La llegada de don Galileo Simpkins al pueblo, hubiera despertado muy poco interés en Guillermo y sus amigos en tiempo normal. Pero las vacaciones de verano habían andado ya seis semanas y, aunque los Proscritos no estaban cansados de hacer fiesta (era contrario a las leyes de la naturaleza que los Proscritos se cansaran jamás de hacer fiesta), habían recorrido la escala de casi toda ocupación concebible —tanto legítima como ilegítima— y estaban preparados para nuevas sensaciones. Habían sido piratas y contrabandistas, pieles rojas y salteadores de caminos «ad nauseam». Habían andado por terreno vedado, hasta el punto de que todos los labradores de los contornos se enfurecían con sólo verlos. Habían construido, con la mar de trabajos, una canoa automóvil y un aeroplano —ambos de los cuales se habían empeñado en obedecer las leyes de la gravedad más bien que desempeñar el papel de canoa automóvil y de aeroplano, respectivamente—. Habían hecho un fuego en el patio de la casa de Pelirrojo, guisando en él una mezcla de agua del arroyo, moras, salsa de Worcester, caramelos y sardinas (siendo estos los únicos comestibles que, entre todos, habían podido reunir); habían proclamado excelente el mejunje resultante y se habían pasado el día siguiente en la cama. Se habían llevado a «Jumble» (el perro de Guillermo), de «caza», y habían presenciado el ignominioso espectáculo de cómo le atacaba a «Jumble» un gato mucho más pequeño que él, persiguiéndole, lleno de terror, por todo el pueblo, echando sangre por el hocico. Habían descubierto un nido de avispas, siendo descubiertos ellos, casi simultáneamente, por sus habitantes. En aquellos momentos acababan de quitarse las vendas que se habían visto obligados a llevar días enteros. Habían probado hacer equilibrios sobre la cuerda que la madre de Enrique usaba para tender la ropa; pero la cuerda en cuestión había resultado menos resistente de lo que todos suponían y Guillermo aún renqueaba levemente. Habían intentado enseñarle cosas a «Etheldrida», el loro de la tía de Douglas, y Douglas aún llevaba la señal de sus picotazos en varios lugares de su rostro. Total, que estaban dispuestos a probar cualquier cosa nueva en el momento en que don Galileo Simpkins apareció en su horizonte.
Los padres de don Galileo Simpkins le habían bautizado de aquella manera con la esperanza de que le daría por las ciencias. Y don Galileo Simpkins, estando dispuesto, por la naturaleza, a seguir la línea de menor resistencia, se había dado a la ciencia, a insinuación de sus distinguidos progenitores. Es más, le encantaba dedicarse a la ciencia. Le gustaba andar haciendo experimentos con probetas y crisoles y le hacía muy poca gracia la sociedad. Un científico puede retirarse a su laboratorio como quien se retira a una fortaleza y, si quiere, leer allí novelas detectivescas hasta hartarse sin que nadie le moleste. Y no era que don Galileo Simpkins se limitara a leer novelas detectivescas. Le interesaba, verdaderamente, la ciencia como ciencia (él lo decía así), y aunque, hasta entonces, nada había agregado a la ciencia como ciencia, le gustaba leer en sus libros de texto los experimentos que habían hecho otras personas y hacer él los mismos experimentos para ver si obtenía idénticos resultados. Cosa que no siempre ocurría, por cierto… Afortunadamente, no dependía de sus esfuerzos científicos para ganarse el sustento. Tenía una renta que le permitía hacer alarde de científico a satisfacción suya. Se tomaba gran interés en presentarse a sí mismo como científico. Le gustaba tener una gran cantidad de probetas, frascos y aparatos de toda suerte —hasta aquellos cuyo empleo no comprendía bien del todo—. Estaba muy orgulloso también del esqueleto que había comprado, de tercera mano, a un estudiante de medicina y que, según él creía, le daba realce, como científico, desde su sitio en el rincón más oscuro. Como se desprenderá de todo esto, don Galileo Simpkins era un hombrecillo muy sencillo, inofensivo y de buena fe, y antes de su llegada al pueblo en que vivía Guillermo, no había causado ni un segundo de inquietud a nadie desde el día en que, a los tres años de edad, se había caído en un barril lleno de agua, del que le había sacado medio ahogado su niñera.
Había ido a parar a aquel pueblo porque habiendo vencido el contrato de la casa en que anteriormente viviera y que volvían a ocuparla sus dueños, y viendo una casa desalquilada, del pueblo de Guillermo, anunciada en el periódico, le había parecido exactamente lo que él necesitaba. Le gustaba vivir en el campo porque era un hombrecillo algo nervioso y le tenía miedo al tráfico.
Lo primero que vieron de don Galileo Simpkins al salir de la estación, no había interesado gran cosa a los Proscritos, salvo en que, como forastero, era preciso que se le sometiera a vigilancia y se exploraran sus posibilidades en la primera ocasión que se presentara.
—No parece muy interesante —dijo Pelirrojo con desdén cuando, sentados en hilera sobre una verja, los Proscritos miraron con una fijeza reñida por completo con la buena educación al pequeño don Galileo, que pasaba, procedente de la estación, en el coche del pueblo.
El cochero, que conocía muy bien a los Proscritos, los vigiló por el rabillo del ojo al pasar y preparó su látigo. El anciano cuadrúpedo que tiraba del armatoste parecía conocerlos también y volvió la cabeza para mirarlos sardónicamente. Pero la atención de los Proscritos estaba toda concentrada en el ocupante del coche, que era el único que no se dio cuenta de su presencia. Sólo pensaba que era un hermoso día para llegar a su nueva casa y confiaba en que su esqueleto (que había empaquetado con mucho cuidado) no habría sufrido en el viaje.
Guillermo estudió, en silencio, el comentario de Pelirrojo durante unos instantes. Luego dijo, pensativo:
—¡Ah…! no sé… Parece algo tonto y como si no pudiera correr muy aprisa. Podemos probar jugar en su jardín a veces… Apuesto a que sería incapaz de alcanzarnos.
Celebraron un concurso de tirar piedras, que duró hasta que una de las piedras de Guillermo atravesó los vidrios del bastidor que cubría los pepinos del general Moult.
Cuando el general Moult abandonó, por fin, la persecución, los Proscritos se dejaron caer, sin aliento, sobre la hierba (porque el general Moult, a pesar de su tamaño, era un buen corredor), y pasaron revista a las posibilidades de divertirse que les brindaba el mundo. Decidieron, tras breve discusión, no enseñarle nada nuevo a «Etheldrida», y no porque estuvieran cansados de enseñarle cosas, sino porque «Etheldrida» parecía estar cansada de aprenderlas.
Douglas se acarició, pensativamente, las cicatrices y dijo:
—No es que esté asustado de ella; pero… pero… bueno; a ver si se nos ocurre algo más interesante.
