Guillermo había ido a ver las pruebas de los perros de pastor en la exposición de agricultura y se había emocionado mucho ante el espectáculo. Había parecido, por añadidura, muy sencillo. Con un perro y unas ovejas, cualquiera podría hacer lo mismo. Tenía un perro, naturalmente, «Jumble», su querido perro que había desempeñado muchos y variados papeles desde su ingreso en el «menaje» de Guillermo. Había sido perro andarín, saltarín y parlante. Incluso, en cierta ocasión, había hecho veces de muchedumbre en una función organizada por Guillermo. No se puede pretender que «Jumble» desempeñara ninguno de dichos papeles, con brillantez. Era, esencialmente, pasivo más bien que activo en la representación de ellos. Andaba y saltaba a la fuerza; porque Guillermo, en dichas ocasiones, le cogía las patas delanteras y no le dejaba hacer otra cosa. Su «charla» era su reacción natural cuando Guillermo le susurraba: «¡Ratones!»; en realidad, no representaba aquella inteligencia sobrehumana que Guillermo decía. El propio «Jumble» no sentía orgullo alguno por sus proezas. Cuando oía decir la palabra «habilidad», se largaba lo más aprisa posible; pero si le era imposible escaparse, cedía a lo inevitable y sufría la humillación de andar o bailar con aire de tedio.
Después del desayuno, a la mañana siguiente de las pruebas de perros, Guillermo salió lenta y pensativamente al jardín. Allí le saludó efusivamente «Jumble» que intentó darle a entender con ladridos, saltos y carreras que era una mañana como para dar un paseo por el bosque donde, quizá, con un poco de suerte podrían encontrar algún conejo. Pero Guillermo no estaba de humor para salir en busca de conejos; estaba de humor para hacer pruebas de perros de pastor. Había decidido enseñar a «Jumble» a ser perro de pastor. Hubiera podido objetar que «Jumble» no era perro de esa clase; a cuya objeción hubiese podido responderse con que «Jumble» tenía tanto de perro de pastor como de perro de cualquiera otra clase. Las clases de perro de que se componía «Jumble» estaban tan bien mezcladas que hubiera sido imposible decir qué clase de perro era lo que no era. Guillermo había decidido usar un silbato para darle órdenes a «Jumble», más que nada porque daba la casualidad que su más nuevo y más preciado tesoro era un silbato. Se lo había mandado su tío, que, como había comentado amargamente el padre de Guillermo, debiera de haber tenido más sentido común. No era un silbato corriente. Era el ideal platónico de un silbato. Era muy grande y emitía un sonido con el que sólo hubiera podido competir la sirena de una fábrica. Guillermo, con gran sorpresa y alivio de su familia, la había usado un poco desde que se lo regalaron. Lo había tenido guardado en un cajón en su alcoba. Su familia creía que se había olvidado de su existencia y no consentía jamás que la conversación versara sobre el tópico de instrumentos musicales en general o silbatos en particular, por miedo a que se acordara del suyo. No podían saber, naturalmente, que el silbato de Guillermo era su secreto orgullo, su alegría y su más preciado tesoro, aunque no lo usaba simplemente porque lo consideraba demasiado precioso para usarlo hasta que no se presentara una ocasión digna de él Y ahora se había presentado la esperada ocasión al enseñar a «Jumble» a ser perro de pastor. Mientras «Jumble» saltaba con inocente alegría sin saber la dura prueba que le esperaba, Guillermo subió a su cuarto y sacó, con reverencia, el silbato que aún estaba envuelto en algodón en rama, dentro de la caja en que la había recibido. Luego se lo metió en el bolsillo y, seguido de «Jumble», que aún saltaba con entusiasmo a su alrededor, salió a la calle. Tenía ya un perro y un silbato. Lo único que le faltaba era encontrar un rebaño. Tiró calle abajo, acariciando con una mano su silbato, que reposaba en su bolsillo, con los ojos fijos, con orgullo, en «Jumble». Este, que se imaginaba que iban a dar un paseo por el bosque poblado de conejos, saltaba encantado, intentando morder a todas las moscas y mariposas que veía, perdiendo el equilibrio en más de una ocasión.
Guillermo caminaba ya sin prestar gran atención a su perro. Estaba pensando en otras cosas. De pronto las vio, todo un prado lleno de ovejas sin guardián ni dueño a la vista. Se animó. Podía empezar el entrenamiento de «Jumble» como perro de pastor. Entró en el prado, seguido de «Jumble».
—Ahora, «Jumble» —dijo con severidad—, cuando toque el silbato, tú échalas al extremo del prado y, cuando sople dos veces, vuelve a echarlas para acá.
