—Guillermo —le dijo la señora Brown a su hijo menor—, como Roberto estará ausente, creo que no estará de más que me ayudaras en mi puesto del bazar.
El padre de Guillermo sentado a la cabecera de la mesa, soltó un gemido.
—¡Otro bazar! —dijo.
—Querido, hace siglos… semanas desde que tuvimos el último —le contestó su mujer—. Este es el Bazar Conservador y es distinto a todos los demás.
—¿Qué clase de puesto vas a tener tú? —preguntó Guillermo, que recibió sin entusiasmo, su petición de ayuda.
—Un puesto de elefantes blancos —dijo la señora Brown.
Guillermo dio muestras de animación.
—Y… ¿de dónde vas a sacarlos? —preguntó con interés.
—Oh, la gente los regalará.
—«¡Atiza!» —exclamó Guillermo.
—Tendrás que andar con mucho cuidado con ellos, Guillermo —le dijo su padre muy serio—. Son animales muy delicados y sólo deben dárseles bollos de la mejor calidad. No permitas que la gente los alimente de cualquier manera.
—No hay cuidado —dijo el muchacho contoneándose—. Apuesto a que no se les alimentará mal si los cuido yo.
—Y ten mucho cuidado con ellos. Son animales difíciles de manejar.
—A mí no me asustan los elefantes —se jactó Guillermo. Luego, algo maravillado, después de un minuto de profunda reflexión agregó—: ¿Blancos, dijiste?
—No te burles de él, querido —le dijo la señora Brown a su esposo. Y, luego, a Guillermo—. Elefantes blancos, querido, son las cosas que uno no necesita.
—Ya lo sé —dijo Guillermo—: ya sé que yo no lo necesito. Pero supongo que alguna gente los necesita, si no, no se venderían.
Dicho lo cual, salió del cuarto.
* * *
Se reunió con sus amigos los Proscritos en el cobertizo viejo.
—Va a haber elefantes blancos en el bazar —dijo, como si no diese importancia a la cosa— conque yo voy a cuidarlos.
—¡Elefantes blancos! —exclamó Pelirrojo—. Y… ¿qué van a hacer allí?
—Pues andar de un lado para otro, para que monte en ellos la gente, como en el Parque Zoológico y comer bollos y todo eso. Yo tengo que alimentarlos.
—Nunca los he visto blancos —aseguró Enrique.
—¿No? Pues son lo mismo que los negros, sólo que son blancos. Salen de los sitios fríos, como los osos polares. Eso es lo que les vuelve blancos… El andar por el hielo y la nieve como los osos polares.
Los Proscritos estaban vivamente impresionados.
—¿Cuándo llegan? —preguntaron.
Guillermo vaciló. Su orgullo no le permitió reconocer que no lo sabía.
—Oh… vendrán por tren un poco entes de que se abra el bazar. Yo saldré a esperarles y los llevaré al bazar. Dicen que son feroces; pero apuesto a que no intentarán ser feroces conmigo. Apuesto a que soy capaz de manejar cualquier elefante.
Los otros le miraron con profundo respeto.
—Me dejarás ayudarte con ellos un poco, ¿verdad?
—Guillermo, ¿podré ayudar a echarles de comer?
—Guillermo, ¿podré darme un paseo encima de uno de ellos, gratis?
—Ya veremos —prometió Guillermo con condescendencia. Y remedando la fraseología de las personas mayores, agregó—: Cuando llegue el momento ya veré lo que puedo hacer.
Cuando más tarde se dio cuenta exacta de lo que quería decir elefante blanco, se disgustó tanto Guillermo que anunció que ya nada podría persuadirle a que tomara parte en la fiesta en capacidad alguna. La despreocupación con que su familia recibió semejante aseveración, sirvió para aumentar su disgusto. El desencanto que sufrieron los Proscritos al desvanecerse la perspectiva de que pudieran hallarse encargados, ellos solitos, de los níveos animales, hizo que simpatizaran con Guillermo en lugar de burlarse de él.
—Si no había elefantes blancos —se quejó con amargura Guillermo— ¿por qué dijeron que iba a haberlos?
Pelirrojo intentó explicarlo.
—Ahí está, precisamente, Guillermo. La cosa es que no existen elefantes blancos.
—Entonces ¿por qué dijeron que los había? ¡Mira que llamarles elefantes blancos a porquerías! Si iban a tener un puesto de porquerías, ¿por qué no lo dicen en lugar de llamarles elefantes blancos? ¿Qué adelantan con eso? ¡Elefantes blancos! ¡Y luego, resulta que se trata de cachorros, libros viejos y cosas así! ¿Qué se adelanta con eso… con llamarles elefantes blancos?
Pelirrojo siguió intentando explicar.
—Es que no existen elefantes, Guillermo —dijo.
—Entonces, ¿por qué decían que los había? Bueno, pues me vengaré no ayudándoles.
Pero cuando llegó el día de la fiesta, Guillermo había cambiado de opinión. Después de todo, el ayudar en un puesto resultaba algo emocionante. Podía hacerse la ilusión de que se trataba de una tienda suya. Podía darse importancia —de momento por lo menos— tomando dinero y dando el cambio…
—No tengo inconveniente en ayudarte un poco esta tarde, mamá —dijo a la hora del desayuno como quien confiere algún gran favor.
Su madre reflexionó.
—Casi creo que tenemos ayudantes suficientes, gracias, Guillermo —contestó—. No necesitamos demasiados.
—Deja a Guillermo que dé de comer a los elefantes blancos y los saque a paseo —suplicó su padre.
Guillermo le miró con rabia.
—Claro está —dijo la madre— que siempre es útil tener alguien para hacer recados, conque si quieres estar allí a mano, Guillermo, por si te necesito… Seguramente habría alguna cosita que puedas tú hacer.
