Despertó primero las sospechas de Guillermo la atmósfera de misterio que envolvía la visita del señor Cranthorpe-Cranborough. El señor Cranthorpe-Cranborough era un primo lejano del padre de Guillermo (tan lejano que casi se perdía de vista) e iba a pasar fines de semana con los Brown. Guillermo dedujo que su padre no había visto al señor Cranthorpe-Cranborough hasta entonces, a pesar de su parentesco, que el señor en cuestión se había invitado solito a pasar allí aquellos días y que la visita estaba relacionada con él, aun cuando no sabía cómo. Dedujo esto último de las conversaciones celebradas en voz baja por su familia, durante las cuales le contemplaban de aquella manera con que miran los confabulados a los que son tópico de sus confabulaciones.
Guillermo conservaba ojos y oídos abiertos; pero fingía no darse cuenta de nada. Seguía su camino con un aire de confiada ingenuidad que engañaba por completo a su familia.
—Afortunadamente —le dijo su madre a Ethel en un susurro que se oía claramente, una vez que salía del cuarto—, Guillermo no tiene la menor idea de lo que significa su visita.
Entretanto, bajo su aparente aire de inocencia, la mente de Guillermo funcionaba sin cesar. Cuando se encontraba con doses diseminados aquí y allá, los juntaba y sumaba cuatros. Los cuatros en cuestión los archivaba y seguía su camino, absorto, al parecer, en sus juegos, en el bienestar de su perro, en el progreso de sus orugas y ciempiés, las propiedades de su nuevo arco y de sus flechas, y en las actividades de sus amigos, los Proscritos. Pero no había mirada, gesto, ni susurro de las personas mayores que Guillermo —al parecer inconsciente— no interceptara y archivara para futura referencia. Guillermo, como decía mucha gente, era «muy tuno».
* * *
—Sí, querida —le dijo la señora Brown a Ethel, su hija de diecinueve años—; llegará antes de la hora del té y tu padre va a probar volver a tiempo para el té. Ven a discutirlo después del té, en la salita.
—Bueno; yo estaré la mar de ocupada —contestó la muchacha; estaré ayudando a Moyna Greene a prepararse el vestido para el baile del carnaval, conque no estorbaré. Va a ir disfrazada de dama de la corte de la reina Isabel y estará muy bien.
—Supongo que querrán que se les deje solos para discurrir el asunto… ¡chitón!
Acababa de ver a Guillermo, que lo había oído todo, apoyado, indolentemente, en el marco de la puerta partiendo nueces.
—Qué, Guillermo —dijo—, ¿has pasado bien la tarde?
—Sí, gracias —contestó el niño.
—Estábamos hablando de la amiga de Ethel, la señorita Greene, que va a ir a un baile de máscaras.
—Sí; ya lo sé. Os oí.
—Irá vestida de dama del siglo XIV —prosiguió la señora Brown, con animación.
—¡Uh-huh! —dijo Guillermo sin gran interés, partiendo otra nuez.
La señora Brown perdió algo de su buen humor.
—¡Guillermo! —exclamó con indignación—; haz el favor de no tirar más cáscaras a la alfombra.
—Bueno, perdona —contestó Guillermo sin inmutarse, dando la vuelta para marcharse y partiendo otra nuez.
—¡Qué modales! —dijo Ethel, alzando la cabeza, con disgusto.
—Sí, querida —asintió la señora Brown, conciliadora—; pero no es necesario que nos preocupemos nosotras de eso ya.
Guillermo salió al jardín, aun cuando no dejó, por un momento, de consumir nueces, se tornó aún más pensativo. Empezaba a causarle aprensión la inesperada visita del señor Cranthorpe-Cranborough. Fuera cual fuese su significado, Guillermo estaba seguro de que nada bueno sería para él. Partiendo nueces con la misma energía de siempre y dejando una hilera de cáscaras rotas que marcaran su paso por lo inmaculada hierba (e incidentalmente, para hacer alcanzar al jardinero enormes alturas de elocuencia cuanto intentara cortar la hierba a la mañana siguiente), Guillermo se retiró a los matorrales que había al fondo del jardín y, sentándose encima de un laurel, empezó, pensativo, a tirar guijarros al gato de los vecinos, que era el único ser viviente que había por allí, aparte de él. El gato, que interpretó los proyectiles de Guillermo como uno muestra de afecto, se puso a ronronear.