«Jumble» emitió un breve ladrido que Guillermo, siempre optimista, interpretó como de perfecta comprensión.
Guillermo respiró profundamente y dio un silbido penetrante. Aquel sonido de pesadilla rasgó el aire. Una oveja alzó la cabeza y le miró con reproche. Las demás no hicieron caso. «Jumble» siguió persiguiendo mariposas. Guillermo suspiró y repitió sus instrucciones.
—Cuando haga sonar una vez el silbato, «Jumble», échalas al otro extremo y, cuando sople dos veces, vuelve a traerlas.
El perro meneó el rabo y Guillermo creyó que le había comprendido por fin.
Volvió a soplar. La oveja que le había dirigido la mirada de reproche, le miró con más reproche aún. «Jumble», que empezaba a darse cuenta de que algo se esperaba de él, se puso a dos patas.
El muchacho suspiró:
—No, «Jumble» —dijo—, haz el favor de escucharme bien… Cuando sople una vez…
Se interrumpió. «Jumble» había salido corriendo detrás de otra mariposa. Era completamente inútil hablarle mientras viera todas aquellas mariposas por allí. Tendría que hacerle comprender por algún otro medio. Indicó las ovejas.
—¡Eh, «Jumble»! —le azuzó—, ¡a ellas!, ¡ratas!
«Jumble» miró a Guillermo y luego a las ovejas, la cabeza ladeada, las orejas erguidas. Era evidente que su amo quería que atacara aquellas cosas grandes, blancas, que habitaban en el prado. Pero… ¿por qué? No estaban haciendo daño alguno y «Jumble» era cauteloso y no veía por qué había de atacar, innecesariamente, a animales tres veces más grandes que él. Sin embargo, no tenía inconveniente en parecer dispuesto a hacerlo. Para ello no era preciso que se arrimara demasiado.
Haciendo alarde de ferocidad empezó a ladrarle a la oveja más cercana, saltando y haciendo carreritas, como si fuera a atacarle; pero manteniéndose siempre a una distancia prudente.
—¡Muy bien, «Jumble»! —le animó Guillermo—, ¡duro con ellas!, ¡ratas!
«Jumble», comprendiendo por el tono de voz empleado por Guillermo que estaba haciendo lo que este esperaba de él, redobló su fingida furia. La oveja más próxima, algo asustada, se alejó un poco. El perro quedó encantado. Había asustado a aquel bicho. Aquel animal tres veces mayor que él, le tenía miedo. Le abandonó algo de su cautela. Volvió a acercarse a las ovejas más furioso y ruidoso que nunca. Los animales empezaron a correr. Excitado por su éxito, «Jumble» se lanzó en su persecución. Cundió el pánico en el rebaño. Las ovejas empezaron a correr de un lado a otro, balando, perseguidos por «Jumble», que se creyó convertido, por fin, en un perro danés. Guillermo estaba muy satisfecho. Las cosas empezaban a moverse por fin, «Jumble» estaba resultando un magnífico perro de pastor. Luego sopló dos veces el silbato.
—Ahora, vuélvelas a traer, «Jumble» —ordenó.
Pero «Jumble» ni veía ni oía, tan entusiasmado estaba persiguiendo a aquellos animales blancos, tontos y grandes, que no parecían darse cuenta de su tamaño, que, ¡oh, alegría!, ¡oh, milagro!, le tenían miedo… ¡a él! Las ovejas corrían en todas direcciones sin dejar de balar, «Jumble» saltaba, ladraba, los perseguía sin cesar.
—¡Eh, «Jumble»! —gritó Guillermo otra vez— ¡deja eso ya!, ¡vuelve a traerlas!
Pero las ovejas habían encontrado un medio de huir y salían llenas de pánico por la puerta que Guillermo había dejado abierta, distraídamente, al entrar. Las ovejas salieron a la carretera y se desbandaron sin dejar de balar desesperadamente.
«Jumble» contempló el prado desierto. Las había echado, que era, evidentemente, lo que Guillermo quería que hiciese. Aquello ya era suyo y de Guillermo nada más. Se acercó al muchacho y se sentó de costado, con la cabeza alzada y la boca abierta, jadeante.
Estaba orgullosísimo de sí mismo. Centenares y centenares de animales blancos, cada uno de ellos tres veces más grandes que él, habían huido, aterrados, ante él, ¡qué perro!, ¡qué perro! Le dirigió una mirada a Guillermo que parecía querer decir:
—Bueno, y ahora ¿qué opinas de mí?
Guillermo hubiera podido decirle muy adecuada y elocuentemente lo que él pensaba, pero empezaron a llegar rumores ya de la casa de labranza desde donde habían sido vistas las ovejas. Ya empezaban a salir hombres a la carretera para hacer frente a la crisis. Guillermo, que no quería que lo trataran como parte de la crisis, cogió apresuradamente al perro y atravesó por el seto a otro prado, desde el que salió a la carretera y regresó a su casa.
