Les parecía a los Proscritos que, antes de que Jorgito Murdock fuera a vivir a «Los Laureles», habían llevado una existencia bastante pacífica. Por lo menos, no se les había hecho objeto de una persecución despiadada e incesante. No era Jorgito quien les perseguía. Eran sus propios padres. Pero explicaremos la relación que existía entre el advenimiento de Jorgito Murdock y la persecución de los Proscritos. Antes de que Jorgito llegara a «Los Laureles», los padres de los Proscritos se habían dado cuenta de que las características principales de sus hijos eran la dejadez, la falta de limpieza y varios vicios análogos. Mencionaban estos defectos a sus poseedores expresando disgustada resignación varias veces al día. Pero siempre se decían los unos a los otros: «Los niños siempre serón niños» o «Todos son iguales» o «Nunca he conocido un niño que no fuese así». Les consolaba pensar que el Niño Perfecto no existía.
Y entonces fue Jorgito Murdock a vivir a «Los Laureles». Y Jorgito Murdock era el Niño Perfecto.
El efecto que surtió a los padres de los Proscritos fue dinámico.
Ya no miraron a sus hijos con resignado disgusto, ni se dijeron unos a otros que los niños siempre serán niños. Porque Jorgito Murdock era la negación andante de semejante teoría. Toda la existencia de Jorgito Murdock era la demostración concluyente de que los niños no necesitan ser niños. Conque, con renovado vigor y perseverancia dignos de mejor causa, los padres de los Proscritos se pusieron a trabajar para desarraigar los vicios de descuido y falta de limpieza y de puntualidad que, hasta entonces, habían tratado con cierta resignación. Día tras día los Proscritos oyeron el incesante estribillo: «Jorgito Murdock no se porta así». «No verás nunca a Jorgito Murdock de esta manera». «No digas tonterías; si Jorgito Murdock puede conseguir no despeinarse ni ensuciarse», o «Fíjate en cómo come Jorgito Murdock…».
Pero ha llegado el momento de describir a Jorgito Murdock más detalladamente. Jorgito Murdock, tenía diez años de edad. Era limpio, cuidadoso y metódico; sólo hablaba cuando le dirigían la palabra y siempre hacía lo que le decían. Sentía un odio profundo hacia el barro, el agua y la arena y no le gustaban los juegos groseros. Tenía unos modales exquisitos y estaba muy solicitado para los tés. Nunca se olvidaba de decir: «¿Cómo está usted?» y «Sí, gracias» y «No, gracias» y «Es usted muy amable» y nunca se le había visto dejar caer una taza. Siempre vestía de blanco en verano y conseguía hacer durar un traje dos o tres días. Con todo lo dicho se tendrá una buena idea de las costumbres y virtudes de Jorgito Murdock. Innecesario es decir que le gustaba estudiar y que las vacaciones de verano le parecían demasiado largas.
Al principio de llegar los Murdock a vivir en el pueblo, los Proscritos estaban predispuestos a Jorgito con amistad. Su fama como el Niño Más Perfecto del Universo no le había precedido. Lo único que sabían era que tenía aproximadamente la misma edad, que tenía su propio sexo y estaban prontos a ser amigos.
La señora Brown fue la primera en conocerle cuando visitó a su madre.
—Es un niño «más» bueno, Guillermo —dijo al volver—. Le he invitado a tomar el té con nosotros mañana, porque me gustaría que te hicieses amigo suyo. Tiene, aproximadamente, la misma edad que tú y «¡unos modales…!».
La descripción no resultaba muy animadora y el entusiasmo que hubiera podido sentir anteriormente Guillermo por el recién llegado, bajó de punto.
—¿Puedo también invitar a alguno de los otros a tomar el té, mamá? —preguntó con aire de encantadora ingenuidad.
Pero, por desgracia, la madre de Guillermo recordaba la última ocasión en que «los otros» habían sido invitados a ayudar a Guillermo a distraer a algún forastero. Guillermo y «los otros» después de probar la capacidad del forastero, pruebas de las que él mismo no había salido muy bien parado, se habían marchado a pasar la tarde por un lado, dejando al forastero que la pasara como mejor pudiese por otro. Después de dar una vuelta al jardín y no encontrar en él grandes posibilidades de entretenimiento, el forastero había vuelto a casa, media hora justa después de haber salido. La señora Brown no pensaba tener más contratiempos como aquel. Conque dijo con firmeza:
—No, Guillermo.
—Bueno —asintió Guillermo con aire de hastío y de paciencia—; yo sólo estaba pensando en él. Sólo estaba pensando que tal vez se divertiría más si tuviera más gente con quien jugar.
Pero la señora Brown volvió a decir:
—No, Guillermo.
Y lo dijo en tono muy significativo.
Guillermo, sospechando que pudiera recordar la forma en que habían distraído al último invitado, se abstuvo de insistir. Conque Guillermo era el único anfitrión cuando llegó Jorgito. La perspectiva de tener que distraerle él sólo, le había tenido reprimido toda la mañana y el ver al elegante Jorgito con su traje de marinero de blancura inmaculada, le produjo una desesperación casi homicida en su interior. Había tenido siempre la horrible sospecha de que Jorgito sería así… Y… toda una tarde con él… ¡toda una tarde…!