Ninguno tenía nada muy original que proponer (parecían haber agotado las posibilidades de todo el universo en las seis semanas de vacaciones). Conque hicieron arcos y flechas nuevos y celebraron un concurso de tiro, que ganó Guillermo, por ser el que más lejos pudo disparar. Disparó una flecha al aire y, por desgracia, se coló, al aterrizar, por la ventana del fregadero de la señora Miggs. Dio la casualidad que la señora en cuestión se hallase en el fregadero en aquel momento y de nuevo los Proscritos, meditando amargamente sobre el exceso de población de la comarca, tuvieron que huir de la ira vengadora de una vecina ultrajada. Al amparo del bosque volvieron a detenerse.
—Oíd —dijo Pelirrojo—. ¿No os parece que sería muy bonito vivir en medio del África Central o en el Polo Norte o en algún sitio en que no haya casas en muchos kilómetros?
—Corre —comentó Douglas, en tono protector— mucho más aprisa de lo que uno se supondrá al verla.
—¿Qué hacemos ahora? —inquirió Enrique.
Caía la noche y se acercaba la terrible hora de acostarse, hora que siempre estaban dispuestos a aplazar.
—¡Veréis! —exclamó Guillermo, iluminándose bruscamente su rostro—. Vayamos a ver cómo le va a ese… ese que hemos visto pasar en el coche. Podemos vigilarle por su ventana. Ya es demasiado oscuro para que él nos vea.
* * *
Le observaron, petrificados de asombro. Le contemplaron mientras, enfundado en negro botín y gorro del mismo color, se movía de un lado a otro, manejando probetas, almireces, crisoles, instrumentos curiosos y frascos de líquidos de extraño colorido. Ojos y bocas se abrieron aún más cuando don Galileo Simpkins, metió en el cuarto el esqueleto y lo montó con cuidado, en un rincón.
Se alejaron en la oscuridad, sumidos en profundo silencio y no volvieron a hablar hasta llegar a la carretera. Entonces exclamó Guillermo, en ronco susurro:
—¡Rediez! ¿Qué es? ¿Qué está haciendo?
—Yo creo que es una especie de bolchevique que va a volar el mundo entero —dijo Douglas, sintiéndose inspirado.
—Y un cadáver y todo —dijo Pelirrojo, aún bajo la impresión de lo que habían visto.
—Quizá sólo se dedique a química corriente —sugirió Enrique.
Tal insinuación fue refutada, desdeñosamente, por los Proscritos.
—Claro que no se trata de química corriente —dijo Guillermo—; no con todos esos aparatos.
—Cadáveres y todo —murmuró Pelirrojo de nuevo, con voz sepulcral.
—Y vestido de una forma la mar de rara —agregó Guillermo—, y cosas la mar de raras por todas partes. Además, ¿para qué iba a dedicarse a química corriente? Es demasiado viejo para estarse preparando para exámenes.
Semejante afirmación les pareció irrefutable.
—Lo que yo creo es… —empezó a decir Guillermo.
Pero no llegó a dar fin a la frase.
Una voz quejumbrosa sonó en la oscuridad. La voz de Ethel, hermana de Guillermo.
—¡Guillermo! Mamá dice que ya hace rato que debías de haberte acostado y que entres, y dice…
Los Proscritos se perdieron en la oscuridad.
* * *
Al día siguiente regresó Joan de una visita que había hecho a una tía.
Joan era el único miembro femenino de los Proscritos. Aun cuando no les acompañaba en sus aventuras más osadas y peligrosas, era su mayor simpatizante y su persona de confianza, y siempre se podía contar con su ayuda para enfrentarse con el mundo hostil e incomprensivo. Era pequeña y morena y muy bonita, y consideraba a Guillermo el héroe más grande que había conocido el mundo.
Se reunió con ellos la primera mañana de su regreso y le hablaron, sin innecesaria modestia, de las aventuras que habían corrido durante su ausencia: de sus heroicas huidas, perseguidos por labriegos enfurecidos; de su milagrosa creación de canoas automóviles y aeroplanos (omitieron toda referencia a la ley de gravedad y sus resultados); de sus gloriosas operaciones culinarias (omitieron la secuela); de su hercúlea lucha con las avispas; sus equilibrios sobre la maroma; su (parcial) dominio sobre la naturaleza bruta, representada por «Etheldrida»; sus gloriosos hechos de tirar piedras y disparar flechas.
—Y ninguno de los que nos han perseguido nos ha podido atrapar… ni una vez —acabó diciendo Guillermo con orgullo—. Apuesto a que corremos más aprisa que ninguna otra persona del mundo.
Joan le dirigió una cariñosa sonrisa. Estaba completamente convencida de que Guillermo era capaz de hacer cualquier cosa en el mundo mejor que ninguna otra persona.
—¿Y… qué vais a hacer hoy? —preguntó con interés.
La expresión de los Proscritos le dio a entender que aquella era, en efecto, la cuestión. Los Proscritos no tenían la menor idea de lo que iban a hacer aquel día. Estaban, evidentemente, dispuestos a escuchar cualquier sugestión que quisiera hacerles el caballero que, según nos dicen los moralistas, se especializa en suministrar ocupación para los que no tienen nada que hacer.
—Hagamos otra canoa automóvil —dijo Enrique débilmente.
Pero sus palabras fueron recibidas con el desdén que se merecían. Los Proscritos no tenían la costumbre de probar la misma cosa dos veces. Además, el experimento de la canoa automóvil no había resultado tan bien como para justificar su repetición.
De pronto se iluminó el rostro de Pelirrojo.
—¡Ya sé! —exclamó—. ¡Enseñémosle a Joan! Ya sabéis quién digo… Ese que vimos anoche… el del cadáver…
Los ojos de Joan se dilataron de horror.
—No era un cadáver —observó Douglas con impaciencia—; era un esqueleto.
—Eso es igual que un cadáver —dijo Pelirrojo con combatividad—; era un «cuerpo». ¿No? Y ahora está muerto.
—Sí; pero es de «huesos» —protestó Douglas.
—Bueno, y un cuerpo es de huesos, ¿no? —inquirió Pelirrojo.
Pero Joan interrumpió.
—¡Oh! ¿Qué es? ¿Dónde está? —preguntó, entrelazando las manos—. Suena horrible…
El horror de la muchacha le satisfizo por completo. ¡Con Joan podía uno estar tan seguro de que se causaría la impresión deseada…!
—Ven —dijo animadamente Guillermo, con aire de maestro de ceremonias—. ¡Te lo enseñaremos! Podremos meternos por el agujero que hay en el seto y arrastrarnos hasta la ventana por entre los matorrales sin que él nos vea.
