LOS PROSCRITOS

Guillermo, Enrique, Pelirrojo y Douglas (conocidos bajo el nombre de «Los Proscritos»), caminaban, lentamente, en dirección al colegio.

Era una tarde muy hermosa —una de esas tardes en que a uno le parece (a los Proscritos desde luego les parecía)— una ingratitud pasársela encerrado entre cuatro paredes. El sol brillaba y los pájaros cantaban invitadores.

—«Jometría» —dijo Guillermo con desdeñoso énfasis. Y repitió amargamente—: «¡Jometría!».

—Peor pudiera ser —dijo Douglas—; pudiera ser latín.

—Mejor podría ser —dijo Enrique—; podría ser cantar.

A los Proscritos les gustaba la clase de canto, no porque fueran musicales, sino porque no requerían esfuerzo mental alguno y porque el profesor de canto no sabía imponer disciplina.

—Pudiera ser algo mejor aún —observó Pelirrojo—; pudiera no ser nada.

Los Proscritos aflojaron el paso, ya flojo de suyo, y su mirada, erró, con nostalgia, hacia esas cimas, pobladas de pinos, que tan invitadoras se veían, en la lejanía.

—El ir a la escuela por la tarde es una «equivocación» —dijo Guillermo de pronto—. Malo es ir por la mañana; pero por la «tarde»…

Aquella mañana había sido mala, en efecto. Había sido una de aquellas mañanas en que sale mal todo lo que mal puede salir. Los Proscritos se habían hecho acreedores de las iras de todo maestro con el que habían entrado en contacto.

—Y… «¡esta tarde!» —exclamó Pelirrojo con repugnancia infinita—. Será aún peor que una tarde corriente, puesto que tendré que quedarme después de clase a escribir las líneas que me echó de castigo el viejo.

—Y yo tendré que quedarme a hacer otra vez toda la lección de Partes.

Resultó que cada uno de los cuatro proscritos tenía que quedarse después de la clase como víctima de uno u otro de los maestros a cuyas iras se habían hecho acreedores aquella mañana.

Guillermo exhaló un profundo suspiro.

—Me pone «furioso» —dijo—, eso de que los mineros tengan sindicatos y huelgas y cosas para no tener que trabajar demasiado y que nosotros tengamos qué seguir y seguir trabajando hasta agotarnos. Cualquiera diría que el Parlamento se encargaría de poner fin a todo eso. Los periódicos no hacen más que hablar de que la gente necesita aire fresco y luego, en lugar de dejarle a uno que lo tome, lo encierran a uno en el colegio todo el día, mañana y tarde, hasta… hasta que queda uno totalmente agotado.

—Sí —contestó Pelirrojo, completamente de acuerdo—; yo creo que debería existir una ley que prohibiese el ir a la escuela por la tarde. Creo que estaríamos mucho más sanos si alguien hiciese una ley acabando con eso de ir a la escuela por la tarde para que pudiéramos tomar el aire. Yo creo que es nuestro deber procurar conseguir un poco de aire fresco para estar sanos y ahorrar así a nuestros padres el que tengan que pagar cuentas de médico.

Pelirrojo hizo caso omiso del hecho de que, hasta aquel momento, nadie había tenido que pagar ninguna cuenta de médico por él, ya que en su vida había estado enfermo.

—Por menos de nada me hago diputado en cuanto sea mayor —amenazó Douglas—, sólo para obligar a todas las escuelas a hacer fiesta por las tardes.

—Y por la mañana —agregó Enrique, soñador.

Pero, a pesar de lo seductora que resultaba semejante idea, hasta los Proscritos se daban cuenta de que aquello era ir un poco demasiado lejos.

—No; tendremos que conservar lo de ir a la escuela por la mañana —dijo Douglas—, por… por eso de los exámenes y todo eso… Y los maestros se morirían todos de hambre si no tuviésemos clase.

—Sería un bien para ellos —dijo Pelirrojo con amargura. Y agregó en tono amenazador—: Os aseguro que yo haría unas cuantas leyes sobre los maestros si fuese diputado.