—Si quieres, te venderé yo las cosas —dijo el muchacho, con magnanimidad.
—No —contestó, apresuradamente, la señora Brown—. No creo que sea necesario que hagas eso, Guillermo, gracias.
Guillermo emitió un «¡Huh!» muy expresivo —mezcla de desdén, burla, misterio, superioridad y regocijo sardónico.
Su padre se puso en pie y dobló el periódico.
—Llévate muchos bollos, Guillermo —dijo, cariñosamente— y ten cuidado de que no te muerdan.
* * *
El puesto de elefantes blancos contenía la mezcla usual de géneros usados, de ropa vieja y aparatos de deporte estropeados.
La señora Brown estaba, plácida y serena, detrás del mostrador. Guillermo se hallaba a un lado, mirando, desdeñosamente, el puesto.
Los demás Proscritos, que no tenían posición oficial alguna, le contemplaban a distancia. Tenían la sospecha de que se estaban burlando de él, que estaban comparando su posición insignificante y servil como recadero al lado de un puesto de prosaico surtido, con su glorioso sueño de cuidar un rebaño de elefantes blancos como la nieve. Haciendo como si no los viera, se movió más hacia el centro del puesto y, colocándose una mano en la cadera, adoptó una actitud de importancia, como si fuera él el dueño de todo aquello… Se acercaron más. Haciendo como si no los viera empezó a fingir que arreglaba las cosas del puesto. Su madre se volvió hacia él y dijo:
—No tardaré ni un segundo, Guillermo, vigila el puesto.
Y se marchó.
¡Magnífico! —se dijo el muchacho y, ante la admirativa mirada de sus amigos, se situó en el mismísimo centro del puesto y pareció hincharse visiblemente. Una mujer se acercó y examinó un gabán negro que había tirado a un lado.
—Se le puede usted llevar por un chelín —dijo Guillermo generosamente.
Miró a los Proscritos por el rabillo del ojo, esperando que se habrían fijado en que estaba encargado del puesto, que fijaba los precios, vendía géneros y lo dirigía todo. La mujer le entregó un chelín y desapareció por entre la muchedumbre con el abrigo.
Guillermo volvió a adoptar la actitud de propietario del puesto.
No tardó en volver su madre y entonces se fue al extremo del puesto, dándose menos aires de importancia.
De pronto se acercó la mujer del Pastor protestante. Miró por el puesto con ansiedad y luego le dijo a la madre de Guillermo:
—Creí haber dejado aquí mi gabán unos momentos, querida. ¿No lo habrá usted visto, verdad? Lo coloqué aquí.
—Creí haber dejado aquí mi gabán unos momentos, querida.
La madre de Guillermo le ayudó a buscar.
En el rostro del muchacho apareció una expresión de horror.
—No… no puede haber sido vendido, querida, ¿verdad? —dijo la mujer del Pastor con una sonrisa nerviosa.
—No, no hemos vendido nada; aún no se ha iniciado la venta, en realidad… ¿Qué clase de gabán era?
—Uno negro.
—A lo mejor alguien lo recogió para que no se le perdiese. Iré a ver.
Guillermo se reunió con Pelirrojo; Enrique y Douglas habían presenciado boquiabiertos el desenlace.
—¡Hombre! —dijo Pelirrojo—. ¡Ahora sí que la has hecho buena!
—¡Mira que vender su abrigo! —exclamó Enrique, escandalizado y lleno de horror.
—Y seguramente la que lo compró se lo pondrá para ir a la iglesia el domingo y allí lo verá —agregó Douglas.
—¿Os queréis callar de una vez? —gruñó Guillermo, que estaba preocupado.
—Yo creo que debieras de hacer algo para remediarlo —observó Enrique.
—¿Y qué quieres que haga? —preguntó el otro, irritado.
—Te la vas a cargar —contribuyó Douglas—; es fácil que averigüen quién ha sido. ¡Te la cargarás!
—¿Quieres que te diga una cosa? —dijo Pelirrojo—. Vamos a buscar el abrigo otra vez.
Guillermo se animó.
—¿Cómo? —preguntó.
—¡Oh…! Podemos enterarnos de dónde se lo ha llevado e ir por él —murmuró vagamente Pelirrojo, animándose ante la perspectiva de una aventura—. Debiera de ser muy fácil… sea como fuera, resultará más divertido que quedarse rondando por aquí.
Los Proscritos echaron una ojeada a la muchedumbre que llenaba el jardín, y sin ver por parte alguna el abrigo que buscaban. Guillermo había estado tan atento a hacer resaltar su propia importancia y a causar impresión a sus amigos, que no se había fijado siquiera en la compradora. Para él, no había sido más que una mujer y temía no poderla reconocer aunque la viera.
—Apuesto a que no está aquí —dijo Pelirrojo—; claro que no estará. Apuesto a que se habrá llevado el abrigo a casa en seguida. Tendría miedo de que se acercara alguien y le dijera que todo había sido una equivocación. Apuesto que ahora estará corriendo hacia su casa, abrigo y todo.
Los Proscritos se acercaron a la puerta del jardín y miraron a derecha e izquierda. La demás gente estaba agrupada en el centro del jardín, donde el diputado de la localidad, que iba a inaugurar el bazar, había llegado al punto en que felicitaba a las señoras por el hermoso y artístico aspecto de los puestos. Se sobrecogía, involuntariamente, cada vez que su mirada se posaba en los gallardetes de bilioso colorido que adornaba el jardín, gallardetes verde y malva.
—Ahí está —dijo Pelirrojo de pronto—. Ahí está… andando por la calle con él puesto… ¡Qué frescura!
