GUILLERMO ENCUENTRA TRABAJO

Probablemente si no hubiera sido tan bonita, los Proscritos no se hubieran fijado en ella siquiera. Pero, como lo era, no sólo se fijaron en ella, sino que se dieron cuenta de que estaba llorando. Estaba sentada en el escalón de una casita. Su cabecita era un racimo de rizos rubios; tenía los ojos azules y la boca… bueno, los Proscritos no eran románticos ni poéticos, pero se dieron cuenta de que tenía una boca muy bonita. La miraron y pasaron de largo un poco cohibidos; luego vacilaron y, más cohibidos aún, deshicieron lo andado. Guillermo habló por todos.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

Alzó la niña la cabeza, con los ojos preñados de lágrimas.

—¿Qué? —dijo.

—¿Qué ocurre? —repitió Guillermo, con voz más ronca aún.

Se enjugó ella una lágrima con la punta del delantal.

—¿Qué? —volvió a decir.

—¿Te ha hecho daño alguien? —inquirió Guillermo, echando chispas por los ojos.

La niña le miró.

—No —repuso.

Y volvió a limpiarse con el delantal.

Los ojos de Guillermo dejaron de echar chispas. Parecía desilusionado.

—¿Has perdido algo? —preguntó entonces, adoptando la expresión de quien está dispuesto a registrar todos los rincones del mundo para encontrar lo perdido.

Volvió ella a mirarle.

—No —contestó con voz desfallecida.

—Bueno, pues, ¿qué te pasa? —insistió Guillermo.

—Mi papá está sin trabajo —contestó la niña.

Esta contestación dejó parados a los Proscritos. Hubieran peleado con quien le hubiese hecho daño; hubieran encontrado cualquier cosa que hubiera perdido; pero aquello parecía fuera de su esfera.

—¿Qué quieres decir? —inquirió Douglas—. ¿Quieres decir que no tiene nada que hacer?

—Sí —contestó la niña—; nadie quiere darle nada que hacer y tiene que pasarse todo el día en casa.

—¡Hombre! —exclamó Pelirrojo, de corazón—. ¡Ya quisiera estar yo en su lugar!

—Bueno —dijo Guillermo—; tú no te preocupes. Ya le encontraremos nosotros trabajo. ¿Qué sabe hacer?

—Lo sabe hacer todo —dijo la niña—. ¿Qué sabes hacer tú?

En aquel momento alguien la llamó desde dentro y los Proscritos se quedaron solos, en semicírculo, contemplando con simpatía y admiración la puerta que se había cerrado tras ella. Adoptaron de nuevo y apresuradamente sus expresiones varoniles normales y prosiguieron su interrumpido paseo.

—Bueno —dijo Pelirrojo, el optimista—; lo sobe hacer todo, conque debiera ser la mar de fácil encontrarle trabajo.

—Sí —asintió Guillermo—; mejor será que pongamos manos a la obra en seguida, porque queremos salir de caza mañana.

—A mí se me ha roto el arco —dijo Enrique, con tristeza.

—Te prestaré mi canuto de tirar majuelas —le ofreció Douglas.

—Pensemos en las cosas que podría ser —dijo Guillermo—; hay muchas.

—Médico, abogado o clérigo —dijo Enrique, soñador—. Hagámosle Pastor protestante.

—No; no podría ser ninguna de esas cosas —dijo Guillermo irritado—; esa es una clase de gente especial. Empiezan a hacerse esas cosas antes de salir del colegio. Pero, podría ser jardinero, mayordomo o conductor de automóvil…

—Chófer —corrigió Pelirrojo con aire de superioridad.

—Conductor de automóvil —repitió Guillermo con firmeza— o… o una especie de enfermera. Leí una vez en un libro algo de un hombre que tenía un enfermero… se había vuelto un poco mal de la cabeza el hombre, no el enfermero… y el enfermero le cuidaba… O podía ser uno de esos hombres que cuidan la ropa de la gente…

—Ayuda de cámara —suplemento Pelirrojo.

—Un hombre que cuida de la ropa de la gente —repitió Guillermo con firmeza—. O… o fogonero, o guardia… o cartero, o dependiente. ¡Si podremos encontrarle centenares de cosas que hacer…!

—Con una le basta —aseguró Douglas.

—¿Por dónde empezamos? —preguntó Pelirrojo.

Y Guillermo frunció el entrecejo y, mentalmente, pasó revista al campo de operaciones.

—Veréis —dijo, por fin—; intentaré conseguirle una colocación de conductor de automóvil y Pelirrojo puede probar conseguirle empleo de jardinero y Enrique de uno de esos que cuidan la ropa de la gente y Douglas, de enfermero. Nos reuniremos en el cobertizo, después del té para ver cómo nos ha ido… Y si todos le encontramos trabajo (agregó con su optimismo de siempre), le dejaremos escoger.

* * *

Guillermo empezó a tantear el terreno a la hora de comer.

—¿Cuándo vamos a tener automóvil? —preguntó, ingenuamente.

—Mientras yo esté vivo, nunca —contestó su papá.

Guillermo reflexionó unos momentos en silencio. Luego preguntó:

—¿Y… cuánto tiempo después de que te hayas muerto?

Su padre le dirigió una mirada asesina y Guillermo guardó silencio, prudentemente. Unos minutos más tarde, sin embargo, lo rompió.

—A mí me parece la mar de raro —observó meditativo y sin dirigirse a nadie en particular— que no tengamos uno. Casi todo el mundo tiene automóvil. Ahorran la mar de dinero en zapatos, tranvías y todo eso. A mí me parece que no está bien gastar dinero continuamente en tranvías y zapatos cuando podríamos ahorrarlos fácilmente comprando un coche.