—Lo que yo creo que sería una buena idea —dijo Guillermo— es que tuviésemos clase los días de lluvia nada más. Pero no si hiciese buen día, por eso de respirar aire libre para estar sanos.

A todos ellos les pareció esta una idea excelente.

—Lo malo del caso —prosiguió Guillermo— es que, para cuando lleguemos nosotros al Parlamento y hagamos leyes, las estaremos haciendo para otra gente y demasiado tarde para que nos sirvan a «nosotros» de nada.

—Y casi no vale la pena en preocuparse en llegar a ser diputado nada más que para hacer cosas para la otra gente —agregó Pelirrojo, el egoísta.

Se hallaban muy cerca del colegio ya, e instintivamente habían ido aflojando el paso hasta estacionarse. El sol brillaba más que nunca. Todo el campo parecía haber aumentado en seducción. Hubo un momento de silencio. Miraron hacia el edificio de la escuela (sombrío, oscuro, poco acogedor) y, de él trasladaron la vista hacia las soleadas colinas, los bosques y los prados que lo rodeaban. Por fin habló Guillermo.

—Parece absurdo entrar —dijo, lentamente.

Y Pelirrojo, con virtuosa unción, aseguró:

—Parece «mal» ir, cuando, en realidad, creemos que no debemos entrar. Siempre nos están diciendo que no hagamos las cosas que nuestra conciencia nos dice que no hagamos. Bueno, pues mi conciencia me dice que no vaya al colegio esta tarde. Mi conciencia me dice que es mi «deber» salir a respirar el aire y ponerme sano. Mi conciencia…

Douglas le interrumpió, sombrío:

—Está muy bien eso de hablar así. Demasiado sabes lo que nos pasará mañana por la mañana.

Para los Proscritos, aquel recordatorio hizo efecto de ducha de agua fría. La opinión general era de que Douglas había sido muy poco diplomática al introducir semejante tópico. Después de aquello, resultaba algo difícil restaurar la actitud de audaz osadía que había existido unos momentos antes. Fue Guillermo, naturalmente, quien la restauró, tirando hacia el otro extremo para restablecer el equilibrio.

—Bueno, pues no iremos mañana por la mañana tampoco —dijo—. Estoy harto ya de perder el tiempo dentro de una clase cuando podría estar fuero tomando el fresco. Seamos proscritos, seamos proscritos «de verdad». Vayámonos a un bosque donde nadie pueda encontrarnos y vivamos de moras, raíces y cosas y, si salen a buscarnos, nos subiremos a los árboles y nos esconderemos o huiremos, o tiraremos contra ellos con arcos y flechas. Vayámonos a vivir toda la vida como proscritos.

Y tan contagioso era el espíritu de Guillermo, tan hipnótico su glorioso optimismo, que los Proscritos dieron vivas llenos de júbilo y dijeron:

—¡Sí! ¡Hagámoslo…! ¡Hurra!

—Y no iremos al colegio más —exclamó Douglas, gozoso.

—No, no volveremos a la escuela en nuestra vida —cantaron los Proscritos.

Decidieron no ir a casa en busca de provisiones porque su inesperada presencia suscitaría comentarios y preguntas.

Y, como decía Guillermo:

—No necesitamos más comida que moras, setas, raíces y cosas así. Antiguamente la gente se alimentaba de raíces y apuesto a que pronto encontraremos raíces que comer. Será muy fácil encontrar cuáles se pueden comer y cuáles no. Y mataremos conejos y todo eso y haremos fuego para guisarlos. Eso es lo que hacían los verdaderos proscritos y ahora somos proscritos de verdad.

—¿Dónde iremos? —preguntó Douglas.

Guillermo lo pensó.

—Pues, veréis —dijo, por fin—, tendremos que meternos en un bosque. Los proscritos siempre están en los bosques para poder esconderse y comer raíces y todo eso. Y debiéramos estar en una colina para ver llegar a la gente cuando venga a buscarnos…

—La colina de Ringer, entonces —murmuró alegremente, Pelirrojo.

La colina de Ringer era alta y bien poblada de árboles.