El muchacho pasó revista a la situación. Aquel señor Cranthorpe-Cranborough iba a llegar, al día siguiente, con algún propósito siniestro. Era preciso frustrar a toda costa aquel propósito. Pero primeramente era preciso que averiguase cuál era el mencionado propósito siniestro… Le tiró otro puñado de cáscaras al gato. Este ronroneó más fuerte aún… El visitante iba a celebrar una conversación con su padre después del té… Por las buenas o por las malas, Guillermo decidió oír aquella conversación. La única desventaja era que la salita no tenía lugar alguno donde poder ocultarse para escuchar…
* * *
—Guillermo, este es el señor Cranthorpe-Cranborough, pariente nuestro que ha venido a hacernos una visita —dijo la señora Brown.
Guillermo alzó la mirada.
Lo primero que le llamaba a uno la atención en el señor Cranthorpe-Cranborough era su tamaño, y lo segundo, su sonrisa.
La sonrisa del señor Cranthorpe-Cranborough era tan grande y tan llena como su poseedor. Tenía tan apiñados los dientes, que, cuando sonreía casi parecía como si algunos corriesen el peligro de caérsele fuera. Posó una mano enorme sobre la cabeza del muchacho.
—¿Conque este es el hombrecillo? —dijo.
—¡Uh-huh! —dijo Guillermo.
—¡Qué modales! —gimió Ethel, clavando la mirada en el cielo.
—Ajá —dijo el señor Cranthorpe-Cranborough, sonriendo como un ogro juguetón—. Puede usted dejar que me encargue yo de los modales con toda tranquilidad. Estoy acostumbrado a enseñarles modales a los niños.
Guillermo sacó una nuez del bolsillo y la partió.
—¡Guillermo! —gimió la señora Brown.
Este sacó un puñado de nueces y se las ofreció a la visita.
—¿Quiere usted una? —inquirió cortésmente.
—¡Ah… no! Muchas gracias, pero me gustaría charlar un poco contigo, hombrecillo.
El hombrecillo le miró con expresión de esfinge y partió otra nuez.
—¿Hasta dónde has llegado en aritmética? —preguntó el señor Cranthorpe.
—¡Uh-huh! —dijo Guillermo.
Ethel volvió a gemir.
—¿Fracciones? —insinuó el señor Cranthorpe.
Guillermo tenía concentrada toda su atención en la nuez que acababa de partir.
—¡Uf! —exclamó indignado—; ¡y yo que pagué dos peniques por ellas…! La devolveré a la tienda.
—¿Decimales? —inquirió el señor Cranthorpe.
—No; nueces brasileñas —contestó el muchacho con sequedad.
—Creo que tal vez sería mucho mejor que los dejáramos solos —murmuró la señora Brown con voz desfallecida.
Y se marchó con Ethel, que murmuraba:
—¡Qué modales!
—Y… ¿qué de historia? —preguntó la visita.
Guillermo, que estaba investigando otra vez, no parecía tener nada que alegar respecto a la Historia.
El señor Cranthorpe-Cranborough carraspeó, sonrió de nuevo y dijo «¡Ah!» para llamar la atención de Guillermo. Pero fracasó. El muchacho estaba enfrascado en tirar trozos de la nuez podrida al gato de los vecinos, que había desaparecido a la primera intrusión de las personas mayores, pero que había vuelto ya y ronroneaba de nuevo.
—¿En qué fecha reinó la reina Isabel? —inquirió el señor Cranthorpe.
—¿Uh? —inquirió Guillermo, distraído—. ¡Otra mala y eso que me cobraron dos peniques por ellas…! ¡Qué frescura tienen…!
El señor Cranthorpe se dio por vencido.