Pasaron por el agujero del seto y se arrastraron hada la ventana por entre los matorrales. Guillermo, como maestro de ceremonias, empezaba a concebir la sospecha de que, a la luz del día, hombre y habitación parecerían completamente normales; que el efecto espectral de la noche anterior pudiera haber desaparecido por completo. Pero resultaron carecer de fundamento sus sospechas. El cuarto parecía, si cabe, aún más espectral que la noche anterior. Y don Galileo Simpkins seguía andando por él, la mar de feliz con su botín y gorro negros (era una forma de vestir que le gustaba). A don Galileo Simpkins le agradaba mucho su laboratorio y se sentía muy feliz en él. Al remover un experimento en el pequeño crisol, contaba suavemente para sí, exteriorizando su alegría. No sabía que los Proscritos vigilaban hasta su menor movimiento, con ávido interés, desde los matorrales que había al pie de la ventana. Fue Pelirrojo quien vio y señaló a los otros el estante, en el fondo del cuarto, sobre el que había una hilera de botellas que contenían apergaminadas ranas en un líquido.
Asombrados, se alejaron.
—Pues yo estoy seguro de que eso es lo que va a hacer —dijo Douglas en cuanto llegaron a la carretera—; va a volar el mundo entero. Está mezclando ahora la composición con que va a hacerlo.
—Bueno, pues yo sigo creyendo que puede ser un hombre común, que se dedicaba a química corriente —dijo Enrique.
—Entonces… ¿qué me dices del cuerpo muerto? —inquirió Pelirrojo.
—Y… ¿qué de las ranas y cosas que tiene encerradas en botellas y todo eso? —murmuró Guillermo.
Entonces habló Joan.
—Es un brujo —dijo—. Claro que es un brujo.
Guillermo trató semejante insinuación con desdén.
—¡Un brujo! —exclamó despectivamente—. ¡Eso es de cuentos de hadas! Claro que no lo es. No hay ninguno.
Pero Joan no se dejó aplastar.
—Sí que los hay, Guillermo —contestó en voz solemne—. Yo sé que los hay.
—¿Cómo sabes tú que los hay? —inquirió Guillermo, incrédulo.
—Y… ¿qué del cuerpo muerto? —dijo Pelirrojo, como quien pone un argumento irrefutable.
—El esqueleto —dijo Douglas.
—Supongo que se trata de alguien a quien ha convertido en esqueleto naturalmente —dijo Joan con firmeza.
—Eso es una estupidez como los cuentos de hadas —repitió Guillermo con desdén.
Joan soportó el reproche con humildad; pero se aferró a su idea con pertinacia femenina.
—No lo es, Guillermo. Es verdad. Sé que es verdad.
Desde luego su voz tenía un dejo de convencimiento; pero los Proscritos estaban decididos a no dejarse convencer.
—No —dijo Douglas con mucha firmeza—; es un dinamitero, eso es lo que es. Va a volar el mundo.
—¿Y las ranas de los frascos? —dijo Enrique.
—Es gente que ha convertido en ranas —aseguró Joan.
No cabía la menor duda de que las ranas se prestaban a la teoría de Joan más que a la de Douglas. Joan lo aprovecho.
—Y… ¿no le oísteis algo así como si cantara mientras mezclaba las cosas? Estaba embrujándolas.
Los Proscritos seguían mostrándose escépticos, por lo menos exteriormente.
—Estupideces como los cuentos de hadas —volvió a decir Guillermo con superioridad masculina—. Te he dicho que no existen.
Pero el espectáculo les fascinaba y les sabía mal alejarse demasiado.
—¿Volvamos a ver qué está haciendo ahora? —preguntó Pelirrojo.
Y todos acogieron la idea con avidez. El agujero del seto era lo bastante grande; los matorrales, al pie de la ventana, suministraban un escondite conveniente y todo hubiera ido bien de no haber estado don Galileo Simpkins ocupado en el simple trabajo de lavar unas probetas en un nicho fuera del campo visual de los Proscritos. Aquello era algo más de lo que podían soportar.
—¿Qué está haciendo? —preguntó Guillermo con voz angustiosa.
Pero ninguno de ellos podía verlo.
—Yo saldré —dijo Pelirrojo con tono heroico—; apuesto a que a mí no me ve.
Conque salió, arrastrándose, de entre los matorrales y se acercó a la ventana… demasiado osadamente. Porque don Galileo Simpkins, al volverse de pronto, vio con gran sorpresa e indignación, a un niño de rostro extremadamente impertinente. Con inesperada agilidad, se plantó junto a la ventana de un salto y la abrió de par en par. Pelirrojo huyó, despavorido, hacia la verja. Don Galileo le amenazó con el puño cefrado.
—¡Está bien, muchacho! —gritó—. ¡Ya me las pagarás!
Con lo que quiso decir que pensaba averiguar quién era y decírselo a su padre. Iba a poner fin a aquel estado de cosas de una vez para siempre. No pensaba consentir que muchachos de cara impertinente vagaran por su jardín y se asomaran a sus ventanas. Los espantaría de allí inmediatamente.
—¡Ya verás, ya! —gritó otra vez, con voz terriblemente amenazadora.
Luego volvió a su laboratorio, muy satisfecho de sí.
Los Proscritos se retiraron por el agujero del seto y se reunieron con Pelirrojo en la carretera. Miraron a Pelirrojo como quien mira al que acaba de escaparse de las garras de la muerte. Pelirrojo, ahora que había pasado ya el peligro, estaba encantado con su posición.
—Bueno —dijo satisfecho—; ¿le oísteis y escuchasteis? Apuesto a que me hubiera matado si me alcanzaba.
—Te hubiera volado con explosivos —dijo Douglas.
—Te hubiese convertido en algo —dijo Joan.
—¿Qué querría decir con «Ya verás»? —murmuró Guillermo, pensativo.
—Querría decir que te iba a embrujar —respondió Joan tranquilamente.
Pelirrojo palideció.
—Estupideces de cuentos de hadas —dijo Guillermo.
—Como quieras —dijo Joan—; pero ya lo veréis.
Y lo vieron, en efecto.
Fue, naturalmente, una coincidencia que aquella noche la cocinera de la madre de Pelirrojo hubiese hecho trufas para cenar y que Pelirrojo comiera más de lo prudente y tuviese que guardar cama el siguiente día, víctima de lo que el médico llamaba «leve desarreglo gástrico».
Los Proscritos fueron a buscarle a la mañana siguiente. La doncella (que, como don Galileo Simpkins, odiaba a los niños), les dijo con sequedad que Pelirrojo estaba enfermo en cama y que no se levantaría en todo el día.
Se alejaron en silencio.
—Bueno —dijo Joan, triunfal—, ¿os convencéis de que se trata de un brujo ahora?
Esta vez Guillermo no contestó: «Estupideces de cuentos de hadas».
* * *
Pelirrojo se reunió con ellos algo pálido e inseguro al día siguiente. Al igual que ellos, prefería culpar a don Galileo Simpkins de lo que le había ocurrido más bien que a las trufas.
