Guillermo bajó, andando lenta y pensativamente, por la calle del pueblo. Era la semana siguiente de Nochebuena. Enrique aún se hallaba ausente. Douglas y Pelirrojo eran los únicos dos amigos que estaban en el pueblo. La ausencia de Enrique no dejaba de tener sus ventajas, porque su padre, con las prisas de la marcha, se había olvidado de cerrar con llave la puerta del garaje y los Proscritos hallaron el lugar algo mejor que el cobertizo viejo, su punto de reunión usual. Guillermo se alegraba de que hubieran pasado ya las pascuas. No le había ido mal del todo; pero la Nochebuena resultaba una época demasiado dada a convencionalismos y a parientes poco agradables para que le gustara a Guillermo.
De pronto vio que alguien bajaba la calle, andando en dirección a él. Era el señor Salomón, superintendente de la escuela dominical, de la que era, a pesar suyo, alumno Guillermo. El muchacho tenía sus razones para no querer encontrarse con el señor Salomón. El señor Salomón había organizado un grupo de cantores de villancicos con sus alumnos y Guillermo no sólo había formado parte de él, sino que se había convertido en su jefe. Habían logrado deshacerse del señor Salomón a primera hora y se habían pasado la noche haciendo de las suyas y divirtiéndose de lo lindo. Guillermo no había vuelto a ver al señor Salomón desde aquel día, porque dicho señor había sufrido un desquiciamiento nervioso. Guillermo sentía vivos deseos de esquivarle y de abordarle al mismo tiempo. El deseo de esquivarle no requiere explicación alguna. El deseo de abordarle resultaba igualmente sencillo. Había oído decir que el señor Salomón, que siempre tenía alguna idea nueva, había decidido formar una banda con los alumnos mayores de la escuela dominical. Cualquiera hubiese dicho que el señor Salomón habría escarmentado después de lo ocurrido el día de Nochebuena; pero había decidido asegurar el éxito de su plan excluyendo a los Proscritos de él. Guillermo se había enterado, llenándose de tan justa indignación, que pudo esta más, incluso, que su natural poca gana de encontrarse con el organizador de los cantores de villancicos.
Le abordó muy decidido.
—Buenas tardes, señor Salomón —dijo.
El señor Salomón le miró de arriba abajo con disgusto.
—Buenas tardes, muchacho —contestó con frialdad—. Voy camino de hacer una visita a tus padres.
La noticia no era muy animadora. Guillermo dio media vuelta para acompañarle, consolándose con el conocimiento de que sus padres no estaban en casa. Sin perder tiempo, abordó, el asunto de la banda.
—Me he enterado de que está usted organizando una banda, señor Salomón —dijo, como quien no da importancia a la cosa.
—Así es —respondió el otro, con mayor frialdad si cabe.
—Me gustaría ser trompeta —observó Guillermo.
—No se te ha pedido que formes parte de la banda —prosiguió el señor Salomón con una firmeza poco usual en él (y era que aún recordaba lo ocurrido por Nochebuena)— y no se te pedirá que formes parte de ella.
—¡Ah! —murmuró Guillermo, cortésmente.
—Tal vez te preguntes —prosiguió el señor Salomón con profunda emoción— por qué voy a hacer una visita a tus padres.
Guillermo no se preguntaba nada; pero prefirió callar.
—Voy —dijo el señor Salomón— a quejarme a tus padres de tu vergonzoso comportamiento el día de Nochebuena.
—¡Ah, eso! —exclamó Guillermo, como si recordara con dificultad el incidente—. Recuerdo que… que le perdimos a usted, ¿no? Es muy fácil perder a la gente en la oscuridad. Y por cierto que fue un compromiso para nosotros (prosiguió en tono quejumbroso), el que se perdiera usted así.
—Estás en tu derecho, naturalmente —dijo el señor Salomón— en dar tu versión del asunto a tus padres. Yo les daré la mía. No me cabe la menor duda de cuál será la versión que ellos aceptarán.