Se veía la figura de una mujer, enfundada en gabán negro, a unos cuantos centenares de metros. Los Proscritos no perdieron más tiempo hablando, sino que salieron en persecución suya. Sólo fue al hallarse cerca de ella que se dieron cuenta de la dificultad de enfrentarse con ella y exigirle que devolviera el abrigo, que, después de todo, era suyo, ya que lo había comprado.
Aflojaron el paso.
—Más… más vale que preparemos un plan —dijo Guillermo.
—Podemos averiguar dónde vive —observó Pelirrojo.
Siguieron a la mujer con cautela.
Esta se metió en el jardín de una casa pequeña.
Los Proscritos se reunieron junto a la verja mirando la puerta principal que se cerraba, en aquel momento, tras la mujer.
—Bueno, pues tenemos que quitárselo de una forma o de otra —dijo Guillermo con aire de feroz determinación.
—Probemos pedírselo —insinuó Pelirrojo, esperanzado.
—Bueno —asintió Guillermo. Y agregó con generosidad—: Puedes intentarlo tú.
—No —contestó el aludido con determinación—; yo, yo he hecho mi parte al proponerlo. Tiene que hacerlo algún otro.
—Puede hacerlo Enrique —dijo Guillermo, con el mismo aire de generosidad.
—No —contestó Enrique con firmeza y hasta desafiador—. No tengo la menor intención de hacerlo. Tú fuiste quien lo vendió, conque puedes ir a pedírselo tú.
Guillermo reflexionó en silencio. Los compañeros parecían decididos. Se dio cuenta de que perdería el tiempo si intentaba convencerlos.
Soltó una risa burlona.
—¡Bah! —dijo— tenéis miedo. Eso es lo que os pasa. Tenéis miedo. ¡Bah…! Bueno, pues puedo deciros que hay una persona que no le tiene miedo a una mujer con gabán negro y esa persona soy yo.
Dicho esto, avanzó, contoneándose, por el jardín. Llegó a la puerta principal y tocó el timbre con violencia. Hecho esto, le faltó el valor y, de no haber sido por los que le miraban, admirados, desde la verja, hubiese dado media vuelta y huido, mientras quedaba tiempo para hacerlo. Una doncella abrió la puerta. Guillermo carraspeó, nervioso, y trató de expresar con la espalda y los hombros (que podían ver los Proscritos) un aire de desafío y de orgullo imperiosos, y con el rostro (que podía ver la doncella) humildad.
—Perdone —dijo con cortesía un tanto exagerada—, perdone… si no es demasiada molestia.
—¡Vayamos! —exclamó la muchacha con brusquedad—; ¡déjate de impertinencias!
Guillermo, en su nerviosidad redobló su ya exagerada cortesía. Descubrió los dientes en expansiva sonrisa.
—Perdone —dijo—; pero acaba de entrar en esta casa una señora con un elefante blanco puesto…
Se sintió ultrajado al recibir un bofetón en la oreja, acompañado de las palabras:
—¡Fuera de aquí, so fresco!
Le cerraron la puerta en las narices.
Fue a reunirse con sus regocijados amigos, acariciándose la dolorida oreja. Se sentía furioso con la muchacha que le había pegado y los Proscritos que se reían de él.
—¡Ah, sí! —dijo—; es muy fácil reírse… Todos vosotros teníais miedo de ir y luego os reís del único que ha tenido valor para acercarse. ¿Os reiríais si fueseis vosotros, eh? ¡Sí, sí!
Emitió su famoso resoplido de amargura, sarcasmo y desdén.
—¡Ah, sí! —repitió—. Os reiríais entonces, ¿verdad? Os reiríais si fuese vuestra oreja la que casi hubiera quitado de uno bofetada, ¿eh? Más de una persona se ha muerto por menos que esto, y entonces apuesto a que se os ahorcaría como asesinos. Tenemos los sesos en medio de la cabeza, unidos a la oreja y casi me mató al sacudirme los sesos de la manera que lo hizo… Sí, es muy fácil reír, ¡y yo que estoy casi muerto y que tengo los sesos todo sacudidos…!
—¿Te hizo mucho daño, Guillermo? —inquirió Pelirrojo.
El dejo de condolencia del muchacho aplacó a Guillermo.
—¡Vaya si me hizo daño! —dijo—. Y no es que a mí me importara —se apresuró a agregar—. No me importa un poco de dolor así… Quiero decir que soy capaz de soportar cualquier cantidad de dolor… dolor que mataría a la mayor parte de la gente… Pero —miró hacia la casa y volvió a emitir su sarcástica risa— quizá se habrá creído que ha acabado conmigo. ¡Bah! Tal vez crea que pueden seguir quedándose con ese abrigo que robaron. Pues se equivocan… lo digo yo… Se equivocan de medio a medio… Apuesto a que entro en la casa y se lo quito… ¡Para que se empapen!
El ataque del que la doncella le había hecho objeto, le había revuelto la sangre, inspirándole unos deseos enormes de venganza. Dirigió una mirada feroz a la puerta cerrada.
—¿Quieres que pruebe yo? —inquirió Pelirrojo, que compartía con Guillermo el amor al peligro y odiaba la monotonía.
—Bueno —contestó Guillermo, luchando en él el deseo de que Pelirrojo fuese también atacado por la doncella y la mala gana de que persona alguna pudiese compartir con él lo gloria de ser un mártir—. ¿Qué dirás?
—Tengo una idea —anunció Pelirrojo con lo que a Guillermo le pareció indebido optimismo y aplomo—. Si compró el abrigo por un chelín, apuesto a que estará encantada de poderlo vender por más de un chelín, ¿no? Es lo más natural, ¿no te parece?