La primera lección que le había dado a «Jumble» no había tenido mucho éxito, pero Guillermo no era muchacho que abandonara, así como así, una tarea iniciada. Sólo que pensó que tal vez había sido una equivocación empezar por ovejas. Probablemente sería mejor empezar por otra cosa para irle acostumbrando. Sentado en un tiesto en el jardín, apoyada la barbilla en la mano, reflexionó, mientras «Jumble», sentado a su lado, seguía evocando la escena en que, solito, había puesto en fuga a los enormes animales blancos. «Sí —pensó Guillermo— habría sido un error por parte suya el empezar por ovejas. Si pudiera empezar con algo pequeño, ya iría subiendo de tamaño poco a poco. Sus ratas blancas… ¡Justo! ¡Lo más indicado!». Se volvió y le explicó larga y detalladamente a «Jumble» lo que quería que hiciese.
—Cuando sople una vez, «Jumble» —dijo—, échalas al otro extremo del jardín y, cuando sople dos veces, vuélvelas aquí y mucho ojo con dejar que se te escape ninguna.
«Jumble» le miró con expresión idiota. Era evidente que ni siquiera intentaba comprender lo que le decían y daba por sentado que Guillermo estaba cantando sus alabanzas, diciendo que apenas había podido dar crédito a sus ojos al ver cómo ponía en fuga a las ovejas. Guillermo se fue en busca de las ratas. Regresó y se arrodilló con la caja.
—Ahora, échalas con cuidado, «Jumble» —ordenó poniendo en libertad su rebaño.
Pero «Jumble» no estaba de humor para andar con cuidado. O consideraba un insulto que se le intentara convertir en perro de ratas o deseaba demostrarle a su amo que aquello era juego de niños después de su última hazaña. Mató a dos antes de que Guillermo pudiera salvarlas. Escuchó los comentarios del muchacho con cortés hastío y contempló el entierro con interés, como si tomara nota del lugar para hacer investigaciones más tarde. Luego observó como se llevaba a casa el resto de las ratas con aire de nostalgia. Le hubiese gustado seguir adelante con ellas. Guillermo no estaba desanimado del todo. Sentía, naturalmente, el haber perdido dos de sus ratas blancas; pero las ratas sabían aumentar su número con una rapidez que no permitía que la pérdida se notara mucho tiempo. Y seguía decidido a enseñarle a «Jumble» a ser perro de pastor. Quizá lo mejor sería entrenar a «Jumble» solo, sin nada que representara a las ovejas y luego, cuando ya fuese experto, irle proporcionando ovejas para que trabajara con ellas. Le enseñaría a «Jumble» a irse al otro extremo del jardín cuando soplara uno vez y a volver cuando soplara dos.
Tiró una piedra al otro extremo del jardín para que «Jumble» fuera a buscarla. Sopló el silbato una vez, al tirarla y dos cuando el perro estuvo dispuesto a regresar con ella. Confiaba en que, si lo hacía suficientes veces, «Jumble» empezaría a asociar su partida y su regreso con el silbato en lugar de con la piedra. Cuando llevaba haciéndolo media hora, su padre salió con expresión de angustia y de ira.
—Si vuelvo a oír el menor sonido de ese instrumento de tortura —dijo— te lo quitaré y lo echaré al fuego, ¿sabes tú que llevo media hora intentando dormir? ¿Qué diablos haces sentado ahí y tocando ese maldito silbato? ¿Intentas, acaso, tocar alguna música?
Guillermo no explicó que estaba intentado enseñar a «Jumble» a ser perro de pastor. Se retiró con perro y silbato, apresuradamente.
Sabía que sería inútil seguir el entrenamiento de «Jumble» al alcance del oído de su padre. Resultaría mucho más prudente retirarse al otro extremo del pueblo, donde no existiría la menor probabilidad de que lo oyese su padre. Lo que más le molestaba era que estaba convencido de que, poco antes de que saliera su padre, «Jumble» había empezado a comprender lo que se esperaba de él. Se metió el silbato en el bolsillo y echó a andar calle abajo, seguido, alegremente, por «Jumble». Este creía, evidentemente, que por fin iban a darse el paseo por el bosque.
Al otro extremo del pueblo había una casa enorme, con un prado detrás. El prado estaba desierto y no se le veía desde la carretera. Allí decidió Guillermo completar la educación de «Jumble». Armado de un montoncito de piedras y de su silbato, se puso a tirar piedras y hacer sonar su silbato. «Jumble» recogía las piedras y se las llevaba como quien lo hace por cumplir. En su fuero interno, se decía que, como juego se estaba prolongando demasiado. Sea como fuere, resultaba una diversión pueril para un perro que, solo y sin ayuda, era capaz de poner en fuga a numerosos y enormes animales blancos. Y tenía ganas de probar suerte con los conejos.