—Sí; eso es lo que dijo —asintió el muchacho—. Dijo: «Ya verás», y cosa de una hora después, empecé a sentir dolores terribles. Y apenas toqué las trufas… no mucho, por lo menos… no tanto como otras veces… y tuve unos dolores terribles y…
—Debió de hacer una figurita de cera que se parecía a ti. Pelirrojo —dijo Joan con aire de profunda sabiduría—, y clavaría alfileres en ella. Eso es lo que hacen… seguramente te cree muerto ya. Por eso dijo: «Ya verás».
Ya no se burlaron de ella.
—Pues estuve casi muerto ayer —dijo el muchacho—. Nunca he tenido unos dolores tan terribles. Era como si me clavaran alfileres.
—Eran alfileres lo que sentías —aseguró Joan, convencida—. Mejor será que no nos acerquemos a él ahora o nos convertirá en algo.
—A mí sí que me gustaría convertirle a él en algo —dijo Pelirrojo, que aún sentía deseos de vengarse del supuesto culpable de sus dolores.
Pero Joan movió negativamente la cabeza.
—No —dijo—; no debemos acercarnos a él. Vosotros no sabéis lo que pueden los brujos y gente así.
—Yo sí que lo sé —gimió Pelirrojo.
Así, se fueron a dar un paseo e hicieron carreras, y jugaron a pieles rojas y jugaron con barcos en el estanque y se subieron a los árboles, pero no sacaron mucha substancia de esos juegos. Tenían el pensamiento fijo en don Galileo Simpkins el mago y se Jo imaginaban removiendo mezclas extrañas, pronunciando fórmulas de encantamiento, mirando a sus víctimas embotelladas y clavando alfileres en las efigies de cera de sus enemigos.
—Vayamos a verle un poco otra vez —dijo Guillermo, cuando se reunieron por la tarde—. No nos acercaremos lo bastante para que nos vea, pero… pero ¿vamos a ver lo que está haciendo?
—Tú puedes ir —dijo Pelirrojo con amargura—; a ti no te ha clavado alfileres ni te ha dado unos dolores terribles. ¡Si aún me siento yo la mar de enfermo…! Volvimos a tener trufas para comer hoy y no puedo comer más de tres raciones.
—No; más vale que no volvamos a acercarnos —dijo Joan con las pupilas dilatadas.
Pero Guillermo no estaba de acuerdo con ellos.
—Sólo quiero verlo otra vez y enterarme de lo que realiza. Haced lo que queráis; pero yo voy a ir.
Conque fueron todos.
* * *
Habían decidido cruzar por el prado que había detrás de la Casa Encarnada hasta la carretera, y de ahí, por el agujero del seto, hasta los matorrales que había cerca de la ventana del laboratorio; pero no tuvieron que ir tan lejos para verle. Era una tarde hermosa y don Galileo Simpkins había tomado una novela detectivesca y salido a un prado que había por detrás de su casa. Y allí estaba —cuando los Proscritos se detuvieron a la entrada del prado— tumbado a la sombra, leyendo. Se sentía en paz con todo el mundo. No vio los cinco rostros que lo contemplaron desde el otro lado de la entrada y que desaparecieron después. Siguió dormitando tranquilo. Había pasado una mañana muy agradable. Aun cuando no le había salido bien ninguno de sus experimentos, se había divertido mucho haciéndolos. Había pensado una vez en aquel muchacho de la cara impertinente y se alegró de haberlo espantado de allí tan fácilmente. No había vuelto a verle desde entonces. Aquello era lo que había que hacer con los muchachos —espantarlos—, de lo contrario uno no podía vivir en paz… El sol era muy hermoso… muy cálido… la novela, muy emocionante…
Entretanto los Proscritos hablaban, animadamente, en la carretera.
—Pero… ¿habéis visto? —exclamó Pelirrojo—. ¡Está echado ahí tan tranquilo como si no se hubiera pasado la noche clavándome alfileres!
—Vayámonos a casa —suplicó Joan—. No… no sabéis lo que puede hacer.
—No —dijo Guillermo—; ahora que está ahí leyendo, vamos a entrar en su casa y ver todo lo que tiene.
Hubo un murmullo de desacuerdo.
—Está bien —dijo Guillermo—; no vengáis. Iré yo solo.
Conque fueron todos.
* * *
Resultaba emocionante deslizarse por la ventana y hallarse en el terrible cuarto, sabiendo que, de un momento a otro, el brujo podía regresar, convertirles en ranas y embotellarlos.
—Me gustaría encontrar la figura de cera mía en que estuvo clavando alfileres anoche —dijo Pelirrojo, mirando a su alrededor.
—Hagamos una figura de cera de él y clavémosle alfileres —propuso Enrique.
—No; cambiémosle en algo —dijo Douglas.
Joan pal moteó de contento.
—¡Oh, sí! —exclamó—. ¡Hagámoslo! ¡Eso sí que sería divertido! Debe de tener fórmulas de encantamiento y cosas por todas partes.
Pelirrojo tomó un almirez.
—Esto es lo que estaba mezclando hoy —dijo—. ¿En qué convertirá eso a la gente?
Los Proscritos se asomaron, cautelosos y temerosos, por el seto…
—Probablemente depende de lo que se diga al removerlo —murmuró Joan.
—Bueno, pues probémoslo —sugirió Pelirrojo.
—¿En qué le convertimos? —preguntó Douglas.
—En un burro —sugirió Guillermo.
—Bueno; y… ¿quién se encarga de hacerlo?
—Deja que pruebe yo —dijo Joan, que tenía cierto prestigio como originadora de la teoría de embrujamiento que habían aceptado todos ya.
Pelirrojo le entregó el almirez.
—Me parece —dijo Joan, dándose importancia— que debiera de tener un círculo, hecho con yeso, a mi alrededor.
…vieron al que, aparentemente era don Galileo, metamorfoseado en burro.
No pudieron encontrar yeso; conque hicieron un círculo de probetas o su alrededor y lo miraron con interés. Joan cerró los ojos, removió la mezcla y cantó:
Vuélvase en burro,
vuélvase en burro,
vuélvase en burro,
señor brujo.
Luego abrió los ojos.
—Puede ser que me equivoque —confesó—; lo estoy haciendo a bulto. Pero si es un encantamiento muy bueno, quizá salga bien.
—Bueno, pues vayamos a verlo —dijo Guillermo, y si aún está allí, volveremos y probaremos otra vez.
Conque se fueron.
* * *
Y ahora viene una de aquellas coincidencias sin las cuales la vida y el arte del novelista resultarían tan estériles. Cinco minutos después de haber dejado los Proscritos a don Galileo leyendo su novela, cruzó el prado un muchacho portador de un telegrama. Venía de telégrafos y el telegrama era para don Galileo Simpkins. Este lo abrió. Le llamaba al lado de una parienta enferma a la que tenía grandes esperanzas de heredar. Salía un tren para la ciudad diez minutos más tarde. El señor Simpkins llevaba consigo el gabán, el sombrero y dinero suficiente. Decidió no regresar a su casa para no correr el riesgo de perder el tren. Salió inmediatamente para la estación, con la intención de telegrafiar a su ama de llaves desde la ciudad (cosa que se olvidó de hacer). Dejó el libro sobre la hierba, donde lo había depositado para abrir el telegrama.