Pelirrojo, imitando el contoneo de Guillermo (porque a pesar de sus luchas casi diarias admiraba intensamente a Guillermo en secreto), se acercó a la puerta principal y llamó con una violencia copiada también de Guillermo. La altiva doncella abrió la puerta.
—Buenas tardes —dijo Pelirrojo, con cortés sonrisa—. Usted perdone, pero ¿quiere decirle a la señora que acaba de entrar con un abrigo negro que le doy chelín y medio por él y…?
Pelirrojo recibió un bofetón que le hizo rodar y le cerraron la puerta en las narices. Volvióse a abrir esta otra vez y asomó el rostro, congestionado de ira, de la doncella.
—¡Y como volváis a darme la lata, so frescos, llamaré a la policía!
Pelirrojo se reunió con los otros, acariciándose la oreja y dándole más importancia al asunto de lo que Guillermo creyó mereciera.
—No te pegó ni la mitad de fuerte que a mí —dijo Guillermo.
—¡Vaya si lo hizo! —exclamó el otro—. Me pegó más fuerte… muchísimo más fuerte. Es natural que pegara más fuerte la segunda vez. Estaría más entrenada.
—¡Quizá! Estaría más cansada. Había usado ya todas sus fuerzas pegándome a mí.
—Sea como fuere, yo vi la bofetada que te dio y sentí la que me dio a mí y me di cuenta de que la mía era más fuerte. Y si no, que nos miren estos la oreja. Apuesto a que la mía está más encarnada que la tuya.
—Tal vez —contestó Guillermo—; eso es natural porque hace más rato que me pegó a mí y ha tenido tiempo de quitarse un poco lo colorado. Apuesto a que la mía está más colorada ahora de lo que estará la tuya cuando haya tenido tanto tiempo para pasarse como la mía… y permíteme que te diga que vi la tuya y sentí la mía, y sé que la mía fue mucho más fuerte que la tuya.
Después de discutir animadamente un rato, llegar a las manos y rodar ambos por la cuneta, se dejó el asunto. Pelirrojo estaba, secretamente, encantado de la forma en que la doncella había recibido su oferta, porque no poseía un chelín y medio y no hubiera sabido qué hacer si la otra hubiese aceptado.
Se celebró entonces un consejo para decidir qué paso dar a continuación.
—Propongo —dijo Douglas, que de todos los Proscritos era el menos adicto a las aventuras peligrosas— que volvamos al bazar. Hemos hecho cuanto nos ha sido posible, y si el abrigo está vendido, que quede vendido. Quizá pueda recuperarlo yendo a un abogado, o al parlamento o algo así.
Pero Guillermo, habiendo tomado una determinación, no era de los que renuncian fácilmente a sus propósitos.
—Tú puedes volver si quieres —dijo con desdén—; yo no pienso volver sin el abrigo.
—Bueno —respondió Douglas con resignación—; me quedaré a ayudar.
Sea dicho en honor a Douglas que, una vez habiendo hecho su advertencia, siempre estaba dispuesto a seguir a los Proscritos por su azaroso camino.
—¿Sabéis lo que voy a hacer? —dijo Guillermo, de pronto—. Lo he pedido con cortesía y si no me lo dan, la culpa es suya, ¿no? Bueno, pues lo he pedido con cortesía y no me lo han querido dar, conque voy a quitárselo.
—Yo te acompañaré, Guillermo —dijo Pelirrojo.
—Creo —dijo Guillermo, frunciendo el entrecejo y adoptando un aire de comandante en jefe—, creo que será mejor que vaya yo solo. Pero quédate por aquí y entonces, si me encuentro en verdadero peligro, un peligro de vida o muerte, daré un grito y venís vosotros y me salváis.
Aquella era una situación de la que amaban los Proscritos. Habían olvidado ya lo que salvaban. La emoción de la salvación en sí llenaba todo su horizonte.
Se acercaron a la puerta lateral, donde se acurrucaron detrás de los matorrales, contemplando a Guillermo, que se arrastró a estilo indio, haciendo alarde de astucia, por la hierba hasta una ventanita abierta. Vieron cómo se alzaba y metía una pierna por la ventana. Observaron la expresión determinada de su semblante al desaparecer dentro del cuarto.
Había tenido la intención de cruzar el cuarto y dirigirse al vestíbulo, donde esperaba encontrar el abrigo negro colgado y poder llevárselo sin dificultad y regresar otra vez al lado de sus compañeros. Pero rara vez resultan las cosas tan sencillas como esperamos que vayan a ser. No bien estuvo dentro del cuarto, oyó voces que se acercaban a la puerta y, con gran serenidad, se metió debajo de la mesa redonda que había en el centro del cuarto, cuyo tapete apenas lograba ocultarle.
La señora a la que los Proscritos habían seguido calle abajo, desprovista ya del abrigo negro, entró en el cuarto seguida de otra señora más alegre y de mayor colorido.
—¿Un abrigo negro, dijo usted? —inquirió la primera dama.
Guillermo aguzó el oído.
—Sí; si usted puede, querida —contestó la otra—; si tuviese usted la amabilidad… Sólo lo necesito para mañana, para el entierro. Creo que ya se lo dije, ¿no? Un primo lejano al que apenas conocía… muy lejano… pero me han invitado y a una le gusta demostrar que aprecia estas pequeñas atenciones… Y no es que crea que me ha dejado un penique en su testamento, y desde luego, no vale la pena comprar luto… pero tengo un vestido negro, y si a usted le fuera igual prestarme un abrigo negro…
—Con mucho gusto. Puedo prestarle a usted uno. No faltaba más. Está en el vestíbulo. Es uno que acabo de comprar…
Guillermo rechinó los dientes… ¡Conque estaba en el vestíbulo! ¡Si hubiese llegado unos momentos antes…!