Guillermo creyó que «Jumble» había comprendido por fin. Decidió probar sin las piedras. Fue un momento emocionante. Sopló una vez y esperó a ver si «Jumble» corría al otro extremo del prado. Guillermo nunca supo si «Jumble» hubiera obedecido la orden. Es una cuestión esta, que ha de permanecer sin respuesta toda la eternidad. Porque no bien el muchacho hizo sonar el silbato, cuando una especie de ciclón con traje malva, cayó sobre él. Cuando el ciclón se calmó un poco, vio que se trataba de un señor de cierta edad, inquilino de la casa grande vecina.
—¡Sinvergüenza! —gritó—. ¡Verdugo! ¿Sabes tú que he estado intentando descansar… «descansar», sabes…, con todo este ruido infernal? ¿Qué diablos pretendes con esto? ¿Qué rayos te has creído que estás haciendo… soplando de esa manera? ¿Acaso quieres volverme loco?
Antes de que Guillermo pudiera oponerse, le había quitado el preciado silbato, metiéndoselo en el bolsillo.
—Ahora lo tengo yo, muchacho, y pienso quedármelo. Y te quitaré cualquier otro instrumento de tortura que traigas por aquí. Y ahora… ¡fuera!
«Jumble» gruñó y dio un salto hacia el caballero; pero viendo que este no daba media vuelta y echaba a correr aterrado como las ovejas, cambió de táctica y meneó el rabo. Guillermo, sorprendido y furioso, intentó reunir suficiente aliento para contestar; pero, antes de que pudiera hacerlo, el rostro del caballero se congestionó de nuevo.
—¡FUERA! —rugió.
Guillermo, después de dirigir una mirada al rostro del otro, se olvidó de su dignidad y se fue seguido del incipiente perro de pastor. Ardía de indignación. Hubiera preferido que le robasen cualquier cosa antes que el silbato, su gloriosa insignia de entrenador de perros. Robado, sí; eso era, robado; le habían robado su silbato. El hombre del traje malva debiera de estar en la cárcel.
Se lo dijo primero a su padre y este exclamó:
—¡Gracias a Dios!
Luego se lo dijo al guardia del pueblo y este se dio una palmada en la cadera y soltó una carcajada que hizo huir, aterrado, a «Jumble».
Después de pensarlo mucho, Guillermo decidió abordar al propio ladrón. Más tarde le salió al paso en la calle y dijo:
—Perdone, ¿querría devolverme usted mi silbato?
El ladrón contestó con firmeza:
—No; no puedo devolverte tu silbato. De ninguna manera. No puedo devolverte tu silbato jamás. No hay poder que me haga devolverte tu silbato. Puedes considerar tu silbato como perdido para siempre, muchacho, al igual que otro instrumento de tortura que emplees para quitarme el sueño.
Y siguió su camino dando un resoplido.
Guillermo se quedó parado en medio de la calle, contemplándole. Bueno, ya había probado todos los medios legales. Había apelado a su padre que debiera de haber protegido a su hijo contra tales ultrajes. Había apelado a la ley, que debiera de haber tomado medidas drásticas contra semejante atentado contra el derecho de propiedad. Había apelado a los buenos sentimientos del propio criminal, todo ello en vano.
No le quedaba más recurso que tomarse la justicia por su propia mano. Porque Guillermo se decía que jamás podría volver a alzar la cabeza mientras no hubiese limpiado aquella mancha que empañaba su honor.
* * *
Sin tener pensado ningún plan concreto, Guillermo regresó furtivamente por el sendero del jardín hacia la casa grande. Había visto al caballero del traje malva dirigirse a la estación aquella mañana en un coche con un maletín, de forma que aquel osado avance por territorio enemigo era menos heroico que lo que a primera vista pudiera parecer.
Para mayor seguridad, Guillermo, se había dejado el perro en casa. «Jumble» era buen perro; pero jamás había logrado comprender la necesidad de la cautela. Guillermo pensó que podría muy bien hacer un perro policía de «Jumble» cuando lo hubiese acabado de hacer perro de pastor. Le enseñaría a seguir rastros de ladrones y a morderlos fuerte.