—Voy a charlar un rato con tu padre después del té, muchacho —dijo.
Guillermo partió una nuez en (parcial) silencio y le tiró las cáscaras al gato. Luego dijo:
—Supongo que le habrán dicho a usted ya que es sordo, ¿no? Se enfada una barbaridad si la gente no habla lo bastante alto. Hay que gritar una barbaridad para que oiga.
—Tu madre no me había dicho una palabra de eso —dijo el hombre, un tanto desconcertado.
—No —respondió Guillermo con misterio—; y no le diga usted nada a ella ni a ninguno de ellos. No les gusta que se hable de eso. Prefieren… prefieren que no se sepa y les molesta que se refiera nadie a ese asunto.
—¡Ah! —exclamó el otro, más desconcertado todavía.
Luego se rehízo.
—Ahora hablemos de fechas —dijo.
—Lo peor de las nueces —observó Guillermo sin prestarle atención— es que no hay manera de ver a través de la cáscara cómo están por dentro.
Y tiró con furia la nuez podrida al gato, que recordó de pronto que tenía una cita al otro lado de la valla y desapareció.
Mientras el señor Cranthorpe-Cranborough se preparaba para un nuevo asalto contra la ignorancia de Guillermo, se presentó Ethel.
—¿Quiere usted entrar a tomar el té, ahora? —le dijo a la visita, con dulce sonrisa.
El aludido respondió con la sonrisa más expresiva que pudo.
Guillermo, hallando interesante el fenómeno, subió a su cuarto a practicar; pero descubrió que no tenía dientes suficientes para conseguir el mismo efecto que la visita.
Cuando bajó, se encontró en el vestíbulo a su padre, que estaba colgando sombrero y gabán.
—Estás de vuelta pronto, ¿verdad, papá? —dijo con ingenuidad.
—Con tu inteligencia de costumbre, hijo mío, lo has adivinado… ¿Dónde está el señor Cómo-se-llama?
—Tomando el té en el salón, papá.
El señor Brown entró en la salita. Guillermo le siguió.
—¿Lo has visto tú? —preguntó el señor Brown—. Sí.
—¡Ah…! ¿Te es simpático?
—Es muy sordo.
—¿Sordo?
—Sí; hoy que gritar una barbaridad para que oiga.
—¡Cielos! —gimió el señor Brown.
—Y él grita también, como hacen todos los sordos, ¿sabes? ¡Como no oyen ellos! Pero no le gusta que uno le diga que es sordo… Sólo quiere que se le hable chillando. Están tomando el té ahora. Ya está todo el mundo ronco por culpa de él.
El señor Brown volvió a gemir; pero en aquel momento entró la señora Brown con su invitado. Los presentó rápidamente y se marchó. Guillermo había desaparecido ya. Se había ido a la parte delantera del jardín y se hallaba sentado allí, apoyado contra la pared y partiendo nueces. Por encima de él estaba la ventana de la salita, abierta de par en par. Era imposible oír desde allí una conversación llevada a cabo en tono normal; pero Guillermo confiaba en que se había asegurado de que se hablara en voz anormal. Sus esperanzas se vieron cumplidas. Llegó a sus oídos la voz de su padre convertida en un bramido.
—¿No quiere usted sentarse?
Y el señor Cranthorpe-Cranborough contestó con ronco grito:
—Muchísimas gracias.
—Eso del colegio… —aulló el señor Brown.
—Justo —gritó el otro—: espero inaugurarlo esta primavera. Me gustaría incluir a su hijo entre los primeros alumnos… en condiciones especiales, naturalmente.
Hubo una pausa. Luego habló el padre de Guillermo con voz de trueno:
—Es usted muy amable.
—De ninguna manera —aulló el otro.
—Es… quizá sea mejor que le prepare a usted… —sonó la voz del señor Brown, haciendo trepidar todas las ventanas—. No… no es un muchacho del tipo corriente. Es un poco… individualista.