Se fueron al vestíbulo y Guillermo dedujo de la conversación que la señora estaba enseñándole el abrigo a su visita.
—Una pichincha, ¿no le parece? —oyó que decía la dueña de la casa.
Trabajo le costó reprimir un «¡Uh!» de desdén.
Volvieron con el abrigo, evidentemente.
—Muchísimas gracias, querida —dijo la visita—. Es precisamente lo que necesitaba y… ¡es tan elegante…! ¿Qué tal el bazar? —se estaba probando el abrigo ante el espejo y sonriendo—. La verdad es que me sienta muy bien.
—Muy aburrido —contestó la otra—. Me marché antes de que estuviera abierto, en realidad. Compré lo que necesitaba y me fui. Parecía muy aburrido.
La otra exhaló un sonido desdeñoso y dijo en son de queja:
—Confieso en que me molesté algo, porque no me pidieron que contribuyera a la diversión haciendo un número. No puedo menos de pensar que fue un desprecio. Estoy tan acostumbrada a que me diga la gente que no hay función completa por aquí si falto yo… ¡Y que no me hayan pedido que asista al Bazar Conservador…! La verdad, que sólo veo en ese desprecio una cosa: que demuestra envidia, intriga, sentimientos vengativos, bajeza, astucia y engaño por parte de alguien… de alguna persona desconocida; pero, créame, señora Bute, no es tan difícil adivinar de quién se trata.
La buena señora se estaba excitando. De pronto se dio cuenta Guillermo de quién era. Debía ser la señorita Poll. Recordaba haberle oído decir a su madre la tarde anterior:
—Esa terrible Poll quiere dar una función en el bazar y nosotras estamos decididas a no consentirlo. Es tan ordinaria. Echaría a perder la fiesta…
El muchacho la miró por debajo del tapete.
—Claro, querida —dijo la señora Bute, que parecía hastiada, como si hubiera oído aquello muchas veces ya—; claro, querida. Pero…, ¿le va bien el abrigo?
—Muy bien, gracias —contestó la señorita Poll, con cierta sequedad, porque le pareció que la señora Bute debía de haber mostrado un poco más de simpatía—. Buenas tardes, querida.
—Permítame que se lo envuelva.
Reinó el silencio mientras lo envolvía. Luego dijo la señorita Poll otra vez:
—Buenas tardes, querida.
Y salió del vestíbulo. Se oyó el ruido de la puerta principal al cerrarse y los pasos de la dueña de la casa que se dirigían al piso superior. Guillermo saltó por la ventana y fue a reunirse de nuevo con Douglas y Enrique. Pelirrojo había desaparecido.
—Aprisa —dijo—; lo lleva esa.
Se veía a la señorita Poll en la calle, con un paquete debajo del brazo.
—Tendremos que seguirlo. Lo lleva ella ahora.
En aquel momento volvió a aparecer Pelirrojo.
—Lo lleva esa —le explicó Guillermo.
—Sí; pero hay otro —contestó Pelirrojo—; hay otro abrigo negro colgado en el vestíbulo. He dado la vuelta, me he asomado a una ventana y lo he visto… Está ahí dentro.
Durante un momento, Guillermo quedó desconcertado. Luego dijo:
—Bueno, pues apuesto a que el que ella se ha llevado es el que buscamos, porque la oí decir que había sido una pichincha, y tenía razón. ¡Uf! Yo voy a seguirla.
—Pues yo no —contestó Pelirrojo—; voy a quedarme aquí y llevarme el otro.
—Como quieras. Tú y Douglas podéis quedaros aquí y Enrique y yo iremos detrás de la otra, y te apuesto a que el nuestro es el que lleva ella.
Conque los Proscritos dividieron amistosamente sus fuerzas. Pelirrojo y Douglas se quedaron escondidos entre los matorrales a la puerta de la casa de la señora Bute, vigilando las ventanas, mientras Enrique y Guillermo echaron a andar calle abajo tras la señorita Poll.
* * *
Guillermo y Enrique se detuvieron junto a la verja de la señorita Poll y celebraron consulta. Lo que les había ocurrido anteriormente no les animaba a acercarse abiertamente a la puerta principal y pedir el abrigo.
—Entremos y robémoslo —dijo Enrique alegremente—; después de todo, no es suyo.
Pero Guillermo no parecía muy conforme con aquello.
—No; —dijo—; apuesto a que eso nos saldría mal. Apuesto que es una de esas mujeres que siempre aparecen cuando más estorban. No; yo creo que debemos pensar algo mejor.
Reflexionó profundamente unos momentos. Luego se iluminó su semblante.
—Ya sé lo que haremos. Es una idea muy buena. Apuesto… Bueno, tú acompáñame y verás.
Guillermo se dirigió, tranquilamente, a la puerta y llamó. Enrique le siguió aprensivo.
La señorita Poll, con el abrigo negro puesto (porque se lo había estado probando y se gustaba tanto con él, que no se había decidido a quitárselo para contestar al timbre), abrió la puerta.
Guillermo, con el rostro descompuesto por completo de expresión, repitió monótonamente, como quien recita una lección:
—Buenas tardes, señorita Poll. ¿Hace usted el favor de ir al bazar a dar una función?
La señorita Poll se puso algo colorada y durante unos segundos Guillermo temió que fuese a atacarlo, como había hecho la doncella; pero pasó el momento y la señorita Poll murmuró:
—Su… pongo que te habrán mandado con ese mensaje, ¿verdad, nene?