Pero no le era posible continuar el entrenamiento mientras no hubiese recuperado el silbato, el silbato suyo. De habérsele ofrecido en aquel momento un centenar de silbatos de oro adornados de brillantes a cambio del silbato suyo, los hubiera rechazado con desdén. El silbato era suyo y estaba decidido a recobrarlo a toda costa. Erró en torno de la puerta de la casa haciendo alarde de un sigilo que hubiese llamado la atención a un kilómetro de distancia, de haberse hallado alguien por allí para verlo. Las habitaciones del piso bajo estaban todas vacías y las ventanas bien cerradas. La puerta lateral y la principal estaban bien cerradas también. Guillermo no se atrevió a acercarse a la cocina. Le inspiraban respeto los habitantes de dicha región. ¡Tenían a mano armas tan buenas en forma de cacerolas y sartenes…!
Aun cuando hubieran estado abiertas las puertas y ventanas, hubiera sido difícil saber dónde empezar a buscar su silbato. Existía, por añadidura, la horrible posibilidad de que el hombre vestido con traje malva se lo hubiera llevado consigo. Su viaje de investigación alrededor de la casa, aunque infructuoso, le produjo cierta satisfacción, por el elemento que tenía de heroísmo y de peligro. Habiendo terminado, decidió irse a casa y elaborar un plan de acción.
Echó a andar, con aire de conspirador, sendero abajo y, de pronto, cuando casi había llegado a la verja, oyó el trepidar de un automóvil, fuera. Iba a entrar allí. Miró a su alrededor en busca de un lugar en que ocultarse. Ninguno había. Con admirable presencia de ánimo se tendió a un lado del sendero y cerró los ojos. El coche entró, pasó a su lado, se detuvo y dio marcha atrás.
—¡Santo Dios! —dijo una voz femenina—, ¡es un niño!
—¿Está muerto? —preguntó otra.
Sin abrir los ojos, Guillermo se dio cuenta de que se apeaban cuatro personas del coche. Permaneció inmóvil, con los ojos cerrados. Le parecía, mientras se hallase en aquella posición, que nadie podría pedirle explicaciones por su presencia allí.
—Mirad a ver si respira —propuso alguien.
Una mano firme se posó en su pecho. Guillermo tenía muchas cosquillas y tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para no revolcarse. Pero siguió inmóvil.
—Sí, está vivo —dijo la voz con alivio.
—Metámosle en casa —dijo otra voz— y Federico puede examinarle y ver qué le pasa.
Habló la voz de un hombre joven.
—La verdad —dijo con incertidumbre—; sólo lleva un mes estudiando medicina.
—Pero no me dirás que no eres capaz de diagnosticar una cosa tan sin importancia como esta, después de haber estado estudiando todo un mes —dijo una de las voces femeninas.
Guillermo abrió los ojos y se incorporó.
—Sí —explicó Federico—; es… es posible que pueda… Con… con toda seguridad se tratará de una cosa bien sencilla.
Guillermo, al que empezaba a divertir la situación, se sintió levantado y metido en el coche, llevado hasta la casa, sacado y depositado sobre un sofá.
—¿De qué se trata, Federico? —dijo la voz femenina—. ¿Qué le ocurre? Quizá le hayan atropellado. Respira. Mira… ponle la mano en el corazón y verás que le late.
Pero en aquel momento, en parte porque no podía contener por más tiempo su curiosidad y en parte, porque teniendo tantas cosquillas no podía soportar que le pusieran una mano en el pecho, Guillermo abrió los ojos y se incorporó. Vio tres muchachas; una, pelirroja; otra, morena y, la tercera, rubia, junto con un muchacho muy joven. Al joven pareció quitársele un peso de encima al recobrar Guillermo el conocimiento.
—¿Estás mejor, querido? —preguntó la pelirroja.
—Sí, gracias.
—¿Qué crees tú que sería, Federico? —inquirió la morena.
—Pues… pues un poco de… de vértigo —contestó Federico.
—Bueno, pues más vale que te quedes un poco aquí y descanses, ¿no te parece, querido? —dijo la muchacha—, hasta que te encuentres lo bastante bien para volverte a tu casa.
—Sí —respondió el muchacho, hablando con voz desfallecida e intentando adoptar la expresión de la persona que ha tenido vértigo (aunque maldito si sabía él lo que era vértigo).
Le resultaba interesante su situación y no tenía el menor deseo de abandonarla. Además se hallaba dentro del edificio en que suponía se encontraba su preciado silbato y confiaba en que la suerte lo haría caer, de nuevo, en sus manos. La rubia le colocó una almohada debajo de la cabeza, la morena fue en busca de una manta de viaje y le tapó con ella y Federico le asió la muñeca y sacó el reloj, en la esperanza de que la acción aumentaría su prestigio como médico y que nadie se daría cuenta de que tenía parado el reloj. Los demás le miraron en silencio.
—¿Es… está bien ya? —preguntó una de ellas.