El señor Cranthorpe-Cranborough respiró profundamente y gritó:
—Pues debiera ser como los demás. Todo es cuestión de educación… Tengo vivísimas ganas de que su hijo sea discípulo mío cuando abra la escuela por primavera.
Con el rostro congestionado, chilló el señor Brown.
—Es usted muy amable.
Guillermo, cuya conciencia no le permitió que escuchase de una conversación más que lo absolutamente indispensable para sus planes, se puso en pie, y partiendo, pensativo, su última nuez, dio la vuelta a la casa. Junto a la puerta lateral se encontró a su madre y a Ethel abrazadas, temblando aterradas.
—¿Qué ha ocurrido? —estaba preguntando su madre con histeria—. ¿Por qué se están gritando el uno al otro de esa manera? ¿Qué ha ocurrido?
—¡Deben de estar regañando! —gimió Ethel. Un enorme bramido del señor Brown (que, en realidad, sólo estaba diciendo «Es usted muy amable» otra vez), hizo que se estremeciera la casa y Ethel gritó—: ¡Se pegarán de un momento a otro…! ¿Qué hacemos?
La señora Brown vio a Guillermo e hizo un esfuerzo por dominarse.
—¿Dónde vas, Guillermo?
Guillermo, con las manos metidas en los bolsillos, contestó tranquilamente:
—Al pueblo, a comprar un pedazo de regaliz.
Se acercó el pueblo, pensativo.
¡Conque esas teníamos…! ¿Conque le iban a mandar a la escuela de aquel hombre, eh? ¡Uh! ¿Conque sí, eh? Él, por su porte, había decidido que no harían tal cosa; pero de momento no sabía cómo iba a impedirlo. Estudió, silenciosamente, diversos planes. Ninguno parecía adecuado. Sabía que ero inútil oponerse abiertamente. En oposición abierta, no tenía la menor probabilidad de poder con su familia. Pero tenía que haber otros medios…
La señora Brown tenía la vaga idea de que, una vez entraba un niño de interno en una escuela, se efectuaba en él un cambio misterioso que le transformaba de salvaje en perfecto caballero y le hubiese gustado ver operarse un cambio así en Guillermo.
El señor Brown no se hacía tantas ilusiones. Estaba dispuesto, sin embargo, a dejarlo todo en manos de su mujer.
Las únicas dos personas interesadas que miraban el asunto con bastante apasionamiento, eran el señor Cranthorpe-Cranborough y Guillermo. El primero quería llenar su colegio. No consideraba a Guillermo muy prometedor; pero en aquellos momentos no podía permitirse el lujo de elegir. El segundo no podía ni soñar con vivir lejos de su amado campo, de los bosques de su pueblo, de sus Proscritos ni de su perro.
Al regresar a casa, se encontró a su padre en el vestíbulo.
—¿Por qué mil diablos me dijiste que ese hombre era sordo? —le preguntó, irritado y ronco—. Tiene tanto de sordo como yo.
Guillermo abrió de par en par los ojos, expresando asombro.
—¿No es sordo? —exclamó—. Lo siento mucho.
El padre de Guillermo, que jamás se había dejado engañar por las expresiones de inocencia y de asombro de su hijo, se llevó la mano al cuello con un espasmo involuntario de dolor.
—No; no lo es —contestó con voz entrecortada—, y demasiado lo sabías tú. Lo que hace falta es quitarte un poco las ganas de gastar bromas, y si no me estuviera doliendo tanto la garganta ahora, me encargaría de quitártelas yo ahora mismo.
Guillermo se apartó, apresuradamente, de la zona de peligro sin dejar de excusarse. Se dirigió a la salita, donde encontró al señor Cranthorpe-Cranborough. Este le habló, con voz ronca también.
—Tu padre no parece muy sordo, Guillermo —susurró—. Le hablé en voz normal hacia el fin de nuestra conversación y pareció oírme perfectamente.
Guillermo lo miró sin parpadear.
—Sí, entonces es que la voz de usted es de esas que oye normalmente. Hay voces que oye sin que le griten. A nosotros nos oye a todos bien.