Nadie le hacía caso. Estaban discutiendo a un artista que había alquilado la casa llamada «Los Tilos» amueblada, para un mes. Roberto, el hermano de diecinueve años de Guillermo, estaba diciendo:

—Una hija. Lo sé, porque la he visto en la ventana.

Guillermo prosiguió sin inmutarse.

—No nos haría falta más que un hombre para cuidarlo y yo podría proporcionároslo. Conozco a un hombre que sabe cuidarlos y os lo traería. Y son muy baratos. Alguien me habló de alguien que conocía a alguien que compró uno por unas cuantas libras esterlinas… uno viejo, claro, pero valen tanto como los nuevos… sólo que un poco más viejos, claro está. Los que se hicieron cuando primero se inventaron deben de ir muy baratos ya y uno de esos nos iría la mar de bien a nosotros… para ahorrarnos tranvías y zapatos… teniendo un hombre que lo cuidara. Pelirrojo y yo lo pintaríamos y quedaría como nuevo. Nada me extrañaría que pudierais comprar uno viejo… uno viejo de verdad… por unos cuantos chelines y Pelirrojo y yo lo pintaríamos, y ese hombre lo arreglaría y lo conduciría y yo…

Hubo una pausa en la conversación general y dijo la madre:

—Haz el favor de comer, Guillermo. ¿De qué estás hablando?

—Del automóvil —contestó el muchacho.

—¿De qué automóvil?

—El nuestro. Bueno, pues ese hombre…

—¿Qué hombre?

—El que lo conducirá…

Pero eso tocó el punto flaco de Roberto.

—Seré yo quien conduzca cualquier automóvil que adquiera esta casa —dijo con determinación.

Guillermo quedó desconcertado durante un momento. Luego dijo con dulzura:

—No creo yo que deba cansarse Roberto conduciendo automóviles. Yo creo que Roberto debiera procurar estar descansado para los exámenes y todo eso y no cansarse, conduciendo coches. Este hombre lo conduciría y le ahorraría a Roberto el trabajo de cansarse, porque Roberto tiene que conservarse fresco para los exámenes y cosas. Y además, todas esas muchachas que a Roberto le gusta llevar con él… no podría hablarles bien si tuviera que cansarse conduciendo el coche…

—¡Cállate! —le ordenó Roberto, furioso.

Guillermo se calló de momento.

—¿Vas a llevar a Gladys Oldham a pasear por el río esta tarde? —preguntó la madre.

—¿Gladys Oldham? —dijo Roberto con frialdad—. ¿Cómo ha podido ocurrírsete que llevaría yo a una muchacha como Gladys Oldham a parte alguna?

Su madre se desconcertó.

—Pero, querido, si la semana pasado dijiste…

Roberto habló con dignidad y cierto embarazo.

—¿La semana pasada? —murmuró, frunciendo el entrecejo, como si le costara trabajo recordar cosas ocurridas hacía tanto tiempo—. ¡Ah, sí!; ya recuerdo que en otros tiempos la creí una persona distinta a la que luego resultó ser… Se llama Groves, ¿verdad, mamá?

—¿Quién?

—El artista que ha alquilado «Los Tilos».

—Creo que sí, querido.

—He visto a la hija… Es… es… —Se interrumpió, confuso, poniéndose colorado.

—Es la muchacha más bonita que en tu vida has visto —dijo su padre, sardónico.

—¿Cómo lo sabes tú? —inquirió Roberto—. ¿La has visto?

—No; no lo sabía… me lo figuré —dijo su padre.

Roberto parecía a punto de lanzarse a hacer una descripción más detallada de la señorita Groves, pero se contuvo, mirando con desconfianza a Guillermo. Pero este estaba entregado a sus propios pensamientos. Observando que había cesado otra vez la conversación momentáneamente, se lanzó, otra vez, al ataque.

—Ese hombre… —dijo— lo encontraréis la mar de útil.

—¿Qué hombre, Guillermo? —gimió la madre.

—El hombre del que no hago más que hablaros —contestó el muchacho con paciencia—. Me parece a mí la mar de tonto esperar a tener un coche para buscar un conductor. A mí me parece que lo mejor es tomar a ese hombre en seguida y así, cuando compremos el coche, tendremos a este hombre preparado para conducirlo en seguida, en lugar de tener el coche abandonado mientras buscamos un hombre que le conduzca y…

—Los manicomios del país —comentó el señor Brown— deben estar llenos de hombres que tienen hijos como Guillermo.

El muchacho le miró, esperanzado.

—Si te sientes así, papá —dijo— sé que ese hombre…

—¿Quieres callarte de una vez? —volvió a decir Roberto.

—Sí —dijo Guillermo con amargura—; lo que yo quisiera saber es por qué puedes tú hablar, hablar y hablar de muchachas, y en cuanto empiezo yo a hablar de este hombre…

—¿Qué hombre?

—El hombre que os he estado diciendo desde que empecé a hablar, sólo que nadie me quiere escuchar. Lo que digo es que este hombre…

—Guillermo —le dijo su madre—; si vuelves a decir una sola palabra de ese hombre, sea quien fuere…

—Bueno —contestó Guillermo, resignado, y se concentró en la comida.

* * *

Repitió el ataque, sin embargo, después de comer. No parecía haber gran esperanza de que se comprara un coche; pero quizá valiese la pena explorar en otras direcciones. Se plantó en la ventana de la sala, mirando hacia el jardín donde Jenkins, el jardinero, estaba arrancando cizaña.

—Pobre viejo —dijo, compasivo—; yo creo que iría muy bien que le ayudase alguien, ¿no te parece, mamá?

La madre alzó la vista del calcetín que estaba zurciendo.