—Sí —contestó el médico en ciernes, guardándose el reloj—; debiera descansar un poco antes de salir, sin embargo.
—Cierra los ojos, querido —dijo la pelirroja— y procura dormir un poco antes de marcharte.
Guillermo cerró los ojos obedientemente.
Entonces se sentaron todos junto a la ventana y se pusieron a hablar.
—No está mal este sitio en realidad, ¿verdad? —dijo la morena—. Fue muy bueno tío Carlos en decirnos que podíamos venir aquí a merendar cuando quisiéramos.
—Pero sólo mientras estuviera él ausente —murmuró la pelirroja.
—Ya lo sé. No es muy gregario que digamos; pero podemos pasarlo bien aquí durante su ausencia. Yo creo que sería una buena idea hacer aquí los ensayos, caracterizados y todo, el jueves, ¿no os parece? Podemos venir todos en coche y merendar y quedarnos a comer aquí. Tiene una cocinera angelical y dijo que podíamos comer aquí cuando quisiéramos. Podríamos volver a la ciudad de noche.
—¿No te parece que debiéramos decírselo… lo del ensayo?
—Podríamos hacerlo si se tratara de otra persona; pero ya sabéis cómo es él. Si se tratara de cualquier otra obra, también podríamos avisarle; pero una obra de la revolución rusa… la verdad, sería como enseñarle un trapo rojo a un toro. Ya sabéis que tiene un pánico horrible a las revoluciones. Es una especie de manía en él.
»Me dijo la semana pasada que nunca se marchaba de casa sin estar preparado a encontrarse, a su regreso, con que los comunistas se habían apoderado de su casa. Conque el pobre hombre perdería el sueño si supiera que estábamos ensayando una obra como esta en su casa. No estará de regreso hasta el día siguiente, conque no se enterará. Sea como fuere, no conoce a ninguno de los que trabajarán en la obra más que a nosotros, así que, será mucho mejor que no sepa nada».
—Bueno. Y sería la mar de divertido, en efecto, venir aquí y hacer, de paso, una excursión. El cuarto este, es un poco pequeño, ¿no os parece?, Federico, ve a ver si la biblioteca resultaría mejor.
Federico se fue y las muchachas se volvieron a Guillermo de nuevo.
—¿Estás mejor, querido? —le preguntaron.
—Sí, gracias.
—¿Qué es ese vértigo que dice Federico que tiene? —le preguntó la morena a la pelirroja.
—Creo que es algo relacionado con la espina dorsal —respondió la pelirroja un poco a oscuras del significado de la palabra—. Ya sabes que llaman a las cosas que no tienen espina dorsal, inverte… no sé cuántos.
—Supongo —le dijo la rubia a Guillermo—, que irías por la calle y te daría el ataque de pronto, que entrarías aquí en busca de auxilio y que sucumbiste antes de conseguirlo.
—Verá —explicó Guillermo, súbitamente inspirado—; venía aquí por mi silbato cuando me dio eso de pronto y me caí.
—¿Por tu silbato, querido? —inquirió la rubia, intrigada.
—Sí, el señor… ¿cómo se llama el que vive aquí?
—Mi tío Carlos… el señor Morgan.
—Sí, pues ese señor Morgan fue el otro día a pedirme prestado mi silbato y me dijo que lo devolvería si venía a buscarlo hoy. Me pidió que se lo prestase hasta hoy y me dijo que lo podría llevar otra vez si venía a buscarlo.
—Pero… ¿para qué quería tu silbato? —preguntó la rubia, intrigada aún.
—Para tocarlo, nada más. Le gustaba.
Las muchachas se miraron unas a otras, expresivamente.
—¡Pobre tío Carlos! —exclamó la morena—. Me temo que… la verdad, parece como si se estuviera volviendo algo infantil.
—Y me gustaría llevármelo a casa ahora —prosiguió Guillermo, con firmeza.
—Pero…, ¿dónde está? ¿Dijo dónde estaría?
—No, pero supongo que estará por aquí.
—Bueno, ya procuraremos encontrártelo —dijo la muchacha, un poco dudosa—; pero… no le prestes más cosas, ¿quieres?
—No; no le prestaré nada —contestó el muchacho de todo corazón.
Restableciéndose rápidamente de su ataque de vértigo, Guillermo se puso en pie y ayudó a buscar. Registraron el salón, el comedor y la biblioteca, sin encontrar el pito.
—Bueno, ya se lo recordaremos en cuanto lo veamos —dijo la pelirroja.
—Gracias —contestó Guillermo, sin demostrar entusiasmo.
—Y ahora te sientes lo bastante bien para volverte a tu casa, ¿verdad?