Tampoco tenía Guillermo gran duda acerca de a quién creerían. Siempre se estaba asombrando y horrorizando por la falta de credulidad que demostraban sus padres cuando daba él sus versiones. Cambió de conversación apresuradamente.
—No me costaría trabajo aprender a tocar la trompeta —dijo—, ni a Pelirrojo ni a Douglas tampoco… ni a Enrique cuando vuelva y… no sería tan fácil perderle a usted con una banda en pleno día. Fue porque estaba tan oscuro que le perdimos por Nochebuena.
El señor Salomón no se dignó contestar.
Después de una pausa, dijo Guillermo, solícito:
—Siento mucho que haya usted estado enfermo.
—Mi leve indisposición fue el resultado de nuestra malhadada excursión de Nochebuena.
—Sí —dijo Guillermo, que estaba dispuesto a cubrir dicha excursión con la capa de la inocencia en lo que fuera posible—; fue una noche bastante fría. Yo estornudé también un poco a la mañana siguiente.
El señor Salomón tampoco se dignó contestar aquella vez.
—Bueno, pues cuando esté en su banda tocando la trompeta… —prosiguió Guillermo con su irreprimible optimismo.
—Guillermo —dijo el señor Salomón con impaciencia—; no estarás en mi banda tocando nada. Si tus padres continúan mandándote a la escuela dominical después de recibir mi queja, tendré que… ¡ah…! soportarlo; pero no serás de mi banda. Ni ninguno de tus amigos.
Al oír que sus padres pudieran no mandarle más a la escuela dominical después de escuchar la queja del superintendente, se había animado Guillermo, para desanimarse otra vez al pensar que lo más probable era que insistieran en que siguiera yendo. El señor Salomón, naturalmente, consideraba que era un glorioso privilegio el asistir a su escuela dominical. Los padres de Guillermo lo consideraban, sencillamente, la garantía de que descansarían el domingo por la tarde. No era fácil que pusieran fin a la asistencia de su hijo so pretexto alguno.
El señor Salomón franqueó la puerta del jardín de la casa de Guillermo y este le acompañó con un aire de valor que nacía, como ya hemos dicho, de su convencimiento de que se hallaban ausentes sus padres. Luego, despidiéndose de su compañero, dio la vuelta a la casa. El superintendente llamó a la puerta.
Guillermo se distrajo en la parte de atrás un buen rato, sin perder de vista el camino por el que el señor Salomón no tardaría en bajar, desilusionado. Pero no apareció ningún señor Salomón desilusionado. La curiosidad impulsó a Guillermo a deslizarse cautelosamente hasta la ventana de la sala. Allí estaba sentado el señor Salomón, encendido, tomando el té con Ethel, la hermana mayor de Guillermo. Claro, se había olvidado de que Ethel estaba en casa. Era evidente que Ethel estaba tratando con mucha amabilidad al señor Salomón. La muchacha se encontraba en la situación temporal (y muy rara para ella) de no tener un admirador a mano. Todos parecían haberse marchado afuera a pasar las pascuas. Su última conquista —Rodolfo Vernon, un joven exquisito, digno de su nombre— la había abandonado, casi llorando, hacía una semana, para visitar a una tía que vivía en el campo y a la que esperaba heredar. El señor Salomón, naturalmente, no era una pieza digna de Ethel; pero resultaba mejor que nada. A falta de pan… Daba la casualidad, por añadidura, de que padecía de un catarro, lo que hacía que le fuera aún más grata la ocasión de poder distraerse un poco. Por lo tanto, lo invitó a tomar el té y le sonrió. El superintendente estaba sentado, ruborizado, mirándole con adoración los ojos azules y la roja cabellera (porque Ethel, en cuanto a hermosura se refiere, daba ciento y raya a todas las muchachas de los alrededores). Ni siquiera se había atrevido a decirle el verdadero objeto de su visita por miedo a que ella le pudiera hacer concebir prejuicios. Guillermo vio al no mucho antes indignado señor Salomón, encantado y dócil ya. Luego la curiosidad le impulsó a ver más de cerca el espectáculo. Sentía vivos deseos de averiguar si ya se había hecho la queja contra él o si las sonrisas de Ethel le habían hecho olvidarla por completo, aunque, hablando en general, opinaba que Ethel aherrojaba innecesariamente su espíritu libre, se veía obligado a confesar, en justicia, que había veces en que resultaba útil.