—Me parece que este pensamiento te honra —contestó— y estoy segura de que Jenkins te estará muy agradecido. Llévate una estera, que la hierba está muy húmeda.

El rostro de Guillermo se oscureció; pero, tras un momento de vacilación, agarró una estera y salió a ayudar al jardinero. Regresó unos minutos después, perseguido por el indignado Jenkins, porque, sin darse cuenta, había arrancado de raíz las mejores plantas.

—¿Has acabado ya, querido? —dijo su madre—. No has estado mucho.

—No; es que trabajé duro y lo acabé pronto… Mamá, ¿no crees tú que te gustaría otro jardinero en lugar de Jenkins?

—¿Por qué? —preguntó la madre, sumamente sorprendida.

—Pues verás: es que siempre parece ser la mar de desagradable y ese hombre…

—¿Qué hombre?

—El hombre del que no hago más que hablarte… Es un hombre completamente maravilloso… Sabe hacer todas las cosas. Sabe conducir un automóvil… es él quien va a conducir nuestro automóvil… y… y no hay nada que no sepa hacer… cuidar la ropa y a la gente que está mal de la cabeza y… y… era la mar de bonita y estaba llorando.

—Guillermo querido —dijo la señora Brown—; no sé de qué estás hablando, pero antes de nada, ve a lavarte las manos y a peinarte.

Guillermo suspiró y se fue a obedecer. Su familia no parecía tener alma que pudiera elevarse más allá de pelo, mano, y cosas por el estilo.

Los Proscritos se reunieron a la tarde siguiente para cambiar impresiones.

—Hice cuanto pude —dijo Guillermo—. Intenté hacerles comprar un automóvil para que pudiera él conducirlo, pero no quisieron. Probé a hacer que lo tomaran como jardinero, pero tampoco quisieron.

Pelirrojo, melancólico, relató lo que le había ocurrido.

—También pensé yo en que podríamos usarlo como jardinero —dijo—; conque tendí una cuerda delante de la puerta del invernadero, porque pensé que si se caía nuestro jardinero y se le retorcía el tobillo podía hablarles de ese hombre y le tomarían. No creí que le haría mucho daño retorcerse el tobillo… le proporcionaría unos días de descanso por lo menos… y, además, como es tan cascarrabias… tal vez le hubiese hecho más bondadoso, como dicen los libros que hace el dolor.

—¿Se cayó? —preguntaron los Proscritos con interés.

—No —contestó Pelirrojo con tristeza—; me vio hacerlo y se lo dijo a mi padre.

—¿Se enfadó?

—Sí; se enfadó uno barbaridad. No quiso escucharme cuando le dije que había atado la cuerda allí para saltar.

Los proscritos simpatizaron con él. Luego habló Enrique.

—Bueno, pues yo intenté que lo tomaran como hombre que cuida la ropa…

—Ayuda de cámara —murmuró Pelirrojo.

—Y me pasé el tiempo diciéndole a mi padre y a mi hermano que parecía como si necesitara su ropa que la cepillaran, fa limpiaran, la plancharan o algo, e iba a hablarles de ese hombre que podía venir a hacer todo eso; pero —agregó tristemente— no me dieron ocasión de llegar a eso. A mí me parece la mar de raro que no pueda uno intentar ayudar a un pobre hombre que está sin trabajo, sin que se le trabe a uno de esta manera.

De nuevo expresaron los Proscritos su condolencia. Luego habló Douglas.

—A mí se me ocurrió conseguir empleo como enfermero, conque hice como si se me estuviera poniendo mal de la cabeza.

—¿Qué hicieron? —inquirió Guillermo.

Una expresión de angustia apareció en el rostro de Douglas.

—Me dieron unos polvos medicinales —dijo— y no parecí convencerles de que estaba mal de la cabeza. A ellos les parecía que estaba completamente normal. Sea como fuere, cuando empezaron a enfadarse de verdad, tuve que dejarlo, porque temí que empezaran a darme más polvos medicinales y lo que me extraña es no haber muerto envenenado de la primera dosis. Es mucho más difícil de lo que os figuráis el hacer creer a la gente que está uno mal de la cabeza.

Conque ninguno tiene nada —dijo Guillermo, apenado.

Pero Pelirrojo estaba más animado.

—Hay muchas casas más en el pueblo aparte de las nuestras —dijo— y hay muchas más familias aparte de las nuestras. Propongo que las probemos. Me parece a mí que la gente que no es de la familia siempre le da a uno más ocasión para explicar lo que quiere decir que la propia familia de uno. No se enfurecen antes de que haya uno llegado a lo que quiere decir.

Los Proscritos reflexionaron, en silencio. Luego Guillermo señaló su evidente desventaja.

—Sí; pero la mayor parte de la gente de por aquí —dijo— nos conoce, conque no creo que adelantemos gran cosa.

—Hay un inquilino nuevo en «Los Tilos» —dijo Enrique—. Le oí a mi mamá hablar de él.

—Y yo a la mía —afirmó Douglas—; es un artista.

—¡Ah, sí! —asintió Guillermo—; yo a la mía también. Y tiene una hija que es la muchacha más bonita que ha visto Roberto en su vida.

—Bueno, pues probemos a él —dijo Pelirrojo—; debiera necesitar alguien que le cuidara la ropa o condujera su automóvil o hiciese de enfermero suyo cuando estuviese mal de la cabeza, o algo así. ¿Quién lo prueba? Propongo que lo intente Guillermo, primero.

—Está bien —dijo Guillermo, que siempre estaba dispuesto a emprender una aventura nueva—; iré ahora mismo, antes de que tome a ninguna otra persona.

Guillermo franqueó la verja de «Los Tilos» y miró, cautelosamente, a su alrededor. No se veía un alma. El edificio era largo y bajo, con ventanales que daban directamente al jardín.