La señora Brown, sin embargo, saludó a Jorgito con una sonrisa acogedora.
—Cuánto me alegro de verte, querido —dijo—. ¡Me alegro más de que hayas venido…! Este es mi hijo Guillermo. ¡Tenía unas ganas de conocerte…! Espero que seréis muy buenos amigos. ¡Qué bien estás, querido! No sabes lo que me gustaría que Guillermo supiera conservarse tan limpio y tan elegante como tú. ¡Se desarregla tan pronto…!
Jorgito se movió para ver mejor a Guillermo. Le miró de arriba abajo y dijo por fin:
—Sí que parece descuidado, ¿verdad? Yo apenas me desarreglo nunca.
—Bueno —dijo la señora Brown, un poco parada de momento—, ¿querrás jugar con Guillermo hasta la hora del té, querido…? Nada de juegos brutos, Guillermo, no lo olvides.
—No —asintió Jorgito—; no me gustan los juegos brutos.
Guillermo que, por entonces, odiaba a Jorgito con un odio que era tanto más intenso cuanto que le había robado toda una tarde que podía haberse pasado en compañía de sus queridos Proscritos, condujo a Jorgito al jardín. Caminaron hasta el fondo. Allí le preguntó Guillermo, por cortesía:
—¿A qué te gustaría jugar?
—Lo mismo me da.
—¿Al escondite?
Tan pueril sugerencia la hizo con la intención de insultarle con sutileza; pero Jorgito la tomó en serio. Lo pensó en silencio y luego dijo:
—No, gracias. El escondite generalmente acaba mal.
Durante un momento Guillermo se resistió a dar crédito a sus oídos; pero Jorgito agregó tranquilamente:
—Generalmente acaba siendo un juego brutal.
Guillermo tragó saliva y le miró con expresión de impotencia. Luego propuso, más por curiosidad que por ninguna otra causa:
—¿Te gustaría jugar a indios y blancos?
—¿Indios? —exclamó el sorprendente muchacho como si no hubiera oído hablar de semejante juego hasta entonces.
—Sí —dijo Guillermo, con mucho asombro—: seguirse uno a otro por entre los matorrales y hacer hogueras y…
Pero una expresión de horror había aparecido en el rostro de Jorgito.
—Ah, no —dijo con firmeza—: no quiero ensuciarme el traje.
Guillermo se rehizo mediante un esfuerzo.
—Bueno —dijo—, ¿qué es lo que querrías tú hacer?
—Démonos, tranquilamente, un paseíto, ¿no te parece?
Conque se fueron a dar un paseo, bajando por la carretera hasta el pueblo. Guillermo hizo un esfuerzo al principio por cumplir sus deberes para con su invitado, enseñándole las cosas de interés que había en la vecindad.
—Hay el nido de un petirrojo en ese seto —dijo.
—Ya lo sé —contestó Jorgito.
—Esa de allí es la Colina Bunker.
—Ya lo sé.
—¿Has visto esa mariposa? Lleva saquito de esencia en las alas.
—Ya lo sé.
—¿Qué clase de pájaro es ese que vuela por ahí? —preguntó Guillermo, retador.
—Bueno y ¿qué clase es?
—Una golondrina.
—Ya lo sabía.
Guillermo se cansó entonces de la conversación y se puso a distraer el tedio del paseo como mejor le fue posible, tomando medidas más activas. Jorgito, sin embargo, se negó a tomar parte en ellas. Jorgito se negó a saltar la cuneta con Guillermo porque temía caerse dentro. Se negó a caminar, haciendo equilibrio, por encima de la valla, por miedo a caerse. Se negó a balancearse en una puerta con Guillermo porque temía mancharse el traje. Se negó a gatear por los árboles por igual motivo. Se negó a echarle a Guillermo una carrera hasta el final de la carretera, porque dijo que era un pasatiempo un poco ordinario. Sólo el hecho de que Jorgito fuese invitado suyo y de que tuviera un año menos de edad que él, impidió que Guillermo le metiera de cabeza en la cuneta como le hubiera gustado hacer. Para desahogarse, saltó la cuneta varias veces (cayendo dentro dos veces nada más), se balanceó en la puerta, hizo equilibrio sobre la valla (perdiendo el equilibrio una vez) y arrastró los zapatos por el polvo haciendo caso omiso, por completo, de su compañero.
—¿Qué dirá tu madre? —le dijo una vez Jorgito en son de reproche.
Guillermo recibió la pregunta con desdeñoso silencio.
Cuando regresaron al hogar de los Brown, Jorgito estaba tan limpio como al salir, mientras que Guillermo llevaba múltiples huellas de su caída en la cuneta y en la carretera y de gatear por los árboles que encontró a su paso.
—¡Guillermo! —exclamó la señora Brown—. ¡Estás horrible! Fíjate en Jorge, lo limpio y elegante que aún está.
—Sí —dijo Jorgito, mirando a Guillermo con marcado disgusto—, ya le dije que no lo hiciera. Le dije que a usted no le gustaría; pero no quiso hacerme caso.