Subió a su cuarto, se arregló rápidamente, adoptó su expresión más ingenua y entró en la sala. A su entrada, la encantadora sonrisa de Ethel se convirtió en expresión de disgusto y el señor Salomón se quedó algo corrido. Pero semejante recepción no surtió efecto alguno en Guillermo. Se sentó en una silla al lado del señor Salomón, con la expresión de quien tiene la intención de quedarse donde está durante un buen rato, y paseó la mirada entre los dos Se había hecho el silencio a su entrada; pero era evidente que alguien había de decir algo pronto.
—Vaya, querido —dijo Ethel sin entusiasmo—, ¿quieres un poco de té?
—No, gracias —contestó Guillermo.
—El señor Salomón ha tenido la bondad de venir a asegurarse de que no te hayas puesto malo después de tu excursión del día de Nochebuena.
Guillermo volvió su ingenuo rostro hada el señor Salomón. Este se puso colorado y por poco se atragantó. Desmoralizado por la belleza de Ethel y por su dulzura, en lugar de quejarse había preguntado por la salud de Guillermo; pero resultaba muy duro que se lo repitieran en presencia de Guillermo y bajo su sardónica mirada. El muchacho no hizo comentario alguno.
—Es muy amable, ¿verdad, Guillermo? —dijo Ethel, con cierta brusquedad—. Debieras darle las gracias.
Guillermo siguió mirando al pobre hombre con fijeza.
—Gracias —dijo en un tono en el que el superintendente notó, bien a las claras, burla y desdén.
Reinó el silencio. Para Ethel siempre resultaba desconcertante la presencia de Guillermo cuando intentaba encontrar a un admirador. Y para el admirador también. Pero Guillermo siguió sentado.
—¿No tienes ningún deber que hacer, Guillermo? —preguntó Ethel, por fin.
—No, estamos de vacaciones.
—¿No te gustaría salir a jugar, entonces?
—No, gracias.
Ethel se preguntó, como se había preguntado centenares de veces antes, por qué no habría ahogado alguien a aquel chiquillo. Resultaba doloroso tener que ocultar su natural exasperación bajo una dulce sonrisa, ante la visita.
—¿No te espera ninguno de tus amigos, querido? —preguntó con excesiva dulzura, que a nadie convenció.
—No —contestó Guillermo.
Pero Guillermo siguió sentado.
Y continuó sentado.
De pronto dieron los cinco y el señor Salomón se puso en pie, sobresaltado.
—¡Cielo! —exclamó—. He de irme. Debí haberme marchado hace rato.
—¿Por qué? —preguntó Ethel—. Es muy temprano.
—¿No tienes ningún deber que hacer, Guillermo?
—Es… es que debía de haber estado allí a las cinco.
—¿Dónde?
—En la fiesta de pascua de los ancianos. Yo tenía que repartir los regalos… y a la fiesta de los niños también… Debí de estar a las cinco en la de los ancianos para repartir los regalos y en la de los niños a las cinco y media. Me temo que voy a llegar la mar de tarde.
Miró a su alrededor, frenético.
—¡Ah!, pero —dijo Ethel suplicante—, ¿no puede hacerlo otra persona por usted? Es una lástima que se marche cuando apenas acaba usted de llegar.
Era un joven muy concienzudo; pero miró en los ojos de Ethel y se perdió. Le tenía sin cuidado quién repartiera los regalos a los ancianos y a los niños. Le tenía sin cuidado que no los repartiera nadie. Lo único que quería era permanecer en aquel cuarto y que le sonriera Ethel. Se dio cuenta, de pronto, de que, por fin, había encontrado un alma gemela. Nunca se había imaginado que pudiera contener el mundo una persona tan maravillosa, tan encantadora, tan bondadosa y tan inteligente.