Los Proscritos volvieron a soltar un viva. Aún les embriagaba la perspectiva de la libertad y se sentían intoxicados por el glorioso optimismo de Guillermo. Encaminaron sus pasos por la carretera que se alejaba del colegio, cantando a voz en grito. A los Proscritos les gustaba una barbaridad cantar a coro. Les gustaba cantar distintos cantares simultáneamente, Guillermo, cantaba —muy apropiadamente— «Hogar, dulce hogar». Pelirrojo: «No iremos a la escuela más», con la música de «Ya no lloverá más». Douglas entonaba: «Pastor de las colinas» y, Enrique: «Adiós, cuervo».

De pronto doblaron un recodo de la carretera, Brown y Smith, dos compañeros suyos de clase, que se dirigían al colegio. Miraron a los Proscritos con sorpresa. A Brown le imposibilitaba para hablar la enorme bola de caramelo que había comprado en el pueblo, pero Smith dijo:

—¡Hola! Os equivocáis de camino.

—¡Quiá! —respondió, alegremente, Guillermo—. Vamos por muy buen camino.

Brown hizo un sonido extraño, con la boca llena, que quería expresar interés e interrogación y Smith, interpretándolo, inquirió:

—¿Dónde vais?

—A la colina de Ringer —contestó Guillermo, retador.

Y siguieron todos adelante, dejando a Brown y a Smith boquiabiertos.

—No debiste decírselo —gruñó Pelirrojo.

Pero Guillermo estaba de humor para desafiar al mundo entero.

—Me tiene sin cuidado —dijo—. No me importa quien lo sepa. Me tiene sin cuidado quien venga a llevarnos a casa. No iremos. Nos subiremos a los árboles y dispararemos contra quien sea y le tiraremos piedras. Apuesto a que nadie del mundo podrá atraparnos. Yo soy un proscrito, vaya si lo soy —cantó—. ¡Yo soy un proscrito!

Y contagió a sus secuaces, que le ovacionaron.

—Somos proscritos, ¡vaya si lo somos! —cantaron todos—. ¡Somos proscritos!

* * *

Se hallaban sentados a la sombra del árbol más grande de la colina de Ringer. Llevaban ya media hora de proscritos y las cosas no les habían ido saliendo tan bien como habían esperado. Douglas, queriendo poner a prueba las cualidades alimenticias del lugar, inmediatamente, se había comido tantas moras verdes que, de momento, no sentía interés por nada que no fuera sus propios sentimientos. Pelirrojo, impulsado por motivos puramente altruistas, había empezado a probar las raíces y estaba arrepentido de haberlo hecho.

—Yo no te pedí que anduvieses por ahí probando raíces —dijo Guillermo, irritado.

Guillermo se había pasado toda aquella media hora intentando encender un fuego y estaba ya hasta la coronilla. Acababa de emplear la última caja de cerillas de las robadas en el laboratorio del colegio aquella mañana.

—Lo hice por vosotros —exclamó Pelirrojo, indignado—. Lo hice para encontrar la clase de raíces que come la gente, para que pudierais comerlas vosotros. Bueno, pues ahora ya podéis buscároslas vosotros y Dios quiera que encontréis la que yo encontré: la última… Tiene uno de esos sabores que duran para siempre. Supongo que, por muchos años que viva, nunca podré quitarme el mal gusto de la boca…

—¡Mal gusto! —exclamó Douglas, con amargura—. A mí el gusto me tendría sin cuidado… Es el dolor lo que me preocupa… Dolor terrible, que le muerde a uno por dentro…

—¿Os querréis callar de una vez? —inquirió Guillermo, más irritado que nunca—. ¿Querréis callaros y ayudarme con esta hoguera? Toda la madera parece húmeda o no sé qué. No consigo que pose nada.

—Sóplalo —sugirió Pelirrojo, olvidando momentáneamente el mal gusto que tenía en la boca.

Douglas, arrancándose —metafóricamente— de su dolor, se arrodilló y sopló.

El fuego se apagó.

Guillermo alzó el ennegrecido rostro.

—¡Sí que está bien eso! —dijo con amargura—. ¡Mira que apagarlo…! Con el trabajo que me ha costado a mí encenderlo y vas tú y lo apagas… Y no tenemos ni una cerilla más.