Guillermo lo exploraba furtivamente para estudiar el terreno antes de acercarse a la puerta principal, cuando oyó gritar una voz:

—¡Muchacho! ¡Eh! ¡Ven aquí!

Había aparecido un hombre en una de las ventanas y le llamaba.

Guillermo se acercó con cautela. El hombre tenía una barba acabada en punta y las cejas muy pobladas.

—¡Muchacho! —volvió a gritar.

—¿Uh-huh? —inquirió Guillermo, acercándose al ventanal.

El cuarto aquel era, evidentemente, un estudio. Se veían varios caballetes y la mesa estaba llena de tubos de pinturas y papeles.

—Precisamente lo que yo necesitaba —dijo el hombre—; un muchacho… un muchacho de verdad… que parezca un golfo, por añadidura. ¡Magnífico! Muchacho, te he estado ansiando toda la mañana. He intentado materializarte. Probablemente, no eres más que una creación de mi fantasía. Deseé un niño, y un niño apareció. Estaba pensando en este momento que tendría que salir por las calles y carreteras en busca de uno, cuando, de pronto, comparece ante mí el muchacho que habían conjurado mis pensamientos. Soy un superhombre, un mago. Siempre sospeché que pudiera serlo. Entra, muchacho.

Guillermo entró en el estudio con desconfianza. El hombre le miró extasiado.

—Precisamente lo que yo necesitaba —dijo—: un niño sucio, bribón, con la corbata torcida y el cuello lleno de mugre.

El insulto hizo que se picara Guillermo. Miró con frialdad al artista, que tenía una mancha de pintura amarilla en la cara, y dijo:

—Apuesto a que estoy tan limpio como usted… y en cuanto a corbatas…


—Precisamente lo que yo necesitaba —dijo—: Un niño sucio, bribón.

Su mirada se clavó en la chalina del artista, expresivamente.

—¡Y de genio, por añadidura! —comentó el artista—. ¡Mejor que mejor…! Entra.

Guillermo entró.

—Siéntate.

Guillermo se sentó.

—Ahora voy a dibujarte —prosiguió el artista—. Soy un genio cuyas inmortales obras maestras no son reconocidas adecuadamente por los de su generación. Por consiguiente, me veo obligado a ganarme el sustento ilustrando cuentos de revistas. No sé qué idiota ha escrito uno de un niño. ¿Dónde encontraría yo un niño?, pensé. ¡Ojalá tuviese un niño! Y he aquí que se presenta un niño… No te muevas, muchacho. Ponte así… Mira hacia aquí… y no te muevas.

Guillermo, reflexionando profundamente, se puso así, miró allí y no se movió.

El artista dibujó en silencio, colocando a Guillermo en distintas posturas. Al acabar, le entregó los dibujos para que los viera. El muchacho los miró con frialdad.

—No se me parecen gran cosa —comentó.

—¿Eso crees? Probablemente tienes un concepto idealizado de tu aspecto.

Guillermo le miró con desconfianza.

—No tengo nada de eso —contestó—; nunca he oído hablar de aquello siquiera, conque no puedo tenerlo. ¿Necesita usted un hombre para conducir su automóvil?

—No tengo automóvil —contestó el artista, que estaba ocupado en dar los últimos toques a sus dibujos.

—Y… ¿y alguien que le cepillara la ropa?

—Prefiero llevar la ropa sin cepillar. El polvo protege al tejido.

Guillermo escuchó este punto de vista con interés, archivándolo para uso futuro. Luego volvió al punto que le interesaba.

—¿No querría usted tener alguien que le cuidara cuando estuviera mal de la cabeza?

—No —dijo el artista—; es mucho más divertido no tener quien le cuide a uno cuando está mal de la cabeza.

Puso los dibujos a un lado y recogió un manuscrito de la mesa.

—¡Santo Dios! —gimió, después de haberlo ojeado.

—¡De la época de Carlos I! ¿Por qué diablos escribirán novelas del tiempo de Carlos I? ¿En dónde rayos voy a encontrar yo quien me haga de modelo y tenga traje de la época de Carlos I? Contéstame a eso.

Guillermo le contestó:

—Sé de un hombre que vendría a hacer de modelo suyo —dijo—; pero querría que le pagaran.

—¿Conque sí, eh…? Está bien… Le pagaré. Pero la cosa es… ¿tiene un traje de la época de Carlos I?

—No… —empezó a decir Guillermo. Luego se interrumpió—. ¡Ah, sí! Supongo que sí… Sí; es seguro que lo tiene. Sí; de todas formas le conseguiremos uno.

—¿Un «protégé»? —inquirió el artista.

—¿Uh-huh? No; es tan buena persona como usted. O mejor.

—«Touché» —dijo el otro—. Bueno, pues tráelo con su traje de Carlos I y le pagaré dos chelines y medio por hora.

La cantidad le pareció fabulosa a Guillermo.

—Está bien —contestó—. Está bien. Lo traeré. Y si luego resulta que necesita usted un hombre de alguna otra clase; también lo será él. Sabe hacer de todo.

Dicho esto, se marchó y fue a reunirse con los Proscritos, que aún le esperaban en la calle.

—Sí que has tardado —murmuró Pelirrojo.

—Le he conseguido trabajo —dijo Guillermo, contoneándose.

—¿De qué?

—Para que lo dibujen. Tiene que llevar ropa especial. ¿Tiene alguno de vosotros un traje de la época de Carlos I? Le hace falta uno.

—No —contestaron los Proscritos.

—Bueno, pues tenemos que encontrarlo. Yo le he conseguido la colocación y vosotros tendréis que conseguirle el traje.

—Tal vez tenga él uno ya —dijo el optimista de Pelirrojo—. A lo mejor ha ido a algún baile de carnaval disfrazado así.