—¿No hay quien pueda hacerlo por usted? —preguntó Ethel otra vez, con dulzura.
Reflexionó unos momentos.
—Estoy seguro de que el pastor protestante no tendría inconveniente en hacerlo —dijo por fin—. Estoy seguro de ello. Más de una vez me he hecho cargo yo de su Club Infantil.
—Guillermo podría llevarle el mensaje, ¿no le parece? —inquirió Ethel.
¡Magnífica idea! Así se matarían dos pájaros de un tiro. Se prolongaría aquel glorioso «tête-á-tête» y se quitaría de paso a aquel niño que tanto estorbaba.
El señor Salomón se animó. Le sonrió a Guillermo casi con benignidad.
—Sí, tú harás eso, ¿verdad, Guillermo?
—Sí —contestó el muchacho—; claro que sí.
—Entonces, escúchame bien, querido niño —dijo el señor Salomón adoptando su tono de superintendente de escuela dominical—. Ve a casa del señor Greene y pregúntale si tendría la bondad (no te olvides de emplear esta misma frase) de encargarse de hacer lo que tenía que hacer yo esta tarde, ya que… que no puedo hacerlo yo. Dile que los dos sacos que contienen los regalos para la fiesta de los ancianos y la de los niños están en mis habitaciones. El más grande de los dos es el que contiene los de los ancianos. También encontrará en mi casa un disfraz de Papá Noel, que debe ponerse para la fiesta de los ancianos y otro de gaitero, para lo de los niños. Es un disfraz muy a propósito que se me ha ocurrido emplear a mí para la fiesta de los niños. Formarán una procesión y darán dos vueltas al cuarto, detrás del gaitero, en presencia de las madres, antes de que este les dé los regalos. Pregúntale si puede tener la bondad (no te olvides de decir esto, querido niño) de hacer por mí estas dos cosas esta tarde, y dile que si no puede, que tenga la amabilidad de avisarme por teléfono. Si no recibo aviso alguno, supondré que ha aceptado mi encargo. ¿Has comprendido bien, querido niño?
—Sí —dijo Guillermo.
Guillermo se dirigió lentamente a casa del señor Salomón. Había decidido, después de todo, no avisar al Pastor protestante. No había necesidad de molestarle. Estaba decidido a hacer él, personalmente, el trabajo del señor Salomón. Tenía muchas ganas de ser admitido como trompeta en la banda del superintendente y pensó que si este veía que Guillermo hacía bien el reparto mientras él charlaba con su encantadora hermana, tal vez se le enterneciera el corazón y admitiese a Guillermo como trompeta, pese a lo ocurrido por Nochebuena. Además, no hay por qué negar que el trabajo en sí le resultaba atractivo al muchacho. El vestirse de Papó Noel y de gaitero para distribuir los regalos a los ancianos y a los niños, resultaba de una atracción formidable para el instinto dramático tan altamente desarrollado en Guillermo.
El ama de llaves del señor Salomón le dejó pasar sin dificultad. Estaba acostumbrada a que el señor Salomón mandara gente de toda clase y edad a su casa con mensajes. Le molestaron las señales que dejaron las botas llenas de barro de Guillermo en el vestíbulo, que acababa de limpiar; pero, aparte de comentar, amargamente, que mucha gente no sabía para qué servían las esteras, no le prestó más atención. Unos minutos después, se le hubiera podido ver a Guillermo camino de las escuelas con dos sacos y dos bultos al hombro.