—Mira: igual se hubiera apagado, aunque no hubiésemos soplado —murmuró el optimista de Pelirrojo—. Conque no importa. Sea como fuere… ¿Por qué no hacemos algo interesante? No nos hemos divertido gran cosa hasta ahora… sólo hemos comido raíces y cosas y hemos estado jugando con el fuego. No necesitamos fuego aún. Hace calor de sobra sin él. Dejémoslo para esta noche, que necesitaremos una hoguera para dormir y para espantar a las fieras. Lo encenderemos con… con eslabón y pedernal… si es que encontramos un eslabón y un trozo de pedernal por ahí. Pero no encenderemos más fuegos ahora. Estamos todos hartos ya, y si quemamos toda la leña que hay en el bosque y…

—Bueno —contestó Guillermo al que había hecho impresión la lógica aquella—; ¡lo mismo da! Ya estoy hasta la coronilla del fuego. Me he agotado por completo atendiéndolo y vosotros no me habéis ayudado gran cosa que digamos.

—¡Hombre! ¡Eso sí que me gusta! —exclamó Douglas—. ¡Y yo que por poco me muero de angustia con las moras!

—¡Y yo que arriesgué la vida probando raíces! —protestó Pelirrojo—. Sigo con el mal gusto de la boca… tan fuerte como antes. Parece hacerse más fuerte en lugar de desaparecer. Lo raro es que aún esté vivo. Poca gente sufriría lo que yo sufro sin morirse. Si no fuese yo tan fuerte, ya me habría muerto de esa.

Douglas, aguijoneado por las palabras de propia conmiseración de Pelirrojo, se alzó, de nuevo, en defensa de su propio martirio.

—Mal gusto —dijo—. Yo aguantaría cualquier sabor malo. Yo…

En aquel momento causó una distracción el regreso de Enrique. Había salido a cazar conejos para guisarlos al fuego para cenar. Parecía sudoroso y enfadado.

—No pude cazar ninguno —dijo con brevedad—. Vi muchos al otro lado de la colina. Me escondí detrás de un árbol hasta que salieron y luego salí corriendo detrás de ellos y estoy cansado de perseguirlos y no he podido atropar ninguno.

—Bajemos al río —propuso Pelirrojo—; ya estoy harto de andar por aquí. Aquí no hay nada que hacer más que comer raíces y ya he comido bastante por hoy.

—No —dijo Guillermo con firmeza—; más vale qué nos quedemos aquí arriba. Si bajamos y empiezan a salir de casa a buscarnos, nos pillarán en seguida. Aquí tenemos ventaja, los podemos ver llegar y escaparnos y tirarles cosas encima.

—Pues yo ya estoy harto de estar aquí arriba —aseguró Pelirrojo.

—Acuérdate —dijo Guillermo con diplomacia— de los que a estas horas están haciendo «Jometría» en el colegio.

Al oír aquello, se desvaneció el descontento de los Proscritos y volvieron a animarse.

—¡Hurra! —exclamó Pelirrojo, olvidándose, por completo, del mal sabor de las raíces—. Y apuesto que no nos cuesta trabajo inventar algo a que jugar aquí arriba y…

—¡Mirad! —dijo Douglas, de pronto, señalando en dirección al valle.

Los Proscritos miraron.

Y se quedaron de piedra.

No cabía la menor duda.

Abajo, en el valle, ascendiendo por el camino que conducía a la colina de Ringer, veíanse las figuras del rector y de uno de los catedráticos.

Durante unos momentos, el horror y la sorpresa hicieron enmudecer a los Proscritos.

Luego dijo Guillermo:

—¡Atiza!

Pero no hay palabras con qué describir el tono con que lo dijo.


Conteniendo el aliento, aprensivos, los Proscritos se agazaparon tras las zarzas y observaron.

—Vienen… vienen a buscarnos —tartamudeó Pelirrojo.

—Smith debe de haberles dicho dónde estábamos —murmuró Enrique.

Pelirrojo, recobrando algo de su aplomo, se volvió a Guillermo.

—Te dije que no debías de habérselo dicho —dijo.