Al día siguiente se reunió Guillermo con los Proscritos, a los que había citado y les contó, tristemente, lo ocurrido.
—Y ha venido a vivir aquí —acabó diciendo con apagado disgusto—. ¡Él y sus trajes blancos!
—Y todos tendremos que tenerle invitado al té —observó Pelirrojo.
—Y nuestras madres nunca se cansarán de hablar de él —agregó Douglas.
—Y, con toda seguridad, irá resultando peor a medida que lo vayamos conociendo —dijo Enrique.
—¡Jorgito y sus trajes blancos…! —repitió Guillermo.
Sus temores resultaron bien fundados.
Como había predicho Pelirrojo, todos tuvieron que soportarle a tomar el té y, en cada ocasión, Jorgito siguió limpio e inmaculado con su traje blanco y dijo, al final, a la madre de su anfitrión:
—Sí; ya le dije yo que no lo hiciera. Le dije que no le gustaría a usted.
Y cuando se hubo marchado el invitado, la madre del anfitrión le dijo al anfitrión:
—¡Cuánto me alegraría de que te parecieses un poco más a Jorgito Murdock!
La predicción de Enrique también se cumplió. Porque Jorgito fue resultando peor a medida que lo fueron conociendo. Además de los vicios de limpieza personal y modales exquisitos, poseía el de ir con cuentos. Visitaba, con frecuencia, las casas de los Proscritos, y se regocijaba con esbozar una sonrisa melancólica y decir:
—¡Siento tanto molestarla, señora Brown…! Pero creo mi deber decirle que Guillermo está vadeando en el río a pesar de que usted se lo ha prohibido.
O:
—Perdone usted, señora Flowerdew; siento mucho molestarla; pero Pelirrojo y Enrique se están tirando barro el uno al otro en la carretera y poniéndose más sucios… Creí mi deber decírselo.
Y los Proscritos nunca podían desquitarse. Jorgito no querría pelear nunca, por miedo a ensuciarse e| traje y cualquier ataque personal (por muy leve que fuera), dirigido contra Jorgito, iría a parar a los oídos de los padres del atacante por mediación del atacado.
—Perdone, señora Brown, pero Guillermo acaba de tirarme al suelo y me ha hecho daño.
O:
—Perdone, señora Flowerdew, pero Pelirrojo acaba de darme un empujón y hacerme un cardenal en el brazo.
Además, los Proscritos parecían ejercer una fuerte fascinación para Jorgito. Les seguía a todas partes, viendo lo que hacían a distancia, para no correr peligro ni ensuciarse. Casi siempre estaba comiendo chocolate que nunca ofrecía a los Proscritos y que no parecía dejar huella alguna en su rostro. Cuando había alguna persona mayor cerca, Jorgito alzaba la voz y decía, horrorizado:
—¡Oh! ¡Qué malo eres! ¿Qué dirá tu mamá?
Y, habiendo atraído así la atención de la persona mayor y conseguido que interviniera, agregaba, apenado:
—Ya le dije que no lo hiciera. Yo sabía que no le gustaría a usted.
Sin embargo, tal era el poder de su traje blanco, de su limpia cara, de su dulce sonrisa y sus exquisitos modales, que, cuando hablaban de Jorgito, todas las personas mayores decían:
—¡Es un niño tan bueno…!
Los Proscritos lo soportaron todo el tiempo que les fue posible y luego celebraron una reunión para decidir qué podían hacer para remediarlo. No tuvo mucho éxito que digamos. Guillermo se pasó el tiempo murmurando:
—Tenemos que hacer algo… ¡Jorgito y sus trajes blancos!
Pero ni a uno de los Proscritos —tan prolíficos, generalmente, en ideas de todas clases— se les ocurrió plan alguno para hacer frente a la situación.
—Es inútil hacerle nada —dijo Pelirrojo con amargura—. Aunque uno no haga más que tocarlo, va y se lo cuenta a su madre.
—¡Oh, que malos sois! —imitó Enrique en voz aguda—. ¿Qué dirán vuestras mamás? Ya le dije que no lo hiciera. Le dije que no le gustaría a usted.
Como imitación, resultaba bastante buena; pero los Proscritos no estaban de humor para distraerse escuchando imitaciones de Jorgito.
—¿Querrás callarte? —gruñó Guillermo—. Ya aguantamos demasiado escuchándoselo decir a él.
—Bueno, pues pensemos en algo que hacer —dijo Pelirrojo otra vez.
—Te agradecería que no repitieses eso tanto —murmuró, irritado, el jefe.
—Dejaré de repetirlo cuando hayáis pensado algo.
—Piensa algo tú —le respondió Guillermo con sequedad.
Como podía observarse por la anterior conversación, el niño perfecto estaba acabando con el sistema nervioso de los Proscritos. Enrique, sintiéndose inspirado de pronto, propuso que visitaran el hogar de los Murdock de noche, envueltos en una sábana, hasta lograr que los Murdock huyeran aterrados, a alguna otra parte de Inglaterra, llevándose al niño perfecto con ellos. Pero se decidió tras una breve y agria discusión, que aquello no era factible. Era más que probable que los Murdock investigarían el supuesto fantasma y descubrirían al Proscrito que desempeñase su papel. Y, por añadidura, tal vez resultaría difícil salir de casa y entrar en la de los Murdock a tan intempestiva hora como se necesitaba para llevar a cabo el plan.