Tras tan misteriosa observación, se retiró, dejando al señor Cranthorpe-Cranborough con expresión pensativa.
Al día siguiente, el dueño de la nueva escuela le pidió a Guillermo que se diera un paseo con él.
—Es preciso —le dijo a la señora Brown— que Guillermo y yo empecemos a conocernos.
Guillermo salió de manos de la señora Brown para el paseo, casi repulsivamente limpio y elegante. La señora Brown estaba decidida a que Guillermo causara buena impresión en el otro.
Durante un buen rato el muchacho paseó en silencio y el señor Cranthorpe-Cranborough habló. Habló de los monumentos gloriosamente históricos, de Inglaterra y de la alegría de madrugar, de la fascinación de los decimales, de la belleza de los idiomas extranjeros. Le fue resultando más simpático Guillermo a medida que le hablaba, porque el muchacho parecía pendiente de sus palabras. Los ojos solemnes de Guillermo no separaban la mirada de su rostro. No podía saber naturalmente que el muchacho no le estaba escuchando, sino que estaba intentando contar los dientes del que hablaba.
—¿Cuál de nuestros grandes edificios nacionales has visto? —preguntó el señor Cranthorpe-Cranborough, volviendo a su primer tema.
—¿Uh-huh? —murmuró Guillermo, que creía haber contado hasta treinta, pero que no tenía más remedio que volver a empezar a contar, ya que aquellos dientes no querían estarse quietos.
—Preguntaba que cuál de nuestros grandes edificios nacionales has visto.
—¡Ah! —exclamó el muchacho, procurando arrancarse a la contemplación de aquella dentadura—. Nunca he ido a las carreras.
—¿A las carreras? —dijo el otro con sorpresa.
—Sí: hablaba usted de la Gran Nacional, ¿no?
—No, Guillermo, no… no. —Empezaba a encontrar difícil sostener una conversación con el muchacho—. ¿No has visitado nunca sitios como Hampton Court?
Apareció una expresión de interés en el semblante de Guillermo y este abandonó momentáneamente la tarea que se había impuesto de contar los dientes del señor Cranthorpe.
—Sí —dijo—; fui una vez. Me acuerdo porque nos dijo un hombre allí que había fantasmas. Nos dijo que el fantasma de alguien bajaba la escalera de vez en cuando. ¡Uh!
La exclamación final era de burla. Pero el rostro del otro se tornó muy serio. Sus dientes desaparecieron de vista casi por completo.
—No, no, Guillermo —le reprochó—; no debes reírte de esas cosas. No… no deben tratarse tan a la ligera. El hecho de que tú no hayas visto ningún fantasma no es prueba de que no los haya… ni mucho menos. Créeme, Guillermo, aunque yo no he visto ninguno, tengo amigos que los han visto.
—¿No se murieron del susto? —inquirió el niño con interés. Luego agregó, con voz dramática—: Cadenas, gemidos y todo eso.
El señor Cranthorpe estaba demasiado absorto en el tópico para molestarse en corregir la fraseología de Guillermo.
—No hacen ruido de cadenas ni… ¡ah…! gimen, Guillermo. Se trata de la figura de una dama del siglo XIV y no todo el mundo la ve. En realidad es de siniestro agüero verla. Siempre les pasa algo a los que la ven. Siniestro, Guillermo, significa a la mano izquierda y empleado en el sentido que lo empleamos nosotros, se refiere a los presagios de los tiempos romanos.
—¿No les hace algo? —inquirió Guillermo, desencantado por la falta de iniciativa que demostraban los fantasmas y sin preocuparle lo más mínimo el origen de la palabra «siniestro».
—No; sólo parece… pero la persona que lo ve en cada ocasión, es víctima siempre de alguna catástrofe. No es prudente, claro está, pensar demasiado en esas cosas; pero tampoco lo es tratarlas con desdén… Hablemos, ahora, de cosas más alegres… ¿Tienes alguna colección de la flora de los alrededores, Guillermo?
