Ha pasado un mes desde tu muerte y en el rostro de la abuela sólo veo la misma expresión ausente. Hablamos poco, ella cocina, friega, en fin, hace cuanto ha hecho siempre, pero parece alguien a quien le hubieran arrebatado todo, víctima de una brutalidad inaudita: está sombría y tiene los labios contraídos en una mueca de amargura. Cuando vuelvo a casa, se esfuerza por mostrarse amable y me pregunta cómo ha ido el instituto, pero le cuesta mucho. No se lo reprocho, en el fondo me sucede lo mismo.
Ahora que ya no estás, mis ocupaciones me parecen un sinsentido, como recitar de memoria un guión en que no abundan las improvisaciones.
Me duele ver a la abuela así, hace que me sienta aún más vulnerable y sola. Mi presencia no mejora la situación. A una hija no la sustituyes con nada, y aunque sé que me adora, no es lo mismo. A veces la miro y la imagino sentada encima de un tejado tras un terrible temporal; todo lo que amaba ha quedado sumergido en el agua y el barro, y no tiene el menor deseo de que la salven, le puede la rabia de haber sobrevivido. Hace que me sienta condenadamente triste, una tristeza que no es de esas que se dejan moldear para asemejarse a algo más dulce y ligero. Se parece a la piedra, imposible hacerle la menor muesca, te impide moverte, eso es todo. Me gustaría ayudarla de alguna forma, pero no consigo hacer nada, al contrario, prefiero hacer caso omiso de ella. Su angustia es el espejo de la mía y no quiero verla, me niego a mirarme en ese espejo embrujado. Así que hacemos como si nada, nos arrastramos a lo largo de las paredes de nuestra soledad procurando que nuestras miradas no se crucen.
Siempre decías que la abuela y yo nos parecíamos. Nos llamabas «las condesas ceñudas» cuando, al volver a casa, nos encontrabas a cada una en un extremo, prisioneras de nuestros pensamientos. Eras tú quien alejaba las sombras y rompía los silencios. Todavía recuerdo cuando oía girar la llave en la cerradura y entrabas: dejabas el bolso, abrías las puertas, tu voz se difundía por todas partes, retomabas las conversaciones interrumpidas, hacías que encontráramos las palabras, después te descalzabas y te sentabas en el sofá como si pretendieses recoger todas nuestras reflexiones, y nos mirabas.
En esos momentos la abuela y yo nos juntábamos en tus ojos y nos dábamos cuenta de lo mucho que nos parecíamos.