Luego, ahorrándole a Guillermo el cargo de conciencia de contestar a dicha pregunta, prosiguió:
—Ya pensaba yo que se habrían equivocado… Naturalmente, tendría perfecto derecho a negarme a ir. Es una falta de cortesía eso de avisarme con tan poca anticipación, pero… ya sabía yo que, en realidad, no podrían pasarse sin mí. No te darían ningún encargo por escrito, ¿verdad?
—No —respondió Guillermo sin mentir.
Hizo ella un mohín.
—Eso resulta un poco grosero, ¿no te parece? Sin embargo, no sería yo tan cruel que les castigara por ello, no acudiendo. Ya sabía yo que, al final, me llamarían. Pero estas cosas se organizan siempre tan mal… ¿No te parece?
Guillermo carraspeó y dijo que sí. Enrique, contestando a un violento codazo, dijo que sí también.
La señorita Poll, animada por tal muestra de simpatía, le tomó gusto al tópico.
—En lugar de escribirme contratándome hace meses, me mandan un mensaje como este a última hora… ¿Qué hubieran hecho si hubiese estado yo ausente?
Guillermo dijo que no lo sabía y Enrique, contestando a un nuevo codazo, dijo que él no lo sabía tampoco.
—Bueno; no debo de hacerles esperar a los pobres —dijo la señorita Poll alegremente—. Estaré preparada dentro de unos segundos. Sólo tengo que ponerme el sombrero.
Entonces en el interior de la buena señorita Poll se libró una lucha, mientras Guillermo aguardaba, conteniendo casi la respiración. ¿Se dejaría puesto el abrigo negro o se lo cambiaría por otro? A Guillermo se le ocurrieron planes fantásticos. Le diría que hiciese el favor de ir de negro, porque el Pastor protestante se había muerto de repente aquella mañana o… o que al diputado acababan de asesinarle o algo así. Era evidente que la señorita Poll se debatía entre el deseo de usar un abrigo con el que creía estar muy bien y el convencimiento de que no era propio usar para una fiesta una prenda que había pedido prestada para llevar en el entierro del primo lejano. Con gran alivio de Guillermo, el abrigo ganó la batalla, y después de abrocharse el cuello para que pareciera aún más elegante y de ponerse un sombrero de pluma muy encarnada, se reunió con ellos en la puerta.
—Ahora ya estoy preparada, nenes —dijo; al oír lo cual, Guillermo le dirigió una mirada asesina y Enrique se estremeció—. No dijeron qué parte de mi repertorio había de llevarme, ¿verdad?
Y de nuevo Guillermo dijo que no, con rostro desprovisto de expresión. Y Enrique dijo que no también.
—Y me avisan con tan poco tiempo —prosiguió ella—, que, en realidad, no pueden esperar que me caracterice, ¿no os parece?
Guillermo contestó que no podían esperarlo, y Enrique confirmó su opinión.
—Aunque me hubiera gustado, niños, que me hubieseis visto vestida de fregona. Soy una artista en eso de la caracterización… ¿Os imagináis que pueda yo parecer vieja y fea de verdad?
Enrique, con toda la ingenuidad del mundo, dijo que sí, y al darle un codazo Guillermo, lo cambió en un «sí, gracias». La señorita Poll miró a Enrique como si hubiera concebido una profunda antipatía por él y se dirigió a Guillermo.
—¿Sabes, querido…? Sé caracterizarme de forma que parezco verdaderamente vieja. No lo creerías, ¿verdad? ¿A que no adivinas qué edad tengo?
Enrique, que no quería que le dieran de lado, dijo con la mayor buena fe del mundo «cincuenta», y Guillermo, con la vaga idea de ser un poco diplomático, dijo cuarenta. La señorita Poll, que en realidad, hacía cara de tener cuarenta y cinco, soltó una risa chillona.
—¡Qué bromistas sois, niños! —dijo—. Pero… ¿qué haría yo para empezar? Sabéis, niños, lo que a mí me hace única en mi género y, si hubiera querido, hubiese sido hoy en día famosa en los teatros de Londres; es que no necesito para nada ayudas artificiales, como son los instrumentos de música, los libros de palabras y cosas así. Dependo de los esfuerzos de mi voz… y tengo una voz perfecta para canciones humorísticas, ¿sabéis?, y una expresión facial… Claro está que tengo una personalidad magnética… ese es el secreto de mi éxito…
Guillermo estaba con todos los nervios en tensión, severo y con el entrecejo fruncido. No estaba pensando en la personalidad magnética de la señorita Poll. Estaba pensando en el abrigo. El primer paso había sido inducir a la señorita Poll a dirigirse al bazar; el segundo y —empezaba a pensar— el más difícil, era separar el gabán del cuerpo de la buena señorita.
—Hace algo de calor, ¿no le parece? —dijo roncamente.
—Sí, ¿verdad? —asintió, agradablemente, la otra.
Guillermo se animó.
—¿No le gustaría a usted quitarse el abrigo? —inquirió, persuasivo—. Yo se lo llevaré.
Pero la señorita Poll, que cometía el error de creer que el abrigo le hacía parecer sorprendentemente joven y bella, movió negativamente la cabeza.
—No; de ninguna manera —contestó.
Guillermo reflexionó acerca de por dónde debía atacar.
—Creí —insinuó por fin con humildad—, creí que tal vez cantara usted mejor sin el abrigo.
Enrique, que creía estar apoyando bastante deficientemente a Guillermo, dijo:
—Sí; no sé por qué parece como si usted pudiera cantar mejor sin el abrigo.
—¡Qué tontería! —dijo la señorita Poll con cierta brusquedad—. Canto divinamente con gabán.