Encontró una clase pequeña en que mudarse. Resultaba emocionante ponerse la barba y la peluca de Papá Noel y la capa encarnada orillada de algodón. Luego observó, cuidadosamente, los dos sacos. El más grande de los dos, había dicho el señor Salomón, era para los ancianos; pero Guillermo no estaba de acuerdo con eso ni mucho menos. ¿Por qué habían de tener los ancianos un saco más grande que los niños? Guillermo sentía mucha más simpatía por estos últimos. Por lo tanto, se echó al hombro el saco más pequeño y salió en busca de los ancianos. Como quiera que se celebraban ambas fiestas en el mismo edificio, había cartelitos por todos los pasillos, con manos indicadoras, cuya ejecución demostraba muy buena intención, pero muy pocos conocimientos de anatomía. Guillermo encontró, sin dificultad, el lugar en que los viejos celebraban la fiesta. Escuchó, durante unos momentos, a la puerta; luego la abrió de par en par y entró con gesto dramático. Había ancianos de todas las edades sentados alrededor del cuarto, quejándose unos a otros. Un joven y una joven sudorosos, intentaban en vano conseguir que jugaran a algo para distraerse. Los invitados estaban discutiendo entre sí lo inadecuado del té, la incomodidad de las sillas, lo penetrante de la corriente y el aburrimiento general.
—No es lo que acostumbraba ser en mi juventud —decía un viejo a sus vecinos.
Guillermo entró con su saco.
Al verle se animaron todos.
Los jóvenes sudorosos corrieron a su lado.
—¡Cuánto nos alegramos de verte! —jadearon—. Vienes la mar de tarde. Suponemos que el señor Salomón te habrá enviado con las cosas, ¿no?
No se le veía a Guillermo gran parte de la cara a través de la barba y la peluca; pero lo poco que se veía expresaba asentimiento.
—Bueno, pues haz el favor de repartir —dijo el joven—. ¡Es terrible! No conseguimos animar la fiesta. Se niegan a hacer otra cosa que gruñir. Espero que traerás té y tabaco en abundancia. Eso es lo que más les gusta. ¿Vas a decir algo?
Guillermo se apresuró a negar con la cabeza y se quitó el saco del hombro.
—Bueno, pues empieza por este lado, ¿quieres? Y Dios quiera que se animen un poco.
Guillermo empezó y no se dio cuenta de que, tal vez, había sido un error el cambiar de saco, hasta que hubo regalado a un viejo asombrado y escandalizado una locomotora de juguete. Pero, habiendo empezado, siguió adelante sin inmutarse. Repartió entre los viejos y viejas que le rodeaban, muñecas, automóviles de hojalata, tiendas en miniatura, barquichuelos de madera, libritos de estampas de colores chillones y cajas de lápices —regalos laboriosamente escogidos por el señor Salomón para los niños—. Era evidente que los jóvenes ayudantes se contenían con dificultad. Los viejos, de momento, quedaron paralizados de asombro y de indignación. Sin embargo, hubiera podido observarse que su indignación ocultaba algo de satisfacción. Se habían quejado del té, del cuarto, de las sillas y de la corriente hasta cansarse. El que tuvieran una excusa nueva para gruñir resultaba casi un don del cielo. Claro está que se hubieran quejado de los regalos por muy buenos que estos hubieran sido; pero cosa tan anormal y satisfactoriamente fácil de qué quejarse como aquellos regalos, era algo como para animar a cualquiera. Guillermo dedujo de la expresión casi homicida con que le miraban los jóvenes que sería bueno retirarse lo más aprisa posible. Entregó su último regalo —una cajita de pinturas— a una vieja ciega y sorda que había junto a la puerta y se marchó casi precipitadamente. Entonces descargó la tormenta y un torrente de aguda indignación le persiguió. Regresó a la clase que había escogido como camerino y se quedó mirando el otro disfraz y el saco que quedaba. Sí; no podía menos de reconocer, imparcialmente, que el cambio de los sacos había sido una equivocación; pero la cosa ya estaba hecha y no tendría más remedio que seguir adelante como mejor pudiera. Necesitó algo de tiempo para ponerse el disfraz de gaitero y conservó la barba y la peluca para mejor ocultar su identidad. Luego se echó al hombro el otro saco y se puso a seguir los carteles cuyas manos, estropeadas aparentemente, por el reuma o por alguna otra terrible enfermedad, continuaban, con determinación, cumpliendo su deber de señalar el lugar en que estaban reunidos los niños. Guillermo se había puesto muy pensativo, se estaba dando cuenta de que, con toda seguridad, la forma en que desempeñaría los dos papeles del señor Salomón aquella tarde, no sería tal que enterneciera el corazón del buen señor y le hiciese admitirle como trompeta de la banda. Dudaba de que los encantos de Ethel fueran lo suficiente fuertes para servir de contrapeso a su distribución de regalos. Y… ¡tenía unas ganas de ser trompeta…! Tendría que pensar en alguna forma de conseguirlo. Abrió de par en par la puerta de un cuarto en el que unas cuantas docenas de niños jugaban de mala gana por imposición de unas cuantas personas mayores concienzudas. Un grupo de madres ocupaba asientos al otro extremo del cuarto y miraba a los niños con orgullo. Los niños, viéndole entrar con el saco, se animaron y dirigidos por los encargados de la fiesta, le tributaron una débil ovación. Uno de los ayudantes se acercó a recibirle.