La única otra sugestión partió de Douglas, que había obtenido sobresaliente en Historia Sagrada la semana anterior.
—Yo creo que José debió de ser algo parecido a Jorgito —dijo—. Supongo que no podríamos llevárnoslo a algún sitio y dejarle en un pozo como hicieron con José… y llevar su chaqueta a su casa y decir que se lo ha comido una fiera, ¿verdad?
Los Proscritos estudiaron tan atrayente idea: pero temieron que resultara impracticable.
—No hay pozos ni fieras así en Inglaterra hoy en día —dijo Guillermo, melancólico.
Los Proscritos suspiraron, pensando —y no por primera vez— que las tan cacareadas ventajas de la civilización estaban más que anuladas por los elementos que estorbaban.
—Bueno, pues seguimos como antes —dijo Pelirrojo—. Aún no se nos ha ocurrido nada.
—No parece haber nada que hacer —afirmó Guillermo, cuya tristeza se había intensificado al pensar en la sencillez del problema de los hermanos de José en comparación con el suyo.
—Y se está volviendo peor y peor —gimió Douglas.
—Van a hacer una verbena la semana que viene —observó Enrique— y tendremos que ir.
—Y verle con su traje blanco —agregó Guillermo con amargura.
—Repartiendo pasteles y haciendo de acusón —intercaló Pelirrojo para completar la descripción.
—¿Para qué querrán andar haciendo verbenas? —exclamó Guillermo, con ferocidad.
Enrique estaba un tanto al corriente respecto a noticias de los Murdock, debido a que la señora Murdock había estado a tomar el té con su madre la tarde anterior y fue él quien contestó:
—Pues porque tienen una especie de primo que es famoso y que va a venir a visitarles y quieren exhibirle —dijo, traduciendo libremente la conversación que había oído el día anterior—, conque van a invitar a todo el mundo a la verbena para que le conozcan.
—¿Cómo se hizo famoso? —preguntó Guillermo con interés.
—Escribiendo obras de teatro.
Guillermo exhaló un gemido.
—Se volverá peor que nunca —dijo, refiriéndose, no al autor teatral, sino al niño perfecto.
Se disolvió la reunión sin que se hubiera llegado a un acuerdo definitivo, aunque Enrique seguía enamorado de su idea de fantasmas y Douglas consideraba que aún se podía hacer algo con lo del pozo y las fieras.
Al día siguiente llegó el primo famoso, Jorgito, y le paseó, orgullosamente, por las calles del pueblo, resplandeciente con un traje blanco nuevo y una sonrisa más hipócrita que de costumbre. Si alguno hubiera observado atentamente, se hubiese dado cuenta de que el primo famoso parecía muy aburrido.
Los días siguientes, sin embargo, fueron días de tregua para los Proscritos —afuera de sus respectivos domicilios por lo menos—. Porque Jorgito estaba demasiado ocupado con su famoso primito para poderle dedicar tiempo alguno a los Proscritos y estos pudieron meterse en el barro, subirse a los árboles y dar volteretas en la carretera hasta cansarse, sin oír el agudo estribillo de: «¡Oh! ¡Qué malos sois! ¡Qué dirán vuestras mamás…! Les dije que no lo hicieran… Les dije que no les gustaría a ustedes».
Hemos dicho «fuera de sus respectivos domicilios». Porque, dentro de los mismos, la cosa se habría puesto peor, si es que eso era posible. Porque todo el interés del pueblo estaba concentrado en los Murdock, gracias a la visita del primo famoso.
—Vi a Jorgito Murdock hoy, que iba de paseo con su primo. ¡Me presentó más bien…! Ojalá pudiera yo creer que llegarías tú a ser nada más que la mitad de cortés que él.
O:
—Me encontré con Jorgito Murdock en el pueblo esta mañana. Había ido a echar una carta de su primo al correo. ¡Estaba más elegante y más limpio…! ¡Cuánto me gustaría que tú fueses así!
A medida que se fue acercando el día de la verbena, la tristeza de los Proscritos fue en aumento.
Pero sabían que ninguna excusa les serviría de nada. Tendrían que asistir y ver a Jorgito «más insoportable que nunca», como decía Enrique, exhibiendo a su famoso primo, haciendo alarde de sus modales exquisitos y refocilándose en la admiración de todos los invitados. Y, después de eso, se haría más insoportable aún de lo que había sido hasta entonces.
La suerte parecía proteger a los Murdock. El día de la verbena fue cálido, soleado y sin nubes, de manera que la fiesta (contrario a lo que acostumbra a ocurrir en Inglaterra), pudo ser verbena de verdad y celebrarse en el jardín y Jorgito pudo ponerse uno de sus trajes blancos.
Guillermo salió para la verbena con su madre, muy sombrío, con su traje de fiesta y con una cara tan larga que más parecía que fuese a un entierro que a una verbena.