—Pe… pero —tartajeó Guillermo, paralizado aún de asombro—, ¿cómo sabían ellos que éramos proscritos y que no íbamos a volver nunca?

—Probablemente nos lo oiría decir Smith —dijo Pelirrojo—. Bonita situación, ¿eh? ¿Qué hacemos? ¿Luchar con ellos?


Veían a la procesión avanzar por el camino, acercándose más y más.

Hasta el duro Guillermo tembló al pensar tal cosa.

—Sí… siquiera… —empezó a decir.

De pronto murieron las palabras en sus labios. Quedó boquiabierto de nuevo. Sus ojos se dilataron de horror y de asombro. Tras las figuras del rector y del subrector aparecieron otros hombres, el profesor de matemáticas, el de gimnasia, tres o cuatro estudiantes mayores…

—¡Vienen todos! —exclamó Guillermo—. ¡Vienen llevarnos a viva fuerza! ¡Van… van a rodear la colina y apresarnos por la fuerza!

—¿Qué hacemos? —inquirió Douglas.

Miraron a Guillermo y su rostro, cubierto de pecas expresaba una determinación.

—Pues tenemos que hacer algo —dijo. Hizo un gesto feroz. Luego se iluminó su semblante—. Ya sé lo que haremos. Smith sólo debe de haberles dicho «Colina de Ringer» a secas. Eso es lo que nosotros le dijimos: «Colina de Ringer». Bueno; pues, ¿recordáis el poste indicador que hay al pie de la colina, con el nombre de «Colina de Ringer» pintado?

Sí, lo recordaban: un poste que se tambaleaba, clavado al pie de la colina.

El rostro de Guillermo brillaba ya como un sol.

—Bueno —prosiguió—, ¿os acordáis de que está clavado muy flojo? Apuesto a que si empujáramos fuerte, podríamos hacerle dar la vuelta, de manera que señalara hacia la otra colina. Y apuesto a que no conocen los alrededores porque no viven aquí y nunca vienen por aquí. Conque apuesto… Bueno, probemos de todas formas. Y más vale que lo hagamos aprisa.

Tras su jefe, bajaron la ladera hasta el poste indicador.

—Ahora… ¡empujad! —ordenó Guillermo.

Los Proscritos empujaron.

El poste se tambaleó en su agujero y —¡oh, alegría!— giró lentamente. A los pocos segundos, el indicador con el nombre de «Colina de Ringer» señalaba en la dirección opuesta.

Los Proscritos se animaron.

Dieron un ¡viva! cauteloso, amortiguado.

—Ahora… ¡aprisa! ¡Volvamos otra vez arriba! —dijo Guillermo.

Y subieron otra vez a la cima.

La procesión a cuya cabeza iba el rector, se aproximaba.

—Echémonos debajo de las zarzas —murmuró Guillermo con voz sibilante—, para que no nos vean. Veremos lo que hacen.

Conteniendo el aliento, aprensivos, los Proscritos se agazaparon tras las zarzas y observaron. Veían a la procesión avanzar por el camino, acercándose más y más. El rector se detuvo junto al poste indicador. Los Proscritos contuvieron el aliento. ¿Conocería la comarca o se dejaría engañar? Evidentemente no conocía la comarca.

—Ya hemos llegado —dijo—. Aquí está el poste indicador. Colina de Ringer está allí.

Lentamente, la procesión ascendió la otra colina.

Los Proscritos salieron de su escondite. Aún estaban algo pálidos.

—¡De buena nos hemos librado! —dijo Pelirrojo.

—Lo que ahora debemos hacer —agregó Guillermo, sombrío— es buscar un escondite como es debido, por si se dan cuenta de su equivocación y vuelven.

* * *

Tan enfrascados habían estado en mirar hacia el lado por el que avanzaba la temida procesión, que no habían visto a un hombre enorme, de pobladas cejas y aspecto feroz que subía por el otro lado de la colina. Es más, no le vieron hasta que se acercó a ellos por detrás y tronó con voz blanca.

—Bueno, ¿sois vosotros todos?

Los Proscritos se volvieron con sobresalto.