Los demás Proscritos no parecían muy convencidos.

—No se pierde nada con ir a verlo —dijo Guillermo.

Conque fueron a verle.

La niña de ojos azules y rubio cabello estaba sentada en el escalón de la puerta. Parecía más bonita que nunca. Y aún lloraba.

—Anímate —le dijo Guillermo—; le hemos encontrado trabajo a tu padre.

Continuó llorando.

—¿Tiene un traje de la época de Carlos I? Si lo tiene, puede ir a trabajar ahora mismo.

—No puede ir a trabajar a ninguna parte —dijo la niña, enjugándose el llanto—; está enfermo.

Los Proscritos se la quedaron mirando, boquiabiertos.

—¡Atiza! —exclamó Guillermo.

La niña los miró.

—Marchaos —les dijo—. No me gustáis.

Los Proscritos se marcharon; pero a pesar de sus palabras, no se les ocurrid ni por un momento disminuir sus esfuerzos en favor de la niña.

—Tendremos que buscar un traje Carlos I y hacerlo nosotros y llevarle el dinero —dijo Guillermo.

—¿De dónde vamos a sacar un traje Carlos I? —preguntó Douglas.

—Ya nos arreglaremos —dijo Guillermo, alegremente—; lo conseguiremos de alguna manera. Ya veréis si no.

Se separaron y se fue cada uno de ellos a su casa a tomar el té.

Guillermo estuvo sentado bastante silencioso a la mesa, porque estaba pensando en el traje Carlos I. No estaba muy seguro de cómo era un traje de la época de Carlos I; pero sospechaba que el único disfraz que tenía —un traje de piel roja, muy usado—, no serviría para sustituirle. Se preguntó si habría manera de convertirlo en traje de la época de Carlos I añadiendo una cortina vieja de encaje, por ejemplo, o llevando una papelera de gorro, en lugar del penacho de plumas. Sabía que su hermana tenía un traje de reina de hadas. Mentalmente, se imaginó el traje de reina de hadas superpuesto al de piel roja. Tendría un aspecto raro y, después de todo, todos los trajes de época tenían aspecto raro —eso era lo más importante de ellos—; conque tal vez iría bien. Roberto parecía estar hablando mucho. Guillermo empezó a escucharle, distraído.

—La he vuelto a ver —estaba diciendo su hermano—; estaba asomada a una ventana. Le oí a él llamarla. Se llama Gloria… ¿De veras que no la has visto, mamá?

—No —contestó la señora Brown—; no he visto a ninguno de los dos.

Roberto se ruborizó.

—¡Es maravillosa! —dijo—, ¡maravillosa! Me es imposible describirla. Pero parece la mar de raro que nadie la vea nunca por el pueblo. Se le ve alguna vez, por equivocación, al pasar junto a su casa… ¡Resulta tan raro que no se le vea por parte alguna…! Gloria. Así se llama. Le oí llamarla así. Es un nombre la mar de bonito, ¿no te parece?

—Quizá —asintió la señora Brown, un poco dudosa—; no sé por qué, sin embargo, me recuerda el nombre de un producto para limpiar metales; pero seguramente será bonito, en realidad.

—Sea como fuere —dijo Roberto con valor—, ella es muy hermosa.

Guillermo estaba escuchando atentamente. La señora Brown, dándose cuenta, cambió apresuradamente de conversación. Sabía que Guillermo se tomaba un interés activo, aunque no siempre bondadoso, en los amoríos de su hermano.

—Vas a ir al baile de carnaval esta noche, ¿verdad, querido? —le dijo a Roberto.

—Sí.

—¿Optaste por el disfraz de pierrot, después de todo?

—No; ¿no te lo había dicho? Víctor va a prestarme su disfraz de Carlos I. Tenía la intención de ponérselo él; pero está tan acatarrado, que no podrá ir; conque me lo va a mandar.

—Es muy amable. Guillermo, querido, haz el favor de no mirar tanto a tu hermano y tómate el té.

Guillermo empezó a consumir un trozo de pastel de una manera que hacía suponer tenía la misma capacidad bucal de un rinoceronte y estómago de avestruz. Habiendo saciado el apetito de momento, se volvió hacia Roberto.

—¿Tienes ese disfraz arriba en tu cuarto, Roberto? —le preguntó.

—Tal vez sí y tal vez no.

Pensativo, el muchacho se comió otro pastel.

Luego dijo, pensativo, y sin dirigirse a nadie en particular.

—Me gustaría ver un traje Carlos I. Quizá me fuera bien para mis clases de Historia. Creo que aprendería las fechas de la época mucho mejor si hubiese visto la ropa que llevaban. El informe del colegio decía que no me tomaba suficiente interés en Historia. Bueno, pues me tomaría mucho más interés si viera el traje. Apuesto a que sacaría mejores notas en Historia el curso que viene si pudiera ver el traje de la época de Carlos I que tiene Roberto.

—Bueno, pues no puedes verlo —contestó categóricamente Roberto.

—Y ya has comido bastantes pasteles, querido —dijo su madre.

Guillermo se volvió hacia los bollos, tomó el más grande que encontró y volvió al ataque.

—No tengo nada especial que hacer esta tarde, Roberto —dijo—. Te ayudaré a vestirte si quieres.

—No, gracias.

—Y no hables con la boca llena —le advirtió la madre.

Guillermo consumió el bollo en silencio; luego volvió a la carga.

—Apuesto a que podría enseñarte a ponértelo, Roberto. Son muy difíciles de poner los trajes Carlos I. No creo que puedas hacerlo tú solo. Yo podría enseñarte cómo van las cosas. Seguramente te encontrarás con que todo el mundo se ríe de ti si te lo pones tú solo. Subiré ahora, si quieres, y te lo dejaré todo preparado en el orden que debes ponértelo.