Se había reunido ya mucha gente y, en el centro de la asamblea, estaba Jorgito con su traje más nuevo y más blanco, con su sonrisa de siempre, brillando su dorada cabellera bajo los rayos del sol.
—Qué muchacho más encantador, ¿verdad? —oyó decir Guillermo por todos los lados—. ¡Es un niño tan caballero…!
Y, luego, su madre soltó el inevitable:
—¡Lo que a mí me gustaría que tú pudieses portarte así, Guillermo!
Guillermo miró a su alrededor y no tardó en distinguir a Pelirrojo, Enrique y Douglas, todos ellos en igual situación. Sus madres, miraban, entusiasmadas a Jorgito y decían a sus hijos cuánto les gustaría que fuesen como él y que supieran mantenerse así de limpios. Y los Proscritos que ya habían empezado a acostumbrarse, lo soportaron todo en desdeñoso silencio.
De pronto observó Guillermo al primo famoso. Estaba en segundo término, mirando a Jorgito, no con el radiante placer de que hacían alarde las señoras, sino con una expresión más parecida a la de los Proscritos.
Los Proscritos lo contemplaron, sombríos.
Esto despertó en Guillermo un interés pasajero que pronto olvidó, sin embargo, en su profundo odio hacia el niño perfecto.
Gradualmente, los Proscritos se zafaron de la escolta maternal y se reunieron aparte de la concurrencia.
—Larguémonos de aquí —dijo Pelirrojo, sombrío.
Bajaron por una vereda que conducía a un cuadro de hierba y, por fin llegaron al charco lleno de barro que los Murdock dignificaban con el nombre de «lago». Los Proscritos lo contemplaron, sombríos. En circunstancias corrientes, el «lago» les hubiera sugerido una docena de juegos emocionantes: pero los proscritos, enfundados en sus trajes de fiesta y más o menos limpios, sentían que el apartarse del camino del más riguroso decoro en aquella ocasión, sería favorecer al enemigo. Vagaron hasta una glorieta que había a la orilla del «lago» y, allí, celebraron consejo. Todos estaban algo furiosos con Guillermo. ¿De qué servía, después de todo, un jefe que no sabía hacer frente a una situación como aquella?
—Es extraordinario —dijo Pelirrojo—. Es extraordinario que no se te ocurra nada que hacer.
Guillermo le dirigió una mirada malévola. Ni siquiera podía de momento, pelearse con Pelirrojo —lo que le hubiera ayudado a desahogarse—. Conque se limitó a contestar, con frialdad:
—Es extraordinario que no se te ocurra nada a ti.
Enrique murmuró, asqueado:
—Y se hace más y más insoportable.
—¡Vaya si se hace! —dijo una voz desconocida.
Los Proscritos alzaron la vista y vieron al primo famoso en la entrada.
—Os referís, sin duda alguna —dijo— a nuestro pequeño anfitrión Jorgito el Terrible.
—Sí que hablábamos de él —contestó Guillermo con beligerancia— y… me tiene sin cuidado que lo diga.
—No te preocupes que no lo diré —dijo el primo famoso—. He pensado de Jorgito cosas mucho peores de lo que podría expresarse con palabras.
—¿Eh? —exclamó Guillermo, sorprendido.
—Vosotros no le veis más que ocasionalmente. Pero yo le he visto todos los días esta semana.
—¿Eh? —repitió Guillermo.
—Yo he sufrido —prosiguió el otro— mucho más de lo que podáis haber sufrido vosotros. A Jorgito le llevo, por decirlo así, grabado a fuego en el alma. Más de una vez me he preguntado por qué… Naturalmente, tengo las manos atadas. Soy el invitado de los padres de Jorgito. Por lo tanto no hubiese estado bien que le diese una paliza al niño. Pero vosotros… —les miró con desdén— que uno… dos… tres… cuatro muchachos de vuestro tamaño podáis continuar permitiendo que Jorgito exista como es, resulta incomprensible.
—Está muy bien todo eso de hablar así —dijo Guillermo con indignación— ¡pero…! ¡es un acusón tan grande…! No podemos hacerle nada que no vaya a contárselo a nuestras madres y entonces nos metemos en un lío y él se hace más insoportable que nunca.
—Más y más insoportable —murmuró Pelirrojo otra vez.
—Comprendo —contestó el hombre—: comprendo, perfectamente, la dificultad… ¡Ah! ¿Me permitís que tome parte en la conferencia?
Entró y se sentó junto a Guillermo.
—¿Habéis discutido algún plan de acción? —preguntó.
—Muchos —contestó Guillermo—. Douglas quería meterle en un pozo y decir que se lo habían comido las fieras.
—Igual que hicieron con José en la Biblia —explicó Douglas.
—Es ingenioso —comentó el extraño—; pero impracticable… Es preciso abordar el asunto desde un punto de vista científico. Antes de fijar un plan de acción deben estudiarse, primeramente, las debilidades del enemigo. ¿Tiene algún punto flaco el egregio Jorgito?
—¿Que si tiene? —exclamó Guillermo con amargura—. Es acusón, no quiere jugar y…
El primo famoso alzó una mano.