Cinco minutos más tarde, el labrador Jenks, propietario del prado, llevó allí un borrico que acababa de comprar y se marchó. La señora de Jenks había bautizado al animal con el nombre de «María». «María» corrió, alegremente, por el prado durante unos minutos; luego se dio cuenta de que hacía algo de calor. No había más que un lugar del prado en que hubiese sombra —el lugar en que había estado descansando don Galileo y donde aún se encontraba su libro—. «María» se acercó y se echó junto al libro. Su actitud hacía suponer, incluso, que estaba leyendo.
Conque, cuando cinco minutos después los Proscritos se asomaron, cautelosos y temerosos, por el seto, vieron al que, aparentemente, era don Galileo Simpkins metamorfoseado en burro, tumbado donde le habían visto por última vez, leyendo aún el libro. No hay palabras en el idioma para describir lo que experimentaron los Proscritos. Ninguno de ellos había creído en realidad que el encantamiento de Joan surtiera efecto. Y he allí, ante sus ojos, el increíble espectáculo: don Galileo Simpkins convertido en burro mediante uno de sus propios mejunjes. Todos los muchachos se tornaron algo pálidos. Guillermo parpadeó. Pelirrojo se quedó boquiabierto. A Enrique parecían a punto de saltársele los ojos de las órbitas. Douglas tragó saliva y se asió a la puerta del prado para no caerse; y Joan dio un gritito de sorpresa. Al oír el grito, «María» volvió la cabeza y les dirigió una mirada de reproche…
—¡Vaya! —exclamó Joan.
—¡Atiza! —dijo Guillermo.
—¡Rediez! —murmuró Douglas.
—¡Caramba! —tartajeó Enrique.
—¡Buena la hemos hecho! —gimió Pelirrojo.
«María» volvió la cabeza otra vez y contempló el paisaje con soñolienta mirada.
—¿Lo sabrá? —murmuró Guillermo con voz cohibida—. O… ¿creerá que aún es un hombre?
—Debe saberlo —dijo Pelirrojo—. Tiene ojos. Se puede ver las patas, el rabo y todo eso.
—Y estaba leyendo ese libro cuando Ilegamos —interpeló Douglas.
—Quizá —sugirió Enrique— se haya olvidado ya de que fue un hombre y sólo se sienta borrico.
—Sea como fuere, ya no intentará clavarme alfileres a mí —dijo Pelirrojo.
Pero a Guillermo se le había ocurrido otro aspecto de la cuestión.
—Este es el prado de Jenks —dijo—; se enfadará al encontrar un burro aquí adentro. No sabrá que se trata en realidad del señor Simpkins.
—Eso no importa —contestó Pelirrojo.
—Apuesto a que sí importa —afirmó Guillermo—. Tal vez pueda hablar aún… El burro quiero decir… Tal vez le hable a la gente de nosotros y nos meta en un lío. Supongo que existirá alguna ley que prohíba volver a la gente en otra cosa, igual que la hay para prohibir que se mate… y no me gusta nada la forma en que nos mira. Fijaos en él ahora. Apuesto a que aún sabe hablar y dirá cosas a la gente y nos meterán a todos en la cárcel, o nos ahorcarán o algo así.
—La culpa es tuya —aseguró Pelirrojo—: ¿por qué dijiste una cosa tan grande como un burro? Si hubieses dicho una cosa pequeña como una rana o algo así, le hubiéramos podido meter en una botella como hacía él con los demás; pero… ¿qué puede uno hacer con un bicho tan grande como el burro?
—Yo no creí que se volvería burro de verdad —contestó Guillermo con calor.
—Bueno, pues se ha vuelto. Y tenemos que hacer algo, antes de que pase alguien por aquí y empiece a hablar de nosotros.
De pronto «María» emitió un sonoro rebuzno.
—¿Lo veis? —exclamó Enrique con alivio— sólo sabe hablar como los burros.
—Yo no lo creo —insistió Guillermo—. Está fingiendo. Estaba leyendo cuando llegamos y apostaría a que puede hablar. Sólo quiere esperar a que pase alguien para meteros en un lío… Fijaos cómo come hierba ahora… No tiene derecho a comer esa hierba. Es del labrador Jenks… Y no sé qué haremos cuando se descubra que ha desaparecido un hombre y sólo queda un borrico y… nos echarán la culpa a nosotros… nos echarán la culpa por todo…
—Volvámosle otra vez en hombre ahora —dijo Joan—. Seguramente habrá escarmentado ya. Ahora que ya sabe lo que es convertirse en otra cosa, tal vez deje de embrujar a la gente.
—Y de clavarle alfileres —dijo Pelirrojo.
—Sea como fuere, más vale que le llevemos a su casa —dijo Guillermo—. Allí puede desencantarse con sus propios mejunjes.
«María» se había levantado y estaba comiendo hierba a unos metros de distancia. Se acercaron a ella con cautela. Guillermo le habló con severidad.
—Ya sabemos —dijo— que es usted un brujo y que convirtió a gente en ranas y huesos y que clavó alfileres a la gente, conque lo convertimos en borrico; pero le vamos a dejar que se desencante usted mismo si promete no hacer más brujerías. ¿Promete no hacer más brujerías?
«María» abrió la boca de par en par y emitió un rebuzno que dejó a Guillermo sin aliento.
Los Proscritos se retiraron y celebraron consejo.
—Yo creo que su intención era dar la promesa que Guillermo le pedía —afirmó Joan.
—Pues yo no —aseguró Guillermo—. Yo no lo creo. Creo que quería decir que no prometía nada.
—Sea como fuere, llevémosle a su casa —propuso Douglas—. Si le dejamos aquí se enteraría todo el que pase, de lo ocurrido.
Guillermo se acercó a «María» otra vez y la miró con severidad.
—Puede volver a su casa ahora y convertirse otra vez en persona, si quiere —dijo con magnanimidad.
Por toda contestación, «María» les volvió la espalda, dio un par de coces al aire y salió corriendo, juguetona.
Resultaría demasiado largo contar detalladamente la lucha de los Proscritos para sacar del prado a la recalcitrante «María», llevarla al jardín del señor Simpkins y meterla en el laboratorio por la ventana. Enrique se retiró muy pronto de la lucha, después de recibir una coz en la espinilla.
—Ahora ya sabéis cómo las gasta —murmuró Pelirrojo con amargura, obsesionado aún por el recuerdo de sus dolores gástricos.