—Este caballero, que es médico… bueno, casi médico, te llevará a tu casa en el coche y le explicará a tu madre exactamente lo que te pasa.
Pero tanto Federico como Guillermo parecían igualmente ansiosos de evitar semejante cosa, de forma que acabaron por ceder al asegurarles Guillermo que se encontraba completamente bien ya y que preferiría volver a casa andando. Federico le apoyó diciendo que, con toda seguridad, la familia tendría ya médico y que sería contrario a todas las normas de la profesión que se metiera él con el paciente de otro y que por añadidura, el paseo le haría bien al muchacho, le restablecería la circulación. Conque Federico volvió a la biblioteca y las tres muchachas acompañaron a Guillermo hasta la verja, viéndole marchar.
—¡Pobre criatura! —dijo la rubia con un suspiro.
—No parece que tuviera la espina dorsal enferma —comentó la pelirroja.
—No —asintió la morena—; pero algunas de esas enfermedades internas, no se notan.
Guillermo caminaba la mar de animado. No había conseguido su silbato, pero había pasado una mañana muy interesante.
Era el atardecer del jueves. Guillermo se deslizó, de nuevo, jardín arriba y se dirigió a la casa grande.
Las ventanas de la biblioteca y del salón estaban iluminadas. Era evidente que el salón estaba haciendo las veces de camarín. Había actores sentados en sillas y sofás y otros que se caracterizaban ante el espejo. En la biblioteca, empezaba la obra en aquel momento. Un individuo de rostro inhumano, barbudo, de persuasión evidentemente comunista, su rostro surcado —tal vez demasiado profundamente— de arrugas y líneas que expresaban crueldad y mal humor, se hallaba sentado en una butaca, con las botas apoyadas en la mesa. A su lado había plantado una bandera roja grande y la mesa estaba cubierta con un tapete encarnado. Soldados de aspecto brutal sujetaban un prisionero delante de él. Otros soldados de aspecto brutal ocupaban el resto del cuarto. Era evidente que empezaba la obra. Ni Federico ni ninguna de las tres muchachas figuraban en aquella escena. Guillermo, que tenía muy pocas esperanzas de recobrar su silbato, pero que experimentaba una viva curiosidad por presenciar el ensayo, se quedó de pie fuera, en la oscuridad, con la nariz pegada a la ventana. El hombre de aspecto brutal, sentado a la mesa, estaba exagerando la nota —dando puñetazos sobre la mesa, agitando el puño, rugiendo y chillando— pero todo eso hacía que le resultara mucho más emocionante al muchacho. De pronto oyó ruido de ruedas en el jardín. Impulsado aún por la curiosidad, se fue al otro lado de la casa a ver quién era. Y se quedó mudo de asombro. Era el hombre del traje malva. Estaba apeándose de un taxi, con su maletín y se preparaba a entrar por la puerta principal. Entonces se le ocurrió un plan magnífico a Guillermo. El taxi se marchó, pero antes de que el dueño de la casa pudiera entrar, un niño, al que le era imposible ver claramente en la oscuridad, se adelantó y le asió del brazo.
El señor Morgan miró y sus ojos se dilataron, se le abrió la boca y palideció.
—No entre —le susurró—, hay peligro.
El señor Morgan se quedó boquiabierto.
—¿Cómo? —exclamó.
—Digo que hay peligro —repitió el niño, irritado—; si entra en esta casa, no saldrá vivo de ella.
—Pero… pero ¡si es mi casa! He entrado con frecuencia y he salido con vida.
—Venga aquí y le enseñaré —susurró Guillermo—; venga aquí.
Condujo al asombrado señor hasta la ventana de la biblioteca.
—¡Mire! —dijo—. ¡Fíjese en eso!
El señor Morgan miró y sus ojos se dilataron, se le abrió la boca y palideció. Allí, en su biblioteca, con los pies encima de la mesa, se hallaba un brutal comandante comunista bajo la bandera roja. Había soldados comunistas arrellanados en sus butacas y el pobre y desgraciado prisionero temblaba ante el comandante.
—¿Qué… qué es? —tartajeó.
—Se ha desencadenado la revolución.
—Pe… pero si yo no he oído nada por el camino —exclamó el pobre hombre de nuevo, con la frente perlada de sudor.
—No; ha ocurrido todo de repente —explicó Guillermo sin inmutarse—. Hay aún la mar de gente que no se ha enterado de nada.
—Es lo que yo siempre había dicho que ocurriría —gimió el señor Morgan—. ¡Se nos ha echado encima antes de que nos diéramos cuenta de nada! ¡El primer chispazo en este pueblo y en mi casa… mi propia casa… convertida en cuartel general! Siempre lo había temido… ¡siempre!