—No —confesó Guillermo—; nunca he podido cazar ninguno. No sabía que los hubiese. Pero tengo una oruga.
Cuando Guillermo se acercó a la salita, un poco antes de la hora de comer, se hallaban allí su madre, su hermana y su hermano mayor, Roberto. Al entrar él oyó susurrar a su madre:
—Creo que ha llegado el momento de decírselo.
Guillermo entró, jugando, tranquilamente, con un puñado de canicas.
—Guillermo —le dijo su madre—, tenemos algo que decirte.
—¡Uh-huh! —dijo el muchacho, absorto, al parecer en sus canicas.
—¡Qué modales! —gimió Ethel.
—Este primo de tu padre es, en realidad, el director de un internado para muchachos y creemos… aunque nada se ha acordado aún… que te mandaremos a esa escuela en primavera. ¿Verdad que estará bien?
Todos le miraron con interés, para ver cómo recibiría tan sorprendente noticia.
Guillermo la recibió como si se tratara de un comentario corriente sobre el tiempo.
—¡Uh-huh! —dijo, distraído, sin dejar de jugar.
Tuvo la satisfacción de ver a su familia desconcertada por el poco efecto que le había hecho la noticia.
Estuvo muy silencioso durante la comida. Aún no había formulado ningún plan concreto de acción, fuera del plan negativo de fingir aquiescencia. Se dio cuenta de que su actitud les desconcertaba y ello le resultaba un gran consuelo.
Después de comer, el señor Cranthorpe-Cranborough, que ya consideraba a Guillermo como discípulo suyo, salió al jardín y la señora Brown se fue a descansar un rato. Guillermo, después de errar por la casa, se reunió con Ethel en el salón. Pero no estaba sola Moyna Greene, con vestido morado y plata, del siglo XIV, estaba con ella.
—Estás la mar de linda, Moyna —estaba diciendo Ethel—; pero me parece que hay que modificar un poco la gala por aquí.
—Eso me parecía a mí —dijo Moyna—. Lo haré ahora mismo si no te molesta. ¿Me prestas tu costurero? Gracias.
Se quitó la gola.
En aquel momento entró la doncella.
—La señora Bott ha venido a verla, señorita —le dijo a Ethel.
Esta gimió y se volvió a Moyna.
—Volveré lo más aprisa que pueda; pero ya sabes cómo es… Me entretendría mucho tiempo… No te marcharás, ¿verdad?
—No —prometió la otra.
—¿Sabes lo que puedes hacer? Ve y deja que te vea Jenkins. Creo que está en el invernadero. Le dije que ibas a ir vestida de dama del siglo XIV y me contestó: «¡Lo bonita que estará!». «Me gustaría verla». Conque quedaría encantado si fueses.
—Bueno —dijo Moyna—; acabaré de arreglar la gola e iré a verle.
—Y yo volveré lo más pronto que pueda.
Guillermo salió silenciosamente, de la casa. En su rostro se leía la inspiración y la determinación. Primero fue a asegurarse de que Jenkins se hallaba en el invernadero.
Jenkins se volvió. Entre él y Guillermo no mediaban muy buenas relaciones.
—Toque usted una de mis uvas, señorito Guillermo —le amenazó— y se lo diré a su papá en cuanto vuelva a casa esta tarde, ya verá si no. Cultivo estas uvas para sus papás, no para usted.
—No quiero tus uvas, Jenkins —dijo Guillermo con una risa que expresaba regocijada sorpresa—. ¿Para qué quieres tú que quiera tus uvas?
Y se marchó, contoneándose, yendo a reunirse con el señor Cranthorpe-Cranborough que se había arrellanado en una mecedora al otro extremo del jardín, procurando dormir. Casi lo había conseguido cuando se presentó Guillermo y se sentó, ruidosamente, a sus pies, diciendo en tono que despabiló por completo al buen señor:
—Hola, señor Cranborough.
Este le saludó con sequedad y sin el menor entusiasmo. No quería a Guillermo. No le gustaba Guillermo. Su único interés en él eran los honorarios que estuvieran dispuestos a pagar sus padres para meterle en la escuela. Había estado muy tranquilo sin Guillermo y, quería que este se diera buena cuenta de ello. Pero Guillermo no era tan sensitivo.