De pronto a Guillermo se le ocurrió una idea. Recordó un incidente que había tenido lugar hacía cosa de un mes y que, por entonces, le había intrigado una barbaridad. Había tomado nota de él, archivándolo por si podía usarlo más adelante. Ethel había regresado de una verbena, poco menos que histérica, y había destruido con rabia un sombrero nuevo que llevaba. Explicó tan extraordinario comportamiento diciendo que la señorita Waston había llevado un sombrero exactamente igual a la verbena, exactamente igual… «De buena gana la hubiera matado a ella y me hubiese matado yo», había dicho Ethel, histérica. El motivo le había parecido a Guillermo completamente inadecuado. Veía a niños todos los días de su vida con gorras exactamente iguales a la suya y nunca se le había ocurrido enfadarse por eso. Era uno de los muchos misterios en que estaba envuelto el comportamiento de las hermanas mayores: algo que no podía comprenderse, pero que quizá podría utilizarse. Conque miró a la señorita Poll de pies a cabeza y murmuró:
—¡Qué raro!
—¿Qué es lo que es raro? —inquirió la mujer con brusquedad.
—No, nada —contestó Guillermo, sabiendo, perfectamente, que la otra ya no estaría tranquila hasta que supiese el motivo de su exclamación y el porqué de su mirada.
—¡Vamos! —exclamó la señorita Poll—. No dirías tú «¡Qué raro!» de esa manera si no tuvieras tus motivos. Si tengo alguna mancha en la nariz o tengo el sombrero torcido, dilo de una vez y no estés ahí mirándome así.
La mirada fija de Guillermo la estaba poniendo nerviosa al parecer.
La mirada fija de Guillermo la estaba poniendo nerviosa, al parecer.
—Nada —respondió otra vez Guillermo con vaguedad—; sólo que acabo de acordarme de una cosa.
—¿Qué has recordado?
—Nada de importancia. Sólo que acabo de acordarme que vi a alguien en el bazar, poco antes de venir a buscarla, que llevaba un abrigo exactamente igual al que llevaba usted.
Hubo un prolongado silencio. Por fin dijo la señorita Poll:
—Sí que hace un poco de calor. Tenías razón, querido. Si quisieras tener la amabilidad de llevarme el abrigo…
Se lo quitó, revelando un vestido muy corto, muy diáfano y muy sonrosado; dobló el abrigo de forma que sólo se viera el forro y se lo entregó a Guillermo. Este, aunque conservaba su expresión de esfinge, exhaló un suspiro de satisfacción, y Enrique se metió detrás de la señorita Poll para dar un salto mortal en mitad de la calle, como expresión de triunfo. Se hallaban ya a la puerta del jardín de la casa del Pastor. Habían logrado sus propósitos justamente a tiempo…
Guillermo había tenido la intención de meterle el abrigo en la mano a la mujer del Pastor y escaparse lo más aprisa posible, abandonando a la señorita Poll (que le había inspirado ya una profunda antipatía), a su suerte.
Daba la casualidad que el agente del diputado había logrado —con gran dificultad y con la ayuda de grandes poderes de persuasión y un megáfono— reunir u la mayoría de los asistentes al bazar y meterlos en una tienda de campaña, grande, donde el diputado iba a hablar «unas cuantas palabras» sobre la situación política. Muchos de aquellos que ya habían tenido experiencias en otras ocasiones de lo que eran las «cuantas palabras» del diputado, habían intentado escaparse; pero el agente era un joven muy decidido, con modales de estudiante de Oxford y ojo de águila, y logró hacerlos entrar a todos. El diputado estaba comprando en aquel momento un número para la rifa de un maletín y estaba haciéndose muy amable a la vendedora de números, en parte porque era bonita y en parte porque quizá tuviese voto (cualquiera distingue, hoy en día, la edad que puede tener una mujer…). El agente no andaba muy lejos de él, preparado para decirle que el público le esperaba, en cuanto hubiese acabado de ser amable con la muchacha, y al propio tiempo tenía un ojo clavado en la puerta para encargarse de que nadie intentara escaparse… Y entonces ocurrió el contratiempo. La señorita Poll se acercó a la puerta con su vestido de color rosa, se asomó, vio la muchedumbre reunida, un sitio vacante delante de ella, al parecer para una artista y, entrando alegremente y con expresión que parecía decir: «Siento mucho haberles hecho esperar a ustedes», empezó inmediatamente el primer número de su repertorio —la imitación de una patrona borracha—, número que la propia señorita Poll consideraba creación suya. El público (un público muy decente y muy serio) la miró boquiabierto, asombrado y aterrado. Y cuando unos momentos después, el diputado, sereno y todo dignidad, rebosante de elocuencia y estadísticas, habiendo cambiado su sonrisa por una expresión de responsabilidad y capacidad y el número de la rifa por un manojito de apuntes (escrito a máquina y sujeto con un alfiler por el agente), apareció en la puerta de la tienda de campaña, halló a la señorita Poll saltando y bailando ante el público asombrado; sus faldas color de rosa alzadas muy altas, cantando una canción. El agente, echándole una mirada por encima del hombro, se puso pálido y se quedó boquiabierto. El diputado se volvió hacia él con dignidad, conteniéndose a duras penas.
—¿Qué significa todo esto? —preguntó con severidad.
El agente se enjugó el sudor con un pañuelo de seda anaranjado.
—No… no tengo la menor idea —exclamó.
—Tenga la bondad de poner fin al asunto —agregó el diputado apresuradamente, recordando que la tienda de campaña estaba llena de votos—, sin provocar una escena, naturalmente.
Ya hemos dicho que el agente era un joven de mucha capacidad; pero hubiera hecho falta más de una docena de jóvenes de capacidad para contener a la señorita Poll en pleno repertorio. Continuó durante más de una hora. Se limitó a dirigir una mirada encantadora al agente cada vez que este intentaba pararla sin provocar un espectáculo, y cuando el propio diputado se presentó como un «deus ex machina» a hacerse cargo de la situación, le echó la mujer un beso y el pobre hombre se retiró más que aprisa.