—Están haciendo entrar, uno por uno, a todos los habitantes del pueblo —prosiguió, alegremente, el muchacho—. Los tienen encerrados en los sótanos. Están matando a la mayoría.
—Y… y, ¡todas mis cosas de valor están ahí dentro! —gimió el señor Morgan—. Todo mi dinero y todo. Si pudiera recoger parte del dinero siquiera, podría escaparme.
Se estremeció al ver al comandante agitar el puño, con gesto brutal, en las narices del prisionero.
—Verá —dijo Guillermo, lentamente—; cuando primero miré por esta ventana estaba abierta y estaban ellos solos… Fue antes de que entrara el prisionero… Y les oí decir que temían no tardaría en echárseles encima el ejército regular. La señal de que llegaba el ejército, serían tres toques de silbato dados desde la calle y así tendrían tiempo de huir… Conque si pudiéramos dar tres toques de silbato desde la calle, se marcharían aprisa y usted podría entrar y coger sus cosas antes de que volvieran. Pero… pero yo no tengo silbato… ¿Tiene usted alguno?
Hubo un momento de silencio durante el cual contuvo Guillermo el aliento.
—Da la casualidad —dijo el hombre con emoción— que llegó uno a mi poder el otro día… pero lo tengo en mi alcoba… ¿Cómo voy a poder sacarlo?
—¿Dónde está su alcoba?
—Aquí, por encima de nosotros. Ves que la ventana está abierta.
—¿Dónde está el silbato? —inquirió Guillermo, procurando no parecer demasiado interesado.
—En el cajoncito pequeño de la mano derecha de mi tocador. ¿Dónde vas?
Porque Guillermo, con una rapidez y una agilidad digna de un mono, estaba gateando por un árbol. Desde él se pasó a la ventana y entró en el cuarto. No tardó en volver a salir y reunirse con el otro.
En la mano llevaba su querido silbato.
—¡Eres un valiente! —exclamó el caballero—. Ahora ve a la calle y sopla tres veces.
Guillermo se perdió en la oscuridad con su silbato. No pudo menos de soltar una risa ahogada. El caballero esperó; pero no llegó a su oído toque alguno.
Guillermo estaba regresando, arrastrándose con cautela. Sabía que era peligroso; pero la curiosidad pudo más en él que la prudencia. Quería saber lo que le había ocurrido al supuesto comandante, al caballero y a todos los demás. Se acercó, cautelosamente, a lo ventana de la biblioteca. El caballero estaba sentado en su asiento y el comandante, el prisionero y mucha gente más, ocupaba los demás asientos y el suelo, bebiendo limonada y comiendo bocadillos. Alguien había abierto la ventana y Guillermo pudo escuchar lo conversación. Los tres muchachos y Federico se hallaban presentes.
—Me diste un susto, tío —dijo la pelirroja—, cuando te vi ahí fuero en lo oscuridad. ¿Qué estabas haciendo?
—Oh… oh… nada de particular —contestó el señor Morgan que, evidentemente, no se había delatado—; echando una mirada alrededor… oh… echando una mirada por el jardín antes de entrar.
—Creíamos que no volverías hasta mañana.
—Esa era mi intención.
—No te importa que hoyamos ensayado aquí, ¿verdad?
—Ni pizca, querida, ni pizca.
—El motivo de que no te lo dijéramos, fue que sabíamos que te ponían algo nervioso los comunistas y todo eso. Se lo dije o los otros y lo arreglamos aquel día… el día que estuvo aquí aquel muchacho.
—¿Qué muchacho? —preguntó el señor Morgan con brusquedad.
—Oh, un pobre chico al que recogimos sin conocimiento y casi muerto. Federico lo examinó y descubrió que sufría de una terrible enfermedad en la espina dorsal.
El resoplido del señor Morgan expresaba muy poco respeto por el diagnóstico de Federico.
—El pobre chico había venido a buscar su silbato.
—¿Qué silbato? —preguntó el señor Morgan con más brusquedad aún.
—Dijo que le habías pedido prestado su silbato y que habías prometido devolvérselo aquel día. Lo buscamos por todas partes, pero no lo pudimos encontrar, conque tuvo que marcharse sin él… ¿Qué te pasa, tío?
El señor Morgan tenía la mirada vidriosa y su rostro se estaba poniendo morado. Ya le había parecido a él que aquel muchacho no le era totalmente desconocido, aunque no había podido verle muy bien en la oscuridad. Recordó la curiosa risa que había oído al desaparecer el muchacho en la oscuridad con el silbato. Su rostro se congestionó aún más.
Emitió, de pronto, un bramido de rabia.
Guillermo, riéndose silenciosamente, se alejó de nuevo, perdiéndose en las sombras de la noche…