—He estado pensando —dijo— en lo que me contó usted esta mañana.
—¡Ah! —exclamó el otro, emocionado a pesar suyo y diciéndose que debía de poseer un don especial para poder causar sensación en muchacho tan poco prometedor como aquel; asegurándose al propio tiempo, que nunca se debe desesperar de hacer algo de todo el mundo, por poco que pareciese servir.
—¿De qué, muchacho? —preguntó con interés—. ¿De historia? ¿De francés? ¿De aritmética?
—No; del fantasma.
—¡Ah! Pero no debieras permitir que tu mente se preocupara mucho de esas cosas.
—No se está preocupando. Es que acabo de recordar algo de esta casa.
—¿Qué?
Guillermo, escogió, cuidadosamente, una hoja de hierba y se puso a mascarla.
—Oh, con toda seguridad no tendrá importancia —aseguró—; pero lo que usted me dijo esta mañana, me lo ha recordado.
Guillermo era maestro en el arte de despertar la curiosidad de la gente.
—Pero… ¿de qué se trata? —preguntó el señor Cranborough, irritado—. ¿De qué se trata?
—Bueno, quizá sea mejor que no lo diga. Ya dijo usted que no debíamos pensar demasiado en esas cosas.
—Insisto en que me lo digas.
—¡Bah!, no vale la pena… sólo es una especie de leyenda que cuentan de esta casa.
—¿Qué clase de leyenda? —insistió el hombre.
—Pues verá… alguna gente dice que antiguamente había una casa aquí donde está ahora… y que en ella mataron a una mujer del siglo XIV… y algunos dicen que la han visto. Yo no lo creo. Yo no la he visto nunca.
—¡Mira! —dijo a Guillermo—. ¿Quién es esa?
Se despertó el interés del señor Cranthorpe-Cranborough.
—¿Cómo… qué aspecto dicen que tiene esa dama, muchacho? —preguntó.
—Viste de morado y plata —repuso Guillermo—, con vestido de cola y una gola al cuello y pelo muy negro y dicen que sale de esa ventana de allí (señaló hacia la ventana del salón) y luego cruza hacia esos árboles.
E indicó los árboles detrás de los cuales se hallaba oculto el invernadero.
—Y ¿dices que hay quién pretende haberla visto?
—Sí.
—¿Qué presagia su aparición?
—La señorita Greene cruzó el jardín y desapareció…
—¿Eh?
—¿Qué… qué ocurre a los que la ven? —repitió el señor Cranborough, con impaciencia.
En aquel momento la señorita Moyna Greene había terminado, se había puesto la gola, y salió por la ventana del salón vestida de morado y plata. El señor Cranborough, la miró y se quedó boquiabierto.
—¡Mira! —le dijo a Guillermo—. ¿Quién es esa?
—¿Quién es quién? —preguntó Guillermo, mirando a su alrededor, con asombro.
La señorita Moyna Greene avanzó, lentamente, hacia el centro del jardín. El señor Cranborough, con ojos desorbitados, la siguió con la mirada, señalando con el dedo.
—Allí —dijo en sibilante susurro—, allí.
Guillermo miró directamente hacia la señorita Moyna Greene.
—No veo a nadie —afirmó.
El sudor perló la frente del señor Cranborough. Sacó un enorme pañuelo de seda y se enjugó. La figura de la señorita Moyna cruzó el jardín y se perdió detrás de los árboles…
—¿Qué… qué decías que presagiaba el ver el fantasma, Guillermo? —preguntó con desfallecida voz—. ¿Qué… qué cosas son las que les ocurre a los que la ven?
—Yo no creo que lo haya visto nadie en realidad. Yo nunca la he visto. Creo que todo eso es una invención… pero dicen que es muy mala suerte para el que la ve.
—¿Qué… qué clase de mala suerte? —tartamudeó el señor Cranthorpe, que se había quedado pálido como la cera.