Fue Guillermo quien concibió la brillante idea de ir a casa, en busca de un manojo de zanahorias y, con la ayuda de ellas, condujeron a «María» al jardín del señor Simpkins. Allí, durante un rato, la burra resultó inmanejable. Rompió un cristal del invernadero, pateó la hierba, dejando innumerables agujeros. Pisó un cuadro de heliotropo. Deshizo por completo los rosales. Mordió a Guillermo. Por fin la introdujeron en el laboratorio después de haber roto todos los vidrios de lo ventana. Dio la casualidad que el ama de llaves estuviera echada y que durmiera como un tronco. Una criatura, hija del jardinero, asomando la nariz por la verja, fue la única que observó —sin salir de su asombro— todo lo que estaba ocurriendo.
—Está loco —dijo Guillermo—; está exasperado por ser un burro.
Dentro del laboratorio, «María» se hizo más juguetona aún. Rompió en mil pedazos las probetas que habían formado el círculo mágico de Joan. Deshizo el banco de trabajo con todo lo que tenía encima. Derrumbó de una coz, todo un estante de frascos.
—Está loco —dijo Guillermo—; está exasperado por ser un burro y no sabe cómo volverse hombre otra vez.
—Dile algo —insistió Pelirrojo.
Guillermo le dijo algo.
—Si no sabe usted desencantarse, tendrá que quedarse como está. No podemos hacer más por usted.
En contestación a esto, «María» derribó un armario y luego metió la cabeza por una enorme probeta de cristal.
—Vámonos —dijo Pelirrojo—; vámonos a casa. Le hemos traído a su propia casa; es cuanto podemos hacer. Además le está muy bien empleado por tener cuerpos muertos y clavar alfileres a la gente.
Los Proscritos estaban a punto de seguir su consejo y regresar a sus respectivos hogares llamando la menor atención posible, cuando descubrieron que tenían cortada la retirada. Un pequeño grupo de mujeres, a cuya cabeza iba la esposa del pastor protestante, avanzaba por el jardín en dirección a la puerta principal. Como cinco relámpagos, los Proscritos desaparecieron detrás de un biombo que «María», en el caos general, había tenido la consideración de dejar en pie.
El pequeño grupo de mujeres a cuyo frente iba la esposa del Pastor, eran miembros de la Sociedad Antiviviseccionista local que la esposa del Pastor había fundado en el pueblo hacía un año. Hasta aquel momento el pueblo les había proporcionado muy escasas ocasiones en que mostrarse activas, aun cuando se habían divertido de lo lindo en las reuniones mensuales de la sociedad, tomando té con pastas y discutiendo todos los comadreos del pueblo. Pero ahora, como decía la mujer del Pastor, había llegado el momento de obrar. Habían oído hablar del esqueleto y de las ranas embotelladas de don Galileo Simpkins y les pareció que la Sociedad Antiviviseccionista debía visitarle y exigirle garantía de que, en sus investigaciones, no haría daño alguno a ningún bicho viviente. Además, querían tener la oportunidad de visitar el misterioso laboratorio del que tanto habían oído hablar. La vida del pueblo había resultado muy aburrida últimamente y, como los Proscritos, estaban deseando encontrar algo nuevo que les distrajera.
Se acercaban a la puerta principal con la intención de llamar en la forma corriente y preguntar por el señor Simpkins. Pero, para llegar a la puerta principal, tenían que pasar por delante de la ventana del laboratorio y esta resultó demasiado emocionante para que la pasaran de largo. A los Proscritos, ocultos detrás del biombo, no se les veía. «María» estaba en el centro del cuarto, caída la cabeza en engañadora actitud de humildad. A su alrededor no había más que cosas destrozadas. Las señoras contemplaron la escena boquiabiertas. Abandonaron su intención de llamar a la puerta. Siguiendo a la esposa del Pastor entraron por la ventana.
—¡Un burro! —exclamó la señora Hopkins, tesorera de la Sociedad Antiviviseccionista (es decir, recaudaba la cuota de los socios y compraba pastas y té)—. Yo creí que usaban monos o conejos.
—Emplean diferentes animales para distintos experimentos —dijo la esposa del Pastor protestante, con aire de grandes conocimientos—. Supongo que el burro es un animal apropiado para ciertos experimentos.
—¡Es terrible! —exclamó la señora Gerald Fitzgerald, tapándose la cara con las manos—. ¡Cuán terrible en verdad…! ¡Pobre bestia sufriente, llena de paciencia!
«María» echó hacia atrás las orejas e hizo girar sus ojos.
La señora Hopkins y la esposa del Pastor empezaron a vagar por el cuarto.
Se detuvieron, simultáneamente, delante de la hilera de ranas embotelladas.
—¡Pobres bichos! —dijo la señora Hopkins con voz trémula—. ¡Pobres bichos sufrientes, cargados de paciencia, antaño tan hermosos, simpáticos y libres!
(Sólo hacía una semana que la señora Hopkins había pedido socorro a gritos al encontrar una rana en su despensa).
Entretanto, la señora Fitzgerald había descubierto el esqueleto. Se caló bien los lentes y lo miró de arriba abajo varias veces. Luego pronunció, en susurro sepulcral, estas palabras:
—¡Restos humanos!
Los Proscritos contuvieron la respiración; pero un sonoro rebuzno impidió que los miembros de la Sociedad Antiviviseccionista fueran más lejos en sus exploraciones.
—¡Pobre criatura! —exclamó la mujer del Pastor, con voz entrecortada—. ¡Parece estar pidiendo auxilio!
«María» volvió a adoptar su actitud de engañadora humildad.
—Hemos de hacer algo —dijo la señora Fitzgerald—; no podemos abandonar, a nuestro querido amigo mudo, a ningún tormento. Vean ustedes las señales de lucha que hay a nuestro alrededor. Observen su aire de sufrimiento. Es evidente que se ha iniciado ya el cruel trabajo. Llevémosle de aquí.
—Sin embargo —observó lo esposa del Pastor, lentamente—, hay que tener en cuenta que existen leyes sobre los derechos de la propiedad privada. El señor Simpkins compraría, indudablemente, este animal y la ley dirá que es suyo.
—En tal caso, podemos comprárselo —sugirió la señora Fitzgerald—. Eso sería una buena obra en verdad. ¿Cuánto dinero hay en caja, señora Hopkins?
—Tres peniques y medio nada más —contestó la señora Hopkins, sombría—; ya saben ustedes que hemos comprado muchos dulces últimamente. Y son muy caros.
—Cuestan algo más que eso —dijo la esposa del Pastor protestante—, me refiero a los burros, naturalmente. Pero… podemos abrir un bazar o dar un concierto para recaudar fondos.
Todas se animaron al oír esto.
—Sí —dijo la señora Hopkins—; ¡si hace cerca de un mes que no abrimos un bazar…! Y… ¡es para una causa tan buena…! ¡Salvar a un pobre animal de las garras de su verdugo…! Qué triste parece estar y sin embargo, cuán agradecido, como si comprendiera el bien que le vamos a hacer.