—Perdona —dijo—; esos son vicios y no puntos flacos. En mis relaciones con Jorgito he observado dos debilidades. Jamás confiesa ignorancia ni de los asuntos más abstrusos y le gustan con delirio los chocolates. ¿Sabíais eso?
—Sííí. Supongo que sí —contestó Guillermo—; pero no veo yo que adelantamos con eso.
—¡Ah! Pues es preciso aprovecharlo. Un buen general siempre se aprovecha de las debilidades del enemigo… Naturalmente, yo no puedo sugerir, ni hacerme cómplice de ningún plan; pero os ayudaré. Os diré lo que pienso hacer. Ofreceré una caja de bombones rellenos como premio en un concurso. Eso sirve para aprovechar uno de sus puntos flacos. Dejo a vuestro ingenio el aprovechar el otro. O mucho me equivoco o Jorgito haría cualquier cosa por una caja grande de bombones rellenos… ¡Bueno suerte! Hasta luego.
El primo famoso desapareció, dejando a los Proscritos boquiabiertos e intrigados. Pero su visita les había animado. El saber que por lo menos una persona mayor veía a Jorgito, el niño perfecto, tal como era en realidad, les dio nueva confianza en la justicia de su causa. Su desanimación desapareció.
—Volvamos a reunirnos con los demás —dijo Guillermo— y oigamos lo que va a decir de los bombones rellenos.
Se dirigieron al lugar en que estaban agrupados los invitados en torno a la señora Murdock. Al lado de esta se hallaba Jorgito, aún inmaculadamente limpio. El sol arrancaba áureos reflejos a su cabellera.
—Es muy bondadoso mi primo —estaba diciendo la señora Murdock—. Sí: le encantan los niños. Quiere con locura a Jorgito. Quiere que los niños hagan una escenita… Le interesa enormemente la literatura. ¡Como él es literato…! Una escenita de la historia de Inglaterra. Cualquier episodio de la historia inglesa… A mi primo le gusta la historia de Inglaterra con delirio… y ha ofrecido una caja de dos libras de bombones rellenos como premio al niño que desempeñe mejor su papel… Reúne a tus amiguitos, Jorgito, guapo. —Los ojos de Jorgito brillaban pensando en los bombones—. Podéis iros a la glorieta a poneros de acuerdo y luego volver a representar el episodio aquí.
Jorgito, los Proscritos y unos cuantos niños más que, en realidad, no figuran en el reparto, se fueron a la glorieta. Los Proscritos miraron a Jorgito. Los ojos de este aún brillaban. Luego miraron a Guillermo y, con gran alivio, leyeron en el rostro de esfinge del muchacho que, por fin, iba a justificar su posición como jefe.
Tenía un plan.
Primeramente reunió a los niños extraños y los despachó al huerto que había detrás de la cocina.
—Somos demasiado para un episodio —explicó—. Conque haremos una escena y vosotros podéis hacer otra. Y es mejor que nos separemos para no estorbarnos unos a otros… Conque idos a preparar vuestro episodio en el huerto, donde nadie os molestará y nosotros nos quedaremos y prepararemos el nuestro aquí. Jorgito os enseñará dónde está el huerto.
Y mientras Jorgito les enseñaba el camino, Guillermo dio a conocer su plan a los Proscritos. Los demás muchachos habían tenido la intención de discutir escenas de historia inglesa en el huerto; pero descubrieron un trozo sembrado de fresas que ya estaban maduras y, considerando que fresa en mano vale más que escena de la historia de Inglaterra volando, decidieron dejar que el pasado durmiera tranquilamente y concentrarse, por completo, en el presente. Conque no vuelven a salir en esta historia más.
Jorgito volvió a reunirse con los Proscritos. En su rostro se leía la determinación de ganar la caja de bombones rellenos a toda costa.
—¿Qué episodio hacemos? —preguntó.
—Verás —dijo Guillermo, pensativo—; tu primo estuvo aquí hace unos momentos hablando con nosotros y nos dijo que su época favorita de la historia de Inglaterra era la del rey Juan.
—En tal caso, hacemos un episodio de la época del rey Juan —afirmó Jorgito.
—Dijo que su episodio favorito era aquel en que regresaba el rey Juan después de haber perdido todas sus cosas en el Wash.
—Pues lo haremos —se apresuró a decir Jorgito.
—¿Quién hace de rey Juan? —preguntó Guillermo.
—Yo haré de rey Juan —contestó Jorgito.
—Bueno —dijo Guillermo, con inesperada amenidad—. Y… ¿quieres que Pelirrojo y yo seamos tus dos heraldos, y Douglas y Enrique tus criados o algo así?
—Sí. Ninguno de vosotros necesita nada más que estarse quieto. Yo me encargo del trabajo de actor.
—Conforme —asintió Guillermo con una humildad increíble—. Ya conoces toda la historia, ¿no?
—Claro que sí.
—Ya sabes cómo se metió el rey Juan en el Wash para buscar sus cosas…
—Sí, ya sé todo eso.
—Y que el Wash era una especie de pantano…
—Sí, ya lo sé.