Entretanto, Guillermo, llevando triunfalmente el abrigo negro, se dirigió a la mujer del Pastor. Se encontró con Pelirrojo y Douglas, que eran portadores también de un abrigo negro y que se dirigían a la misma señora.
—Te apuesto dos peniques a que el mío es el verdadero —dijo Pelirrojo.
—Te apuesto dos peniques a que lo es el mío —respondió Guillermo—. ¿De dónde sacasteis el vuestro?
—De su vestíbulo. Entramos tranquilamente, nos lo llevamos y nadie nos vio… Apuesto a que el nuestro es el verdadero.
—Bueno, pues vamos a verlo —dijo Guillermo abriéndose paso hasta el puesto presidido por la mujer del Pastor.
—Aquí tiene usted su abrigo, señora —dijo entregándoselo—; fue vendido por equivocación, pero nosotros logramos rescatarlo… Yo y Enrique.
Antes de que la señora pudiera responder, se acercó a ella una ayudante, nerviosa.
—¿Qué hacemos? —gimió—. La señorita Poll está dando una función en la tienda de campaña y el diputado no puede hablar.
—¡La señorita Poll! —exclamó, boquiabierta, la señora Marks—. No la habíamos invitado.
—No, pero ha venido y está cantando todo su horrible repertorio y nadie puede acallarla y el diputado no puede hablar.
La mujer del Pastor, meciendo distraídamente, el abrigo que Guillermo le había metido en los brazos, se quedó como aturdida.
—¡Es terrible! —exclamó—. ¡Terrible!
En aquel momento llegó Pelirrojo y le metió el segundo abrigo entre los brazos.
—Su abrigo, señora Marks —dijo cortésmente—, que vendimos por equivocación. Yo y Douglas hemos podido recuperarlo.
Le hizo una mueca a Guillermo, que este devolvió con creces.
Aguardaron con interés a ver cuál de los dos abrigos diría la señora que era el suyo.
Ella contempló los abrigos como si los viera por primera vez.
—Pe… pero —dijo con un hilo de voz—, ¡si ya me devolvieron mi abrigo! La mujer que lo compró creyó que debía tratarse de una equivocación y me lo trajo. Estos abrigos no son míos… Yo no sé una palabra de estos abrigos.
Llegaron a sus oídos, procedentes de la tienda de campaña, las notas agudas de una canción de cabaret. Llegó una segunda mensajera.
—No quiere callarse —sollozó— y el diputado está echando espumarajos por la boca.
—¡Dios mío! —exclamó la señora Marks, asiendo con fuerza los abrigos—. ¡Dios mío! ¡Dios mío!
En aquel momento se abrió paso una mujer hasta donde se hallaba la mujer del Pastor. Era la señora Bute.
—¿Lo trajeron aquí? —jadeó—. ¿Dónde está? ¡Ladrones! ¡Entraron en el vestíbulo de mi casa con toda la tranquilidad del mundo y se lo llevaron…! ¡Ahí está! —miró con desconfianza a la señora Marks—. ¿Para qué lo tiene usted…? ¿Para qué tiene mi abrigo? ¡Eso es lo que yo quisiera saber! Le…
Se lo arrancó de las manos y el otro abrigo cayó al suelo también.
—¡Mi otro abrigo! —aulló—. ¡Mis dos abrigos! ¡Ladrones…! ¡Eso es lo que son todos ustedes! ¡Ladrones!
—¿Dónde están esos muchachos? —preguntó con voz débil la señora Marks.
Pero «esos muchachos» habían desaparecido. Guillermo, resistiendo lo fuerte tentación de recrearse viendo al diputado echar espumarajos por la boca, se había retirado apresuradamente, con su pequeña banda, a una distancia segura.
* * *
Se les encontró, naturalmente, y se les obligó a regresar. Tuvieron que dar explicaciones, que pedir perdón a todas las personas interesadas, hasta a la propia señorita Poll (que los perdonó, porque había pasado una tarde tan estupenda, porque la función había salido tan bien y porque todos habían sido tan adorables). Se les mandó a casa con las orejas gachas. A Guillermo le mandaron a la cama y le dieron para cenar sólo pan y agua; pero como estaba fatigado por los acontecimientos del dio y el pon resultó ser de lo última hornada y en cantidad ilimitada, el varonil espíritu de Guillermo fue más fuerte que la indignidad a que se le sometía.
Y la madre de Guillermo dijo al día siguiente;
—Ya sabía yo lo que iba a ocurrir. —La madre de Guillermo siempre decía que ya sabía lo que iba a ocurrir, una vez había ocurrido la cosa—. Ya sabía yo que si le dejaba a Guillermo venir a ayudarme, todo iría mal. Siempre ocurre lo mismo. Eso de vender los abrigos de la gente, robarlos y conseguir que asistiera a la fiesta esta terrible mujer que habíamos jurado no invitar más, y eso de impedir que hablara el diputado cuando se había pasado la mar de tiempo preparando el discurso, y eso de echarlo a perder todo… bueno: si alguien me hubiese dicho de antemano que un muchacho del tamaño de Guillermo podía echar a perder una tarde de esa manera, jamás lo hubiera creído.
Y el padre de Guillermo dijo:
—Ya te lo advertí, Guillermo. Ya te dije que eran animales muy difíciles de manejar. Naturalmente, si se pierde el dominio de toda una manada de elefantes blancos como esa, lo lógico es que hagas estropicios.
Y Guillermo dijo con disgusto:
—Estoy harto de elefantes blancos y abrigos negros. Me voy a jugar a pieles rojas y blancos.