Hubo un momento de tensión y de silencio.

Los Proscritos, habiéndose salvado —según creían— de un peligro terrible por un lado de la colina, no estaban preparados para aquel ataque por el otro. Les enervaba. Les paralizaba. No tenían reservas de ingenio y de aplomo con que hacer frente a las circunstancias.

Guillermo tragó saliva, parpadeó y repuso:

—Sí.

—¿Todos? —bramó el hombre feroz—; bueno, pues lo único que digo es que no valía la pena que viniese tan lejos por vosotros. Tenía entendido que era un asunto completamente distinto. ¿Es posible que no seáis más que cuatro?

A Guillermo le pareció que había hecho cuanto podía esperarse de él y dio un codazo a Pelirrojo.

—¡Ah… sí! —tembló este último.

—Sólo cuatro —murmuró el hombre feroz con ferocidad—. Y… ¿cuántos años tenéis?

Douglas y Enrique se habían metido detrás de Guillermo y Pelirrojo. Pelirrojo dio un codazo a Guillermo para darle a entender que ahora le tocaba a él.

Guillermo tragó saliva y dijo con voz débil:

—Once… once y cerca de tres cuartos.

—¡Bah! —exclamó el hombre en tono de feroz disgusto—. ¡Once años! Como digo, jamás hubiera consentido en venir si hubiese sabido que se trataba de un asunto como este. Me imaginé, naturalmente… Sin embargo, ya que estoy aquí y es demasiado tarde para empezar con…

Les miró y pareció aplacarse un poco.

—Tengo entendido que sabéis bastante del asunto y debéis de tener muchas ganas de saber más. Supongo que uno debiera de estar agradecido de encontrar cuatro estudiantes tan ávidos de aprender, aun cuando parezcan tan… bueno —pareció dominarle de nuevo la irritación—. Al grano. Empezaremos por aquí… aprisa, haced el favor, o no acabaremos en toda la tarde…

Aturdidos, como en sueños, los Proscritos se dirigieron hacia donde el otro les señalaba. No sabían qué otra cosa hacer. Parecían haber perdido por completo todo dominio sobre la situación. Se les antojaba mejor seguir la línea de menor resistencia y delatarse lo menos posible. Se agruparon, con desanimación, en torno al hombre feroz, y el hombre feroz empezó a hablar. Habló de cosas como estrato y roca ígnea: neolítico, eolítico y paleolítico; estratigrafía y «Pithecanthropus erectus» y otras cosas de las que jamás habían oído hablar los Proscritos hasta entonces, y de las que esperaban no volver a oír nunca hablar. Les hizo preguntas y se enfadó porque no supieron contestarle. Les preguntó qué era lo que les había dicho y volvió a enfadarse al ver que ninguno de ellos se acordaba. Paseó por la cima de la colina, señalando rocas con el bastón y hablando de ellas, con voz sonora y feroz. Les hizo seguirle a cuantas partes iba y se enfadó porque no le seguían lo bastante aprisa. Tan aterrador era su aspecto, que los muchachos ni siquiera se atrevieron a huir. Era como una pesadilla. Era muchísimo peor que la clase de Geometría. Y pareció durar horas, y horas y horas. En realidad, duró una hora justa. Transcurrida esta, el hombre se enfureció aún más, dijo que era un insulto el haberle pedido que fuera a dirigir la palabra a cuatro golfos idiotas y, mascullando palabras feroces, volvió a marcharse colina abajo.

Los Proscritos se sentaron, fatigados, en el suelo, alrededor del montoncito de ramas ahumadas y hojas secas que marcaban la escena del fracaso de Guillermo como encendedor de hogueras y se sujetaron las cabezas con las manos.

—¡Rediez! —gimió Guillermo.

Y Pelirrojo repitió melancólico:

—¡Rediez!

—Bueno; se ha marchado ya, por lo menos —dijo Enrique, intentando hacer resaltar el lado más agradable del asunto.