—No, no quiero; conque ya puedes callarte.

Guillermo tomó otro bollo muy grande para consolarse. Roberto le miró desapasionadamente.

—Al verle a este comer —comentó—, cualquiera diría que es un bicho del Parque Zoológico.

Este comentario hizo que se desvanecieran por completo los escrúpulos que hubiera podido sentir por Roberto en los acontecimientos que siguieron.

Roberto, vestido con su traje de la época de Carlos I, cubierto, discretamente, con un abrigo, bajó de su cuarto. Tenía expresión de satisfacción y de triunfo.

La satisfacción se la producía su aspecto, que él se imaginaba algo más romántico de lo que era en realidad. El triunfo era triunfo sobre Guillermo. Sabía que su hermano tenía muchas ganas de ver el traje por motivos que él achacaba a la curiosidad y, seguramente, al deseo de burlarse de él después. Roberto, que consideraba que tenía muchas cuentas que saldar con Guillermo (especialmente por el reloj que su hermano, en bien de la ciencia, había desmembrado la semana anterior), estaba decidido a frustrar los propósitos de Guillermo. Inmediatamente después del té, había cerrado la puerta de su cuarto, metiéndose la llave en el bolsillo. Unos momentos más tarde tuvo la satisfacción de ver cómo probaba, furtivamente, la puerta su hermano Guillermo; sin embargo, no se hallaba en el vestíbulo cuando bajó él. El traje había resultado magnífico, pero la desventaja era que «ella» no se hallaría presente para verlo. En aquel momento hubiera dado casi cualquier cosa a cambio de la certidumbre de que «ella» le vería en toda su gloria. Porque Roberto consideraba que el traje le hacía parecer guapo de verdad. Estaba seguro de que toda muchacha que le viera con aquel traje puesto, se enamoraría de él… Si fuese a estar «ella» allí…

Descolgó el sombrero, se despidió de su madre y salió al jardín. Un niño, al que no pudo ver, pero que estaba seguro no era Guillermo (era Enrique), salió de detrás de los matorrales, le entregó una nota y desapareció. Fue al extremo del sendero y, parándose debajo del farol, la leyó. Estaba escrita a máquina.

«Querido señor Brown».

«Le he visto en la calle, cuando ha pasado usted delante de nuestra casa, y como me ha parecido bueno y bondadoso, me dirijo a usted pidiéndole ayuda. ¿Quieres tener la bondad de salvarme de mi padre? Me tiene prisionero aquí. Está loco; pero no lo bastante para ingresar en un manicomio. Cree estar viviendo en el reinado de Carlos I y no deja entrar a nadie en casa si no lleva traje de esa época, conque no sé cómo se las arreglará usted para entrar. Si logra entrar, sin embargo, sígale la corriente y permítale que le dibuje, porque se cree artista y, una vez le haya dibujado, con toda seguridad le permitirá que haga lo que usted quiera. Entonces haga el favor de salvarme y llevarme a casa de mi tía a Escocia y ella le recompensará.

Gloria Groves».

La carta era resultado de arduo trabajo por parte de los Proscritos. Cada palabra había sido buscada laboriosamente en el diccionario y luego escrita en secreto, por Enrique, en la máquina de escribir de su padre.

Roberto la leyó, palideciendo, boquiabierto, con los ojos dilatados de asombro. Se miró el traje que llevaba debajo del gabán.

—¡Traje de la época de Carlos I! —exclamó—. ¡Caramba! ¡Eso sí que es una coincidencia!

Luego, con aire de valor y de osadía, emprendió el camino hacia «Los Tilos».

Guillermo entró en el estudio sin hacerse anunciar. El artista apartó la mirada de su caballete.

—¡Hola! —dijo—. ¿Estás de vuelta?

—Sí —contestó Guillermo—; el hombre de quien le hablé va a venir.

—¿Con traje y todo?

—Sí, pero mejor será que le explique algo de él primero. Está un poco mal de la cabeza.

—En resumen, que me traes al tonto del pueblo.

—Sí —contestó Guillermo, encantado de que quedara explicado el cuento en tan pocas palabras—; es algo así. No es peligroso; pero viste traje de la época de Carlos I (por eso pensé que le iría bien a usted), y cree que vive en los tiempos de Carlos I y tendría usted que hablarle como si fuera la época de Carlos I para que esté tranquilo. Se enfurecerá si no. Se dejará dibujar porque le gusta que le dibujen; pero, en cuanto ve una muchacha, tiene la manía de quererlas salvar y llevarlas a sus tías en Escocia.

—¿Por qué Escocia? —preguntó el artista.

—Porque esa es parte de su locura —explicó Guillermo.

—Pues no hay más que una muchacha en esta casa… mi hija. Ha estado en cuarentena porque ha tenido una enfermedad infecciosa… acaba de salir de cuarentena hoy… y no creo que la vea, conque por ese lado no hay peligro.

—Me dará usted a mí el dinero, ¿verdad? Porque… porque yo soy quien le guarda el dinero… ¿comprende?

—Ya hablaremos de eso más adelante —dijo él hombre—, si viene y cuando venga. Y a propósito, ¿eres tú su guardián?

—Verá —contestó Guillermo con cautela—; lo soy y no lo soy.

Pero en aquel momento oyó que se abría la puerta del jardín y se retiró, discretamente, por la ventana.

