7 de agosto

Gabriele vuelve mañana; luego, quién sabe lo que pasará. Ni siquiera sé cuánto tiempo se queda. Ya veremos. De todas formas, le he dicho a Angela que no voy a Grecia. Quiero esperar y ver qué ocurre. La verdad es que me gustaría ir con él.

Ayer estuve en la playa. El cielo amenazaba tormenta y se había alzado un viento fuerte.

Me volviste a la mente, un día que parecía haber tenido lugar mil años antes.

Recuerdo ese día en la playa como si fuera ayer. Era muy pequeña, debía de tener cuatro o cinco años, no más. El tiempo estaba inestable, por la noche había llovido, pero fuimos de todas formas con la vecina y sus hijos. El mar estaba agitado, me acuerdo muy bien, al igual que del viento que nos azotaba la cara y del intenso olor del aire.

Te veo de nuevo sentada en una tumbona y me miro mientras juego con la arena, enfurruñada porque me habías prohibido acercarme al agua, mientras que los otros niños sí podían bañarse.

Ese día, la playa vacía me parecía enorme. Un espacio oblicuo de arena, cielo y agua, infinito.

Al cabo de un rato me eché a llorar. ¿Quizá me había hecho daño? ¿Me había entrado arena en los ojos?

Me cogiste en brazos y fuimos a pasear por la orilla, yo pegada a ti como a un árbol, corazón contra corazón. De vez en cuando me decías algo o me besabas fugazmente en la mejilla.

En ciertos momentos notaba en la cara el sol que se colaba entre las gruesas nubes. Y oía el viento, y tus palabras. ¿Qué me decías? ¿Qué me contabas? Ojalá pudiera recordarlo todo…

Entonces éramos inmortales. La vida nos parecía tanta…

Sentía el sol en la cara y oía el viento y tus palabras, y era lo único que importaba.