—Pues verá —contestó Guillermo—; dicen que lo ven una de dos personas que están juntas y la persona que la ve, dicen que tendrá muy mala suerte por mediación de la otra… de la que estaba con él cuando vio al fantasma. Dicen que la mala suerte se la trae siempre el que no ha visto el fantasma, pero que está con el que le ha visto cuando lo ve.
Por entre los árboles, Guillermo vio la figura de la señorita Moyna Greene que, evidentemente, había dejado ya a Jenkins y regresaba al salón.
—Y dice la gente —prosiguió—, que es mucho peor si se la ve dos veces… una vez saliendo de la casa y la otra entrando.
La señorita Moyna surgió de entre los árboles y cruzó el jardín. El señor Cranthorpe la miró en silencio. Luego le dijo a Guillermo, intentando, en vano, parecer despreocupado:
—No ves a nadie en el jardín, ¿verdad?
El muchacho miró, nuevamente, a Moyna.
—No —contestó—; no veo a nadie.
La señorita Moyna desapareció por la ventana del salón.
—Toda la mala suerte —repitió Guillermo— dicen que se la da el que está con él cuando ve al fantasma; pero yo no creo que haya visto nadie nunca el fantasma.
Miró al señor Cranthorpe-Cranborough. Este seguía pálido y sudoroso. Sacó el pañuelo y se secó la frente.
—No parece estar usted muy bien —dijo Guillermo afectuosamente—. ¿Puedo hacer algo por usted?
El señor Cranthorpe arrancó la mirada del lugar por donde había desaparecido la señorita Moyna, con un esfuerzo y miró a Guillermo.
Y su expresión cambió. Pareció darse cuenta, por primera vez, de todo lo que significaba aquella visión.
—Sí, Guillermo —dijo con voz atemorizada—. Puedes traerme una guía de ferrocarriles, si quieres hacerme el favor.
Guillermo, Ethel y Roberto se habían ido a la cama.
El señor y la señora Brown se hallaban solos, sentados en el salón.
—Se fue muy de pronto, ¿no te parece? —dijo el señor Brown—. Yo creí que aún le encontraría aquí esta noche.
—No lo comprendo —respondió la señora—; se portó de una forma muy rara. Entró de pronto y dijo que se marchaba. No dijo por qué y su comportamiento me pareció muy extraño.
—Y… ¿no arreglaste nada para que Guillermo fuera a su escuela?
—Quise hacerlo. Le pregunté si estaba ya todo arreglado; pero me dijo que le parecía que, después de todo, no tendría sitio para Guillermo. Propuse que le pusiera en la lista para aguardar turno; pero me dijo que tampoco tenía sitio para él en la lista de espera. Ni siquiera se quiso quedar a discutirlo. Se marchó, inmediatamente, a la estación, aunque le dije que tendría que esperar media hora antes de que llegase el tren. Y lo último que dijo, fue que lo sentía mucho, pero que no tenía sitio para Guillermo. Lo dijo varias veces. Resulta muy extraño, después de haber ofrecido admitirle a un precio especial.
—Muy extraño —asintió lentamente el señor Brown—. ¿Dices que se encontraba bien a la hora de comer?
—Completamente bien. Hablaba entonces como si Guillermo fuera a ir a su colegio.
—Y… ¿qué hizo después de comer?
—Salió al jardín a descansar.
—¿Quién estuvo con él?
—Nadie… salvo Guillermo, durante unos minutos.
—¡Ah! —dijo el señor Brown. Y recordó la expresión de esfinge de Guillermo al desearle las buenas noches—. Hubiera dado mucho por hallarme presente durante esos minutos… pero el secreto, sea cual fuere, morirá con Guillermo, supongo. Guillermo posee el supremo don de saber ser reservado.
—¿Sientes, querido, que no se vaya Guillermo a un internado?
—No lo siento.
—Yo hubiese creído que habrías estado mucho más tranquilo sin él.
—Sin duda; pero también hubiese estado extremadamente aburrido.