Roberto cruzó el jardín con una expresión resuelta y severa en el semblante. Roberto era un voraz lector de novelas románticas y con frecuencia había anhelado que le ocurriera algo así. La única desventura era que no tenía dinero suficiente para llevarse a la heroína a Escocia; pero el héroe de una novela no se hubiera preocupado por un detalle tan insignificante. Siempre parecían tener dinero suficiente, en las novelas, para llevarse a la heroína a cualquier parte. Lo primero que había que hacer, sin embargo, era salvarla. Tal vez tuviese ella alguna joya que pudieran empeñar. Las heroínas de los libros siempre tienen joyas.

—¡Ah! ¡Ahí está usted…! Entre.

La voz salía de uno de los ventanales. Era el loco que estaba en el cuarto, sentado ante un caballete. Evidentemente, se creía artista, como le había advertido la muchacha. Roberto tiró el abrigo, apresuradamente, sobre un banco del jardín y entró con todo su golpe de traje Carlos I.

—Buenas tardes —dijo el artista—, ¿ha venido a servirme de modelo?

Roberto adoptó la estúpida expresión de quien sigue la corriente a un loco.

—Sí —contestó—; vengo a servirle de modelo.

No cabe la menor duda de que el efecto de aquella expresión, superpuesta a la de determinación, hubiera justificado que cualquiera creyese a Roberto mental, aunque no peligrosamente, trastornado. El artista lo colocó convenientemente y luego intentó dilucidar si su modelo estaba loco o cuerdo.

—¿Qué? —dijo—. ¿Cómo está Carlos I hoy?

Y Roberto palideció aún más y procuró reunir todas sus fuerzas. Era preciso que le siguiera la corriente a toda costa.

—Su Majestad —dijo en voz solemne— parece, vive Dios, muy bien hoy.

Se dijo que le había salido aquella frase la mar de bien.

El artista le dirigió una mirada penetrante, pero la sinceridad de la expresión de Roberto le convenció. Era verdad; estaba trastornado. Bueno, no había más remedio que seguirle la corriente… No tenía más remedio que acabar los dibujos aquel día… Y no parecía peligroso.

—Me alegro mucho de saberlo —dijo; y agregó, con súbita inspiración—: ¡Voto a tal!

Durante unos momentos trabajó en silencio. Luego… encontró la postura que había escogido algo difícil, y durante unos segundos frunció el entrecejo y miró a Roberto, pensativo. Las pobladas cejas le daban un aspecto feroz al artista cuando fruncía el entrecejo. Roberto empezó a temblar. Aquel hombre podría atacarle. Tendría que decirle algo de Carlos I para apaciguarle… inmediatamente… ¡Lástima que supiera tan poco de Carlos I… salvo que había sido ejecutado! O… ¿le habían ejecutado…? Quizá fuera mejor no abordar esa parte de la cuestión, sobre todo teniendo en cuenta que el otro le creía vivo aún… Ni siquiera sabía con quién había estado casado Carlos I. Era posible, incluso, que hubiese sido soltero… Era preciso decir algo pronto… La mirada del hombre se estaba volviendo verdaderamente asesina… Con una sonrisa que tenía muy poco de tal, dijo:

—La esposa de… ¡ah…! del rey Carlos tenía muy buen aspecto esta mañana.

La expresión feroz desapareció del rostro del artista. Roberto exhaló un suspiro de alivio y se enjugó, furtivamente, la frente.

—¡Ah… sí…! ¿Verdad que sí? —dijo el artista que se había echado un poco a un lado y veía así mejor a su modelo—. ¿Tiene usted inconveniente en volverse un poco más para aquí?

Y agregó:

—¡Voto a tal! ¡Cien mil legiones de condenados!

Roberto obedeció y, durante unos pocos minutos, todo fue bien. El artista dibujó en silencio. Roberto empezaba a sentirse un poco menos nervioso. Miró alrededor suyo. ¿Dónde estaba «ella»?, se preguntó… Quizá se estuviera preparando ya para marcharse con él a casa de su tía de Escocia… Confiaba que se acordaría de llevarse algunas joyas que empeñar; pero después pensó con horror que en su vida había empeñado nada y que no sabía qué tenía que hacer uno para empeñar. Eso era terrible. No pudo menos que reconocer que casi parecía poca cosa para desempeñar el glorioso papel que el Destino le había asignado. Luego se consoló pensando que todo héroe tiene que empezar alguna vez —que tiene que hacer las cosas por primera vez—. Con toda seguridad saldría bien. El artista volvió a dudar de si estaba bien o no la postura. No le parecía bien del todo. De nuevo miró, con el entrecejo fruncido, a su modelo, y de nuevo empezó a sudar tinta Roberto. Tendría que decir algo más de Carlos I inmediatamente. Se devanó los sesos. Se lamentó de no haberse preocupado más de la Historia cuando estudiaba. Era terrible aquello de no saber una palabra de Carlos I. Ni siquiera se acordaba de su aspecto, aun cuando sabía que en su libro de Historia figuraban los retratos de todos los reyes. ¡Caramba! ¡Aquello le daba una estupenda idea!

—El rey Carlos —dijo— se hizo pintar su retrato… el del li… acaba de hacer pintar su retrato quiero decir. Creo que ha salido muy parecido.

—¿Sí? —dijo el artista—. ¿Querría mover usted un poco la cabeza hacia la izquierda? Gracias mil. Supongo que es usted amigo de Su Majestad, ¿no?

Roberto palideció aún más. La pregunta no podía ser más comprometedora. Si le decía que sí, tal vez se pusiera frenético aquel loco, y si decía que no, podría ocurrir lo propio. Era terrible eso de estar solo con un loco, de aquella manera. Casi le pesaba el haber ido… casi nada más, naturalmente. Aún recordaba a la belleza que había visto asomada a la ventana. Tosió y dijo:

—Pues… ¡ah…!, ¿lo es usted?

—¿Yo? —dijo el artista—. Yo soy uno de sus más íntimos amigos. Estábamos hablando de usted, por cierto, hace muy pocos días. ¡Pardiez! (¿no sería esta expresión de la época?). Tiene usted un perfil difícil, vive Dios.