«María» volvió a girar los ojos en las órbitas y agachó aún más la cabeza.
—Voy a llevármelo a casa ahora mismo —aseguró la mujer del Pastor— y le daré una buena comida y le cuidaré bien para que recobre la salud y las fuerzas. Iré a la Comisaría y diré que me lo he llevado, explicándoles al mismo tiempo el porqué… Prepararé algo con qué llevarle.
Descolgó un cuadro y le quitó el cordón, que luego ató al cuello de «María», que seguía humilde y sin protestar. Las demás la miraron con silenciosa admiración. No había persona como la esposa del Pastor para una crisis.
Luego, con aire de general que ha ordenado ya sus fuerzas, sacó a «María», seguida de sus compañeras. Los Proscritos, preguntándose qué iría a ocurrir, salieron de su escondite y las siguieron a distancia.
—No saben que es él —susurró Joan, emocionada.
«María» se portó muy bien hasta que llegaran a la colina. Luego volvió a posesionarse de ella su diablillo familiar. No dio coces ni mordió. Echó a correr. Corrió a toda velocidad pendiente arriba, arrastrando tras sí a la esposa del Pastor. El cuello de «María» parecía de hierro. El peso de la mujer no parecía molestarla en absoluto. El cordón debía ser bastante fuerte, por añadidura. Detrás de ella, muy atrás, corrían las demás señoras, completamente horrorizadas. La señora Hopkins recogió el sombrero de la mujer del Pastor y la señora Fitzgerald su bolso.
En la cima de la colina, «María» se paró en seco y volvió a adoptar su aire de hastío y de paciencia. La esposa del Pastor quedó sentada en el polvo a su lado, sin aliento, pero impertérrita, asida aún al cordón. Llegaron los otros y ella, sentada en el suelo, se puso el sombrero y se limpió el polvo de los ojos.
—¿Qué ocurrió? —jadeó la señora Hopkins—. ¿Se… se desbocó o algo así?
Pero la otra no estaba en condiciones de contestar.
—¡Pobre animal! —exclamó la señora Fitzgerald, haciendo un esfuerzo por restablecer la atmósfera de antes—. ¡Pobre bicho!
Extendió el brazo para acariciar a «María» y esta le pegó un mordisco en el codo.
La esposa del Pastor se levantó y cansada pero determinada, introdujo a «María» por la verja del jardín de su casa. Los Proscritos subieron cautelosamente la colina y contemplaron, con sigilo, lo que ocurría en casa del Pastor protestante.
Los miembros de la Sociedad Antiviviseccionista se agruparon en torno a «María» y la contemplaron. El que las hubiese mirado de cerca se hubiese dado cuenta de que sus ojos expresaban menos cariño y menos lástima que unos momentos antes.
—No parece nada… ah… cohibida —dijo la señora Hopkins por fin—. Parece tan… eh… tan fresco… Y no tiene herida alguna ni nada que se le parezca.
—A veces —dijo la señora Fitzgerald—, sólo se les usa para enfermedades. Se limitan a inyectarles microbios.
—¿Quiere usted decir con eso —inquirió la otra, palideciendo— que es posible que le hayan inoculado alguna enfermedad mortal?
—Es muy posible —contestó la señora Fitzgerald.
Miraron a la esposa del Pastor en busca de consejo y de ayuda. Y de nuevo demostró dicha señora estar a la altura de las circunstancias. Aun cuando todavía estaba cubierta de polvo y algo desmadejada por la forma en que había subido la colina, se hizo cargo de la situación otra vez.
—Un momento —dijo.
Y entró en la casa.
Los miembros de la Sociedad Antiviviseccionista se agruparon, tímidamente, en el pórtico, con la mirada fija en «María» que permanecía inmóvil en medio de la hierba, con la cara de inocente.
Y los Proscritos seguían vigilando con interés desde la puerta del jardín.
De pronto salió la esposa del pastor tambaleándose bajo el peso de un enorme cubo.
—Desinfectante —explicó lacónicamente, a su auditorio.
Se acercó a «María» que seguía meditando en el centro del jardín y, con un brusco movimiento, le echó por encima todo el cubo de solución de ácido carbólico, empapándola de patas a cabeza. Entonces «María» se volvió loca. Saltó, coceó, se encabritó. Chorreando carbólico, corrió por el jardín. Pisoteó las flores. Rompió dos docenas de tiestos y destruyó su contenido. Hundió la puerta del invernadero. Metió una de sus patas en la ventana del despacho. Intentó subirse a un manzano. Hizo añicos una glorieta…
Los miembros de la Sociedad Antiviviseccionista se retiraron a la casa y echaron los cerrojos. La señora Fitzgerald, después de explicar que no estaba acostumbrada a aquellas cosas, sufrió un ataque de histeria que hizo la competencia, en intensidad, al acceso de «María».
Y los Proscritos seguían contemplando la escena desde la puerta.
Fueron los Proscritos los primeros en ver al ama de llaves del señor Simpkins subir la colina. Franqueó la entrada del jardín sin mirarles siquiera. Para ella, no eran más que cuatro niños inofensivos y una niña inofensiva también, asomados a una puerta. Poco se imaginaba que ellos eran los únicos que conocían la clave de aquella situación que se estaba complicando más por momentos. El ama de llaves del señor Simpkins parecía preocupada. Llamó a la puerta principal y preguntó por el Pastor. El Pastor no estaba, pero su esposa, muy pálida, procurando no salir demasiado y sin dejar de mirar aprensivamente hacia el jardín donde «María», cansada de momento, estaba inmóvil, encarnación de la paciencia y de la humildad, se entrevistó con ella. En el interior de la casa se oían las notas poco melodiosas de la histeria de la señora Fitzgerald. El ama de llaves del señor Simpkins dijo que su señorito había desaparecido. No se le encontraba por parte alguna. Se había hallado el libro que había estado leyendo en el prado vecino al jardín y su laboratorio se encontraba en un estado tal, que hacía suponer que se hubiese librado en él una violenta lucha. El ama de llaves del señor Simpkins sospechaba que este habría sido objeto de algún atentado o víctima de algún secuestro.
La esposa del Pastor que era incapaz de albergar en su cerebro más de una idea al mismo tiempo, se limitó a señalar, severamente, en dirección a «María» y preguntar:
—¿Qué sabe usted de eso, buena mujer?
La buena mujer miró, vio el melancólico y mojado burro y movió negativamente la cabeza.
Señaló con un dedo en dirección a «María» que estaba tranquilamente pegando mordiscos al seto.
—Nada, señora —contestó—; pero lo que yo quiero saber es lo siguiente: ¿dónde está el señor Simpkins? Creí que el Pastor podría aconsejarme sobre lo que debo hacer; pero ya que él no está en casa, quizá sea mejor que vaya directamente a la policía.