—Y que salió todo lleno de barro; pero que no pudo encontrar sus cosas, porque se habían hundido…
—Sí; ya lo sé.
—Y se acercó a sus dos criados llamados Señe y Repámpano.
—¿Cómo?
—¡Mira que no saber tú que los criados del rey Juan se llamaban Señe y Repámpano…!
—Sí que lo sabía —aseveró Jorgito—, lo sé desde hace mucho tiempo… ¿Cómo dijiste que se llamaban?
—Señe y Repámpano.
—Señe y Repámpano. Claro que lo sabía.
—Bueno; vamos a prepararte para que desempeñes el papel de rey Juan. Es inútil que salgas como rey Juan como vas, cuando se supone que acabas de salir de un pantano de buscar tus cosas… No hay quien dé un premio así.
—No pienso ensuciarme de barro; conque ya lo sabes.
—Como quieras. Yo haré de rey Juan. A mí me da lo mismo.
—No; el papel de rey voy a hacerlo yo —insistió Jorgito.
—Pues no puedes hacer de rey Juan —dijo Guillermo con firmeza— si no te llenas un poco de barro como lo estaba él cuando volvió de perder sus cosas en el Wash. Se quitará sin trabajo luego. Quítate los zapatos y las medias y vadea un poco por la orilla del lago. No necesitas mancharte nada más que los pies.
Hubo un momento de silencio durante el cual el amor que profesaba Jorgito a los bombones rellenos luchó con sus instintos de limpieza y los desterró.
—Está bien —dijo—; no me importa ensuciarme los pies un poquito.
Se quitó los zapatos y las medias. Guillermo y Pelirrojo se quitaron los suyos también.
—Para ayudarte nada más —le dijeron— y para evitar que te caigas o algo así.
Le asieron firmemente, uno por cada lado, y le llevaron hasta el lago.
—No es más que porque no nos gustaría que te cayeras dentro y te ensuciaras el traje —explicó Guillermo.
—Ten cuidado, Jorgito —dijo Pelirrojo— no te metas demasiado dentro.
—Ten cuidado, Jorgito —dijo Guillermo—; procura no caerte.
Por fin volvieron a la orilla.
—Sólo estáis poniendo un poquito, ¿verdad? —preguntó con ansiedad.
—Vaya ayuda que resultasteis —dijo Jorgito indignado—. ¡Si me hicisteis entrar mucho más allá de lo que yo tenía intención de hacer…! Y… ¡fijaos! ¡Me habéis manchado todo el pantalón de barro!
—Lo siento, Jorgito —dijo Guillermo humildemente—. Eso es donde te salpiqué por equivocación, ¿no? ¿Quieres pues, que sea yo el rey si a ti no te gusta?
—No; yo haré de rey Juan —dijo Jorgito—. Bueno. ¿Vamos a hacerlo ahora?
Guillermo le miró, dubitativo. Jorgito estaba cubierto de barro por abajo; pero su cara y su blusa seguían inmaculadamente limpias y sus cabellos aún brillaban.
—Aún no estás bien del todo, Jorgito —dijo, con dulzura—. ¿No recuerdas de cómo, en la historia, el rey Juan se tiró de cabeza al Wash para buscar sus cosas?
—Sí; ya lo sé; ya estoy enterado de todo eso.
—Bueno, pues es inútil que te pongas tú a hacer el papel del rey si no haces cara de haberte tirado de cabeza a un pantano.
—Te digo —protestó Jorgito, indignado— que no pienso echarme más de ese barro sucio encima.
—Está bien; pues que Pelirrojo haga de rey Juan… A él sí que no le importará.
—No; yo haré de rey Juan —dijo Jorgito.
—Bueno, pues entonces ponte un poquito de barro en el pelo —dijo Guillermo con voz persuasiva—; se quitará sin dificultad y estaría la mar de bien que te llevaras tú el premio, Jorgito.
—Bueno —accedió el muchacho—; pero sólo un poco, ¿eh?
—Sí, Jorgito; un poquitín nada más.
Le cubrieron cara y cabeza de barro sacado del lago y le dejaron caer una buena cantidad en la blusa. Afortunadamente, Jorgito no se podía ver muy bien la mitad superior del cuerpo.
—Sólo estáis poniendo un poquito, ¿verdad? —preguntó con ansiedad.
—Nada más, Jorgito —le aseguró Guillermo—; sólo un poquito. Ahora sí que estás precioso. Te pareces exactamente al rey Juan después de haber probado encontrar sus cosas en el Wash y tirarse dentro de cabeza…
Al niño perfecto no había ya quien le reconociera. Tenía el traje cubierto de barro, el cabello hecho un pastel y la cara negra. La sonrisa, aun cuando todavía adornaba sus labios, resultaba invisible. Sus ensortijados cabellos habían dejado de brillar.
—Ahora pongámonos en marcha, ¿quieres? —dijo Guillermo, la mar de animado al contemplar su obra—. Primero iré yo con Pelirrojo; ya sabes que somos los heraldos… y diremos que vienes tú. «¡Paso al rey Juan!» o algo así. Luego vienes tú con Enrique y Douglas y les hablas. Tú ya sabes lo que les dijo el rey Juan, según la historia, ¿verdad?