—¡Cuánto me alegro de que hayas venido! —exclamó—. Supongo que al señor Salomón le sería imposible venir personalmente. Es un trabajador tan infatigable, ¿verdad? Primero la procesión, naturalmente… Los niños ya saben qué hacer… Lo hemos estado ensayando.
Los niños se estaban poniendo ya en fila. El «ayudante» indicó a Guillermo, con un gesto, que se pusiera a la cabeza de ella. El muchacho obedeció.
—Dos vueltas al cuarto, ¿sabes? —dijo el ayudante—, y luego reparte los regalos.
Guillermo empezó a dar la vuelta al cuarto muy despacio, saco al hombro, seguido, alegremente, por los niños. El cerebro de Guillermo funcionaba a gran velocidad. No había examinado el interior del saco que llevaba, pero sospechaba que no tardaría en estar repartiendo paquetes de té y de tabaco a los niños. La furia de los ancianos al recibir locomotoras y muñecas nada sería comparada con la de los niños cuando les diera té y tabaco. Sus esperanzas de ser admitido en la banda del señor Salomón se desvanecieron. Dio principio a su segunda peregrinación por el cuarto. Las mamás miraban con admiración —cada una de ellas a su niño—. Guillermo andaba muy despacio. Intentaba aplazar el momento del reparto. De pronto decidió no aguardar, humildemente, los embates de la suerte. En lugar de eso, obraría con osadía. Llevaría la lucha al campo enemigo.
Madres y ayudantes quedaron sorprendidos cuando Guillermo, bruscamente, seguido de los nenes (que hubieran muerto antes que perder de vista el saco un solo momento), salió por la puerta y desapareció de vista. Pero un ayudante inteligente sonrió y dijo:
—¡Piensa en todo! Habrá salido a dar una vuelta con ellos por fuera del colegio. Supongo que habrá bastante gente en la calle esperando ver a los nenes.
—Quizá —dijo una madre— los habrá llevado a que vean a los ancianos.
—¿Quién es? —preguntó otra—. Creí que el señor Salomón era el que debía haber venido.
—¡Oh!, seguramente se trata de uno de los alumnos de la escuela dominical. Me dijo una vez que era partidario de enseñarles a ser útiles a la sociedad. Yo le creo un hombre maravilloso.
—¿Verdad que sí? —suspiró otra—. Vive nada más que para cumplir su deber. ¡Siento más que no haya podido venir hoy!
—Estoy segura —dijo la primera— que hubiera venido si no le hubiera retenido alguna obligación urgente. El pobre señor estará leyéndole a algún inválido en estos momentos, con toda seguridad.
En aquel momento, en realidad, el «pobre señor» había llegado al punto en que decía a Ethel, de todo corazón, que nadie, nadie, ¡nadie!, le había comprendido hasta entonces como le había comprendido ella.
—Juanito no debía de haber salido —se quejó una madre—; no llevaba puesto su peto para proteger el pecho.
—Sólo será un segundo —dijo un ayudante—; aireará un poco el cuarto.
—Pero no le pondrá el peto a Juanito —contestó la madre con enfado—. ¿Y de qué sirve airear el cuarto cuando acabamos de dejarlo bien calentito para que estén bien en él los niños?
—Saldré a ver dónde están —dijo una ayudante.