Los Proscritos, que sentían que con la llegada de la señora Simpkins se complicaba el asunto y a los que consumía la curiosidad por saber por qué habría seguido la buena señora al metamorfoseado señor Simpkins, se deslizaron hasta la puerta de la casa y se pusieron a escuchar. El hecho de que se mencionara a la policía les causó cierta preocupación. La esposa del Pastor los vio y frunció el entrecejo.
La señora era una buena cristiana, pero le era imposible llegar a querer a los Proscritos.
—Marchaos, niños —les espetó—. ¿Cómo os atrevéis a acercaros a la puerta y escuchar conversaciones que nada os importan? ¡Marchaos inmediatamente! O… aguardad un momento… ¿Ha visto alguno de vosotros al señor Simpkins esta tarde?
Fue Joan la que contestó. Señaló con un dedo en dirección a «María» que estaba tranquilamente pegando mordiscos al seto, y dijo:
—Ese es el señor Simpkins.
* * *
Hubo un momento de silencio. Luego dijo la mujer del Pastor, con severidad:
—¿Es que quieres dártela de graciosa, impertinente?
—No —respondió Joan.
El rostro de lo niña tenía una expresión de inocencia que convenció a la esposa del Pastor.
—Quizá —dijo con más suavidad—, seas corta de vista. Lo que señalas es un burro.
—¡De veras que es el señor Simpkins! —contestó Joan, convencida—. Le convertimos en burro y ahora no sabemos cómo convertirle en hombre otra vez.
La señora se quedó boquiabierta. Al ama de llaves del señor Simpkins le ocurrió otro tanto. Los demás miembros de la Sociedad Antiviviseccionista salieron a enterarse y todas se quedaron admiradas. La señora Fitzgerald interrumpió, momentáneamente, su ataque de histeria para imitar a los demás.
—¿Cómo? —exclamó la esposa del Pastor.
—¿Cómo? —corearon los demás.
—Es verdad —afirmó Guillermo—; le hemos cambiado en burro y ahora no sabemos cómo volverle persona otra vez.
En aquel momento se oyó una conmoción enorme a la puerta del jardín y entró corriendo el señor Simpkins seguido del labrador Jenks.
* * *
El labrador no entró persiguiendo al señor Simpkins. Jenks y el señor Simpkins acudían con distintos motivos. Jenks había ido al prado en busca de «María», encontrando que esta había desaparecido. La niña del jardinero le había dicho que cuatro niños y una niña habían sacado al burro del prado. Unas palabras le bastaron para que reconociese en los culpables a sus antiguos enemigos los Proscritos, como invasores de su dominio y ladrones de su burro y el labrador Jenks se enfureció. Había seguido la pista del animal hasta el jardín de la casa del Pastor protestante. No sabía cómo había llegado hasta allí; pero sabía cómo había salido de su prado y andaba en busca de su burro y a la caza de los Proscritos.
El señor Simpkins, al llegar a la ciudad, se había encontrado en la estación un telegrama diciéndole que su pariente estaba mejor conque, disgustado con el mundo en general y con los parientes ricos que no quieren morirse ni a tiros, había vuelto a su retiro rural, encontrándose con que su ama de llaves había desaparecido y que su laboratorio se había convertido en una ruina. De nuevo se había presentado la hija del jardinero para proporcionarle todos los datos que conocía. Había visto a cuatro niños y a una niña meter un burro por la ventana de su laboratorio. Luego había llegado más gente y se habían marchado todos a casa del Pastor protestante. Conque don Galileo Simpkins se había personado allí en busca de alguien que se le explicara lo ocurrido… y de los Proscritos.
* * *
El labrador Jenks y él, vieron, simultáneamente a los Proscritos y ninguno de los dos pudo resistir la tentación de aprovechar la oportunidad que se les presentaba. Ambos se abalanzaron sobre los Proscritos. Estos huyeron por el jardín, perseguidos por los dos hombres. La señora Fitzgerald se retiró a la sala para entregarse otra vez a la histeria; la mujer del Pastor corrió al vestíbulo en busca del extintor de incendios y «María» contempló el espectáculo con interés mientras mascaba, meditativo, el seto.
Jenks agarró a Guillermo, perdió el equilibrio y cayó con él al suelo. Don Galileo Simpkins tropezó con el labrador y al caer se agarró al rabo de «María». Esta, molesta por aquel atrevimiento, se volvió loca otra vez. La mujer del pastor, queriendo restablecer la calma enfocó, distraídamente, a todos ellos con el extintor de incendios. La señora Hopkins salió a la carretera gritando:
—¡Asesinos!
El ama de llaves del señor Simpkins fue en busca de la policía.
* * *
—Las cosas tienen sus límites —le dijo el padre de Guillermo a la madre, a la mañana siguiente—. Supongo que no tengo más remedio que pagar mi parte de los desperfectos que causó el cuadrúpedo en el laboratorio; pero no veo yo por qué he de pagar nada de lo echado a perder en el jardín del Pastor. Según tengo entendido, fue su propia mujer quien llevó allí el animal. Bueno; le he quitado a Guillermo cuantas cosas se me han ocurrido y le he hecho todo lo que he podido imaginar. La ley no me permite que le ahogue, si no lo haría y acabaría con él de una vez…
—Pobre Guillermo —murmuró su mujer—; lo hace todo con la mejor intención del mundo… Y ¡hay tanta gente que dice que se parece a ti!
—¡Qué se ha de parecer! —exclamó el pobre, indignado—. Yo estoy bastante cuerdo y él está loco de atar. Es imposible que se parezca a mí. ¿Acaso ando yo por ahí metiendo burros en laboratorios… y sin saber por qué? ¿Hago yo eso? ¡Vamos!
—No te preocupes, querido. Mañana vuelve al colegio —le dijo su mujer, conciliadora.
—¡Alabado sea Dios! —exclamó el señor Brown, de todo corazón.
* * *
Fuera, en el invernadero, estaban sentados los Proscritos.
—Es inútil explicárselo —estaba diciendo Guillermo—. No le hacen a uno caso. Hablan como si hubiéramos tenido la intención de romper todas esas cosas de cristal. Bueno, y ¿cómo íbamos a saber nosotros que estaba enferma una pariente suya? Se lo dije así a ellos; pero no quisieron hacerme caso. Casi tiene gracia —acabó diciendo con amargura— eso de que nos echen a nosotros la culpa de todo… Me quitaron el arco y las flechas, y la escopeta y el dinero y todo, como si no hubiésemos estado intentando hacer un bien. Y nadie le hace nada al burro. ¡Ah, no! Tuvo él la culpa de todo; pero a él nadie le hace nada. ¡Ah, no!
—Y volvemos al colegio mañana —agregó Pelirrojo, sombrío.
—Es igual —dijo Guillermo, animándose—; hemos hecho todas las cosas que se pueden hacer en vacaciones y… y después de todo hay muchas cosas emocionantes que se pueden hacer en el colegio.