—Sí; claro que sí —dijo Jorgito—. ¿Qué dijo?
—No hizo más que mirarles y dijo: ¡Oh, Señe, Repámpano (sus nombres ¿sabes?), no encuentro mis cosas!
—Claro; yo ya sabía que había dicho eso.
—Bueno, pues les dices eso y… ¿Vamos? ¿Sabes que resultas un rey Juan estupendo, Jorgito?
—¡Oh!, apuesto a que ganaré el premio —dijo convencido Jorgito, por entre su capa de barro.
Las personas mayores se hallaban sentadas en semicírculo sonriendo con indulgencia.
—¡Me gustaría «más» ver a los niños hacer obras de teatro! —Dijo una—. ¡Son siempre tan dulces y tan naturales…!
—Me hubiera gustado que hubiesen ustedes visto a Jorgito las pasadas Navidades —murmuró la señora Murdock—, desempeñando el papel de Príncipe Encantador en una pantomima que organizamos. Hice sacar su fotografía. Ya se la enseñaré a ustedes después.
En aquel momento aparecieron Guillermo y Pelirrojo. Se habían vuelto a poner zapatos y medias y estaban más limpios y arreglados que de costumbre.
—¿Qué, queridos? —preguntó la señora Murdock, sonriendo—. ¿Habéis escogido el episodio que vais a representar?
—No —contestó Guillermo—; no podemos hacer nada mientras se empeñe Jorgito en meterse en el lago continuamente.
Jorgito, creyendo que Guillermo y Pelirrojo habían anunciado ya su llegada con toda ceremonia, salió de detrás de los matorrales, seguido de Douglas y Enrique. El barro del lago era un barro singularmente concentrado y Jorgito estaba cubierto de él, de pies a cabeza. A través del mismo, brillaban los ojos del muchacho, convencido, como estaba, de que para él sería el premio.
Guillermo y Pelirrojo lo miraron con fingido horror.
—¡Oh, Jorgito, qué malo eres! —exclamó el primero.
—¿Qué dirá tu mamá? —inquirió Pelirrojo.
Douglas y Enrique se adelantaron.
—Le dijimos que no lo hiciera —aseguró Douglas.
—Sabíamos que a usted no le gustaría —aseguró Enrique.
La señora Murdock estaba como petrificada.
A Jorgito le pareció que había salido algo mal por algún lado; pero estaba decidido a hacer su parte para ganar los bombones rellenos.
Miró a Enrique y a Douglas.
—¡Oh, Señe, Repámpano…! —empezó a decir.
Pero no pudo acabar.
Con un grito de horror que hubiera podido oírse a una milla de distancia, la señora Murdock asió al niño perfecto del brazo y se lo llevó, apresuradamente, al interior de la casa.
Jorgito explicó lo sucedido como mejor pudo. Dijo que representaba al rey Juan que volvía del Wash y que Señe y Repámpano eran sus dos criados. Pero todas sus explicaciones resultaron vanas. Ninguna explicación podía borrar de la memoria de los allí presentes el recuerdo de Jorgito Murdock, de pie en medio del jardín, cubierto de barro de pies a cabeza y diciendo: «¡Señe, Repámpano!».
La verbena se acabó después de aquello. Ninguna atmósfera festiva podía sobrevivir a aquel golpe. Los Proscritos, limpios, arreglados, acompañaron a sus padres a casa.
—¡Vaya! —decían los padres—. ¡Jamás hubiera creído semejante cosa de Jorgito Murdock!
—¡Cubierto de barro!
—¡Y qué manera de hablar!
—Lo que demuestra que una no puede fiarse nunca.
Un observador atento se hubiera dado cuenta de que los padres de los Proscritos, casi estaban tan llenos de júbilo ante la caída de Jorgito como sus propios hijos.
El primo famoso, que se hallaba junto a la puerta del jardín al salir Guillermo, logró deslizarle en la mano un billete de media libra esterlina.
—Para que lo repartas entre tus cómplices —murmuró—. Sobrepasasteis mis mayores esperanzas incluso. De artista a artista, te felicito cordialmente.
Este, naturalmente, es un buen sitio en que dar fin al relato; pero aún queda algo más que decir.
Al día siguiente apareció Jorgito de nuevo más limpio y más peripuesto que nunca, con un traje blanco nuevo, paseando, decorosamente, por las calles del pueblo y sonriendo como de costumbre. Pero fue inútil. La reputación de Jorgito ya no existía. Había desaparecido de la noche a la mañana, por decirlo así. Ya podía haber paseado su figura vestida de blanco, su cabello rubio y su sonrisa cien años ante todo el pueblo, que nunca hubiera podido borrar el recuerdo de aquel horror enlodado que pronunció tan desagradables palabras ante la aristocracia del lugar.
Al terminar el mes, los Murdock vendieron la casa y se mudaron. Dijeron a sus nuevos vecinos que no había habido en el pueblo un solo muchacho digno de asociarse con Jorgito.
No dicen las crónicas qué fue de los bombones rellenos.
Quizás el primo se los comiera.