Pero no era muy fácil, en realidad, encontrarle punto alguno agradable. Los Proscritos sentían un apetito voraz y no tenía nada que comer. Colina de Ringer había perdido todo su encanto. Lo habían pasado bastante mal allí, bastante peor de lo que ellos se imaginaban debía de pasarlo un proscrito. Y el sol se había ocultado, buenamente, detrás de una nube. Hacía frío y oscurecía. Tenían hambre y estaban hastiados.

—¿Qué hora será? —preguntó Enrique.

Como en contestación a su pregunta, el reloj de la iglesia del pueblo empezó a dar las campanadas de la hora. Una… dos… tres… cuatro… cinco… Las cinco. La hora del té. La mente de cada uno de ellos evocó la imagen de un comedor alegre, con la mesa puesta para el té.

—Bueno —dijo Guillermo haciendo un esfuerzo, poco convincente, para parecer alegre—, más vale que busquemos algo que comer. Hubiéramos podido comernos un conejo, si Enrique lo hubiese cazado. Probemos las moras.

—No hay ninguna madura —afirmó Douglas—, y las otras le hacen sentirse la mar de mal a uno después de haberse comido unas cuantas.

De pronto, con gran alivio de todos (aunque se guardaron muy bien de exteriorizarlo), Enrique se puso en pie y dijo, sin rodeos:

—Yo quiero tomar el té y estoy harto de ser proscrito. Me marcho a casa.

* * *

Por el camino se encontraron con Brown y Smith. Estos caminaban alegremente por la carretera, con sus cañas de pescar y tarritos de cristal llenos de pececitos.

—¡Oíd! —exclamaron al verles— ¡lo hemos pasado la mar de bien! ¿Y vosotros? Pero ya podíais habernos avisado.

—¿Avisado… de qué?

—De que hoy por la tarde hacíamos fiesta en el colegio.

—¿Cómo? —exclamaron los Proscritos.

—Nos echaron a todos en cuanto llegamos a la escuela. Dijeron que no se habían acordado de decírnoslo por la mañana. Nos sorprendió una barbaridad ver cómo os alejabais del colegio; pero cuando llegamos allá, nos dimos cuenta del porqué. Pero nos pareció que bien podíais habérnoslo dicho.

—¿Por qué se hizo fiesta esta tarde? —inquirió Guillermo, sin salir de su asombro.

—Pues no sé qué viejo iba a venir a soltar no sé qué discurso a no sé qué sociedad —dijo Smith—; pero nosotros hemos posado uno tarde estupenda. ¿Y vosotros?

Los Proscritos siguieron su camino, amargados, en silencio. Ellos no habían pasado bien la tarde. Al otro extremo de la carretera, un estudiante mayor echaba una carta al correo. Había otro estudiante a su lado.

—¿Cómo estuvo? —preguntó este último.

—No se presentó —contestó el que echaba la carta.

Los Proscritos acortaron el paso, para escuchar.

—Habíamos quedado en encontrarnos con él en la Colina de Ringer. El rector y todos los demás acudieron también. Nunca habíamos estado en la Colina de Ringer; pero había un poste indicador, conque no podíamos equivocarnos. Aguardamos tres cuartos de hora y no se presentó. Es una lata. Acabo de echar una carta del rector, diciéndole que acudimos a la cita y que le aguardamos tres cuartos de hora. Supongo que le retendrían en algún sitio. Bien podía habernos avisado; pero algunos de esos profesores son la mar de distraídos. Estábamos esperándole con ansiedad, porque se trataba del profesor Fremlin, uno de los más grandes geólogos de Inglaterra, como ya sabes. Se dice que la Colina de Ringer fue, en otros tiempos, el cráter de un volcán. Hubiera resultado la mar de interesante. Iba a darnos una conferencia sobre su formación y enseñarnos los estratos y los fósiles que hay allá. Hacía semanas que leíamos cosas de la colina para saber algo de ella. Es una lástima, ya que conseguimos formar una Sociedad Geológica tan buena, que al tratar el asunto más importante del año nos saliera tan mal. Quizá se pusiera enfermo el profesor por el camino.

Se volvió hacia los Proscritos.

—Vamos, muchachos, ¿qué rondáis por aquí? ¡Largaos!

Parpadeando, aturdidos, caminando muy lentamente, muy pensativos, los Proscritos se largaron.