Salió a ver el patio de la escuela. Estaba desierto. Dio la vuelta al otro lado del edificio. Allí no había nadie. Volvió al lado de las madres y de los demás ayudantes de la fiesta.
—Deben de haber ido a ver a los ancianos —dijo.
—Si no están fuera —dijo la madre de Juanito—, lo mismo me da. Yo sólo quería decir que si había salido a la calle, debía de llevar puesto el peto.
—Yo creo —dijo otra ayudante con cierta altivez— que ese muchacho debía de habernos dicho que los llevaba a ver los ancianos. Cuando yo ofrezco ayudar en una fiesta, me gusta que me consulten acerca de lo que se hace.
—Bueno, pues salgamos a buscarlos —dijo la madre de Juanito—. No quiero que Juanito ande por esos pasillos sin su peto, con las corrientes que hay. Ahora me pesa habérselo quitado.
Se dirigieron, en masa, al cuarto en que se estaba celebrando la fiesta de los ancianos. Los viejos, sentados aún en la habitación, seguían con sus muñecas, locomotoras o barquichuelos en la mano, gruñendo entre sí con morboso placer. Una ayudante estaba sentada al piano entonando una canción alegre, a la que nadie prestaba atención. La otra estaba inclinada sobre un octogenario que, a pesar suyo, empezaba a interesarse en el mecanismo de su autobús de hojalata. Los demás, sin embargo, desaprobaban su interés.
—¡No hay derecho! —le decía un viajo a su vecino, enseñándole un semáforo de juguete que le había entregado Guillermo.
El vecino, que estaba harto ya de hablar de su ratón de juguete, miró con ferocidad a la que tocaba.
—¡Estás armando un jaleo que no puede uno oírse hablar! —gruñó.
La madre y las ayudantes de los niños miraron a su alrededor con ansiedad; luego se acercaron a los ayudantes de los ancianos. Tuvo lugar una rápida conversación en voz baja. No; el gaitero y los niños no se habían acercado por allí. Probablemente habían regresado a su propio cuarto ya. Las madres y los ayudantes volvieron, apresuradamente a la otra habitación. Seguía vacía… Hablando con excitación, salieron al patio. Estaba vacío. Salieron a la calle. Estaba desierta. Un grupo echó a correr, frenético, calle arriba; otro, no menos frenético, fue a registrar el edificio otra vez. Todo estaba vacío. La antigua leyenda tomaba visos de realidad. Como en el cuento de hadas, un gaitero, seguido de todos los niños del pueblo, había desaparecido de la capa terrestre.
* * *
Ethel acababa de estornudar y el señor Salomón pensaba cuánto más musicalmente estornudaba que ninguna otra persona que hubiese conocido, cuando las madres y las ayudantes irrumpieron en la casa. Las ayudantes se dieron cuenta de la situación inmediatamente y jamás volvió el señor Salomón a reconquistar el pedestal del que la primera mirada le derrocó. Lo interesante de momento, sin embargo, eran los niños. Era tan ensordecedor el griterío, que tardó mucho tiempo el señor Salomón en darse cuenta de lo que se trataba. La madre de Juanito tenía una voz penetrante y, durante buen rato, el superintendente de la escuela dominical creyó que lo único que le querían decir era que Juanito había perdido su peto. Cuando, por fin, se dio cuenta de la situación, parpadeó de horror y de asombro.
—Pero… pero si el señor Greene fue a repartir los regalos —exclamó—. ¡Si era el señor Greene!
—Le aseguro a usted que no fue el señor Greene —dijo una ayudante—; era un niño. Creímos que sería uno de sus alumnos de la escuela dominical. No nos era posible ver claramente su cara por la barba que llevaba.
El señor Salomón sintió que le invadía una oleada de terror.
—¿U… un muchacho? —exclamó boquiabierto.
—Si yo hubiera sabido que iba a salir así —gimió la madre de Juanito—, no se lo hubiera quitado.
—Aguarden un momento —tartajeó el señor Salomón, excitado—. Iré a ahora mismo a hablar con el señor Greene.