«Parecía bastante inofensivo, pobre hombre —pensó el artista—. Se veía en seguida que no estaba del todo bien de la cabeza. Su expresión lo delataba. Y era muy joven… ¡lástima…! y completamente inofensivo.

Roberto estaba a punto de contestar algo, cuando se abrió la puerta y entró la hija del artista.

Roberto se puso rojo como una amapola y le hizo una seña que quería decir que había recibido su carta y que la salvaría de las garras de su padre. En aquel momento se volvió el artista. La muchacha estaba mirando al modelo, con asombro. No tenía más remedio que hacerlo, naturalmente, se dijo Roberto, mientras su padre estuviera mirando. Y más valía que fuese él con cuidado también.


…le hizo una seña que quería decir que había recibido la carta…

—¿Tienes un modelo, papá? —dijo ello.

—Sí, querida; un caballero de la corte de Carlos I. Se acercó al caballete de su padre y miró el dibujo, susurrando:


—¡Que persona más extraordinaria, papá! —susurró la muchacha.

—¡Qué persona más extraordinaria, papá!

—Sí, querida —susurró el padre—; está un poco loco, pero es inofensivo. No estoy muy seguro de dónde sale. Lo trajo aquí un muchacho y supongo que volverá a buscarlo. Cree vivir en tiempos de Carlos I. Por eso está vestido así… Tienen que seguirle la corriente… pero es inofensivo… completamente inofensivo. Aún no he acabado del todo con él; pero necesito más papel. Haz el favor de no dejarlo marchar hasta que yo vuelva, ¿quieres? Síguele la corriente… Es completamente inofensivo.

Se fue al cuarto vecino.

Roberto habló en ronco susurro.

—Me envió usted esa nota, ¿verdad?

Empezó a seguirle la corriente.

—¡Ah… sí! —contestó, con algo de temor.

—Yo la salvaré. Esté usted preparada… En cuanto acabe de dibujarme… Estaremos en casa de su tía, en Escocia, antes de que amanezca.

—Un momento —contestó ella, intimidada.

Y fue a reunirse con su padre en la habitación interior.

—Papá —dijo—, está completamente loco. Dice que va a salvarme y llevarme a Escocia, a casa de mi tía.

—Sí, ya me acuerdo —dijo el artista—; esa es una de sus obsesiones. Ya me lo dijeron. Pero es inofensivo. Síguele la corriente. Es absolutamente indispensable que dibuje ese traje de Carlos I en cuatro posturas distintas.

Volvió la joven al estudio.

—¿Está usted preparada ya? —preguntó Roberto.

—Sí.

—¿Cómo escaparemos?

—¡Oh…! es muy fácil —contestó ella vigilando su menor movimiento y retrocediendo hacia la puerta.

—¿Tiene usted confianza en mí?

—¡Ah… sí!

El artista regresó.

—Una más —dijo— sentado ahí, con el brazo tendido… así… ¡vive Dios!

Abrió un cajón del escritorio y se inclinó sobre él, de espaldas a Roberto. La oportunidad de dominar al apresor de su bienamada era demasiado buena para que el muchacho pudiera resistir la tentación de aprovecharla. Se abalanzó sobre él, gritándole a la muchacha:

—¡Recoja sus cosas… pronto! ¡Yo le ataré!

—¡Cielos! —exclamó el artista—. ¡El pobre hombre se ha vuelto peligroso!

El artista era más fuerte de lo que parecía y pronto tuvo a Roberto bien atado. Luego se volvió hacia Gloria.

—Lo trajo aquí un niño —dijo—; ve a ver si lo encuentras ahí fuera.

Pero no había niño alguno fuera.

Los Proscritos, que habían estado viendo todo lo que ocurría, se desbandaron y corrieron a sus casas para probar la coartada.

Sin embargo, por el camino pasaron por la casa de la niña rubia. Habían contraído una obligación con ella y tenían la intención de cumplir. No estaba sentado en el escalón, conque, armándose gradualmente de valor, llamaron a la puerta. Una mujer abrió. Dentro de la cocina había un hombre, sentado a la mesa, comiendo. La niña mecía una muñeca junto al fuego.

Los Proscritos entraron. Guillermo habló por todos.

—¿Es este tu padre? —le preguntó a la niña.

—Sí.

—Bueno, pues le encontramos trabajo. Es decir, alguien fue a que lo dibujaran en su lugar y vamos a ver si nos quiere pagar mañana el hombre que le dibujó… y se lo daremos, y…

El hombre soltó cuchillo y tenedor, tragó un buen bocado sin mascar y dijo:

—¿Qué quieres decir?

—Pues —explicó Guillermo— nos habló de que estaba usted sin trabajar.

—¿Yo sin trabajo? —exclamó el hombre, indignado.

—¡Oh! ¡Son unos niños «más» estúpidos! —dijo la niña—. Estaba jugando yo sola, fingiendo que era una niña de un libro, que tenía su papá sin trabajo… y vinieron ellos a estropearlo. Luego hacía que era otra muchacha de un libro que tenía a su papá enfermo y volvieron a estropearme el juego…

—¿No estaba usted enfermo? —tartamudeó Guillermo.

—¡Enfermo yo! —rugió el hombre—. No he estado enfermo en mi vida.

—¿No estuvo usted sin trabajo?

—¿Sin trabajo yo? —volvió a rugir el otro—. ¡No he estado sin trabajo en la vida!

—No han hecho más que estropearme los juegos… —dijo la niña.

—Volved a estropearle los juegos —dijo el hombre, amenazador— y os…

Aturdidos, los Proscritos se marcharon cabizbajos.