Polliter.

—¿Restablecida? —exclamó el doctor, asombrado y horrorizado.

—Sí; me siento divinamente. La inundación me ha curado.

—¿La inundación? —repitió el doctor, más asombrado y más horrorizado aún.

—Sí. El río se salió de madre y se inundó todo esto —respondió la señorita, con excitación—. Ha resultado una experiencia muy estimulante. Hemos salvado dos niños y muchos animales.

El médico se agarró la cabeza con las dos manos.

—¡Cielo santo! —exclamó—. ¡Cielo santo!

En aquel momento cayeron otras dos mujeres sobre el grupo. Eran las madres de los dos niños. Habían buscado a sus hijos por todo el pueblo y, por fin, un testigo ocular les había dado detalles de su secuestro y de cómo se les había encerrado en casa del doctor. Exigían que les fuesen devueltos sus hijos. Amenazaban poner el asunto en manos de los tribunales. Llamaron al médico, asesino, secuestrador, viviseccionista, huno y bolchevique.

El médico, la mujer del médico, la señorita Polliter y las dos madres empezaron a hablar a un tiempo. Guillermo, aprovechando la oportunidad, se alejó cautelosamente. Bajó por la carretera en dirección a la caverna.

Al llegar al recodo de la carretera, se volvió. El médico, su mujer, la señorita Polliter y las dos madres, hablando aún excitadamente, todos ellos al mismo tiempo, empezaron a dirigirse lentamente a casa del doctor.

Miró en dirección opuesta. Una muchedumbre rodeaba la caverna. En aquel momento llegaban por el otro lado unos hombres armados de picos para extraer su cadáver de la roca.

Echó a andar de mala gana y contristado.

Se dirigió a la caverna porque estaba seguro de que el médico no tardaría en descubrir la causa de la inundación y su extensión y que no tardaría en salir en persecución suya, sediento de venganza.

Avanzaba de mala gana, y muy despacio, porque no esperaba que sus padres le dispensaran una recepción entusiasta.

Pelirrojo fue el primero en verle. Dio un grito penetrante y señaló carretera abajo, hacia él.

—¡Ahí está! —gritó—. ¡No está muerto!

Todos se volvieron y le miraron boquiabiertos.

Guillermo presentaba un aspecto en extremo extraño. A primera vista, parecía compuesto, principalmente, de dos elementos: tierra y agua.

Se volvió como para huir; pero vio la figura del doctor que salía de su casa y echaba a correr en dirección suya. Detrás del doctor iba su esposa, las madres, con sus niños, y la señorita Polliter. Aún a aquella distancia, pudo ver que la cara del médico estaba congestionada de rabia. La señorita Polliter seguía pareciendo alegre y estimulada.

Conque Guillermo se acercó, lentamente, a sus boquiabiertos salvadores.

—Aquí estoy —dijo—; he… he podido salir divinamente.

Jugueteó con la media corona que tenía en el bolsillo, como si la moneda fuese un amuleto capaz de conjurar los desastres.

Algo le decía que pronto necesitaría un amuleto de esa clase.

—¡Oh! ¿Dónde has estado? —sollozó su madre—. ¿Dónde?

—Me encontré en una inundación —explicó Guillermo— y luego perdí la memoria.

Miró hacia el doctor, que se acercaba a todo correr y agregó, con mezcla de resignación fatalista y amargura:

—Bueno; ya os lo contará él. Apuesto a que le creéis mejor a él que a mí y apuesto a que contará las cosas de una manera muy distinta a como ya las contaría.

Y así fue.

* * *

Pero la señorita Polliter (que abandonó al doctor, curada, con gran disgusto del galeno, al día siguiente), insistió hasta el día de su muerte en que se había salido de madre el río y en que la manguera nada había tenido que ver con el asunto.

Y envió a Guillermo un billete de una libra esterlina a la semana siguiente, dentro de un sobre que decía: «Para un muchacho valiente».

Y, como dijo Guillermo con amargura, bien se lo había merecido…