Pero en la visita al señor Greene no se encontró niño alguno. Lo único que se supo allí fue que el señor Greene había estado ausente toda la tarde y no había recibido mensaje de ninguna clase del señor Salomón.
—No… no es posible que hayan desaparecido —dijo el señor Salomón—. Quizá estarán escondidos en alguna otra clase paró gastar una broma.
Seguido de las alarmadas madres, volvió a la escuela y llevó a cabo un registro sistemático. A pesar de todo, no apareció niño alguno. La actitud de las madres se iba haciendo hostil. Evidentemente consideraban al señor Salomón único responsable de todo lo ocurrido.
—¡Mira que estar sentado tranquilamente —murmuró una madre, con ferocidad—, tonteando con pelirrojas mientras nos robaban a nosotras los hijos…! ¡Nerón!
—¡Herodes! —dijo otra para demostrar que no era menos su cultura.
—¡Landrú! —exclamó una tercera, demostrando ser más moderna.
El señor Salomón sudaba copiosamente. Aquello parecía una pesadilla. No podía dar un paso sin que le acompañara aquella muchedumbre de mujeres hostiles. Temía que le fuesen a linchar, a colgarle del farol más cercano. Y… ¿qué cielos podría haberles ocurrido a los niños?
—Miremos calle arriba y calle abajo otra vez —dijo, roncamente.
Sin dejar de emitir quejas, todas le acompañaron a la calle. Miró a uno y otro lado, frenético. No se veía un niño por parte alguna. Los murmullos amenazadores aumentaron en volumen.
—¡Dadle un chapuzón! —oyó decir.
—¡Ahorcarle es poco!
—¡Le retorceré el pescuezo con mis propias manos si no los encuentra pronto!
—Bueno, si le vuelvo a encontrar, habré aprendido a no volverle a quitar el peto —dijo la madre de Juanito.
—I… iré a mirar por el pueblo —dijo el pobre señor Salomón, desesperado—. Iré a la policía… Prometo encontrarlos.
—Más vale que lo consiga —exclamó una voz amenazadora.
Echó a correr, lleno de pánico, calle abajo. Subió, asustado, por la calle más cercana. Y, de pronto, vio la cabeza de Guillermo asomada a la puerta de un jardín.
—Hola —dijo Guillermo.
—Aquí los tiene —dijo Guillermo—, puede quedarse con ellos si quiere.
—¿Sabes tú algo de los niños? —jadeó el pobre hombre.
—Sí —respondió, tranquilamente, Guillermo—; si me promete dejarme ser trompeta de su banda, se los doy. ¿Me promete?
—Síííí —tartajeó el señor Salomón.
—¿Palabra de honor?
—Sí.
—Pelirrojo, Enrique y Douglas… ¿todos trompetas?
—Sí —prometió el señor Salomón desesperado.
En aquel preciso momento llegó a la conclusión que todo el encanto de todo el encanto de Ethel no bastaría para compensar la desgracia de tener a Guillermo como cuñado.
—Está bien —dijo el muchacho—: venga aquí.
Le condujo al garage que había detrás de la casa y abrió la puerta. El garage estaba lleno de niños que estaban divirtiéndose de lo lindo. Libraban una batalla dirigida por Pelirrojo y Douglas, usando como municiones hojas de té y tabaco. Los niños apreciaban los regalos de los ancianos mucho más que los ancianos los de los niños.
Juanito, el niño más grande y más sano de todos ellos, mascaba tabaco y, por lo visto, no le desagradaba.
—Aquí los tiene —dijo Guillermo—: puede quedarse con ellos si quiere. Ya nos estamos cansando un poco de tenerlos.
* * *
No hay palabras para describir la emocionante reunión entre las madres y los niños, o entre Juanito y su peto.
Ni habría palabras para describir el primer ensayo de la banda de la Escuela Dominical, con Guillermo, Pelirrojo, Douglas y Enrique como trompetas.
No hubo más que un ensayo, sin embargo, porque, después del primero, el señor Salomón tuvo el buen acuerdo de marcharse a pasar fuera unas vacaciones muy largas.