3 de julio

El día de los exámenes orales llevo una falda azul hasta la rodilla y una camiseta blanca. Me he recogido el pelo en una coleta baja; parezco una niña a punto de recibir la confirmación. Me siento ante la comisión examinadora con el corazón en un puño. Me oigo hablar de Zola, de Verga y del verismo; de Capuana y el positivismo. Todos asienten muy serios, están muy atentos. Al final de mi exposición me formulan varias preguntas de Historia y de Literatura. Y justo cuando empiezo a sentirme relajada, se acaba el examen.

Fuera me esperan Claudia y Angela, mi abuela y los compañeros de instituto, que me acribillan a preguntas. De repente vuelven a ser mis compañeros, ninguno está excluido. Ilaria y Sonia me abrazan, pero esta vez no las rechazo. Sonia me sonríe, y esa sonrisa borra meses y meses de incomprensiones, malhumores y chicos equivocados.

Me siento extraña, puede que incluso un tanto perdida, porque ahora que ha acabado el instituto comprendo cuánto me tranquilizaba ir a diario y no tener que pensar en nada más. Quién sabe, quizá Gabriele venía también sólo por eso, porque así no debía tomar decisiones, podía fingir que tenía algo que hacer, que acabar. Por eso se marchó, no porque no le interesase el diploma, sino porque era consciente de que debía tomar una determinación, encontrar su camino. A saber si lo habrá logrado; hace dos meses que no recibo sus dibujos; eran un regalo de despedida, pero no lo comprendí. Por suerte, entre exámenes y otras cosas no me ha quedado demasiado tiempo para pensar. Mejor así.

La abuela me abraza con ojos llorosos, y las dos sabemos el motivo. Ayer fui al cementerio y te llevé unas margaritas preciosas. Esta mañana, antes de venir aquí, me despedí de tu fotografía del recibidor y, al entrar en el aula, antes de sentarme, te dediqué mi primer pensamiento.

Claudia y Angela me fotografían delante del instituto con mis compañeros y después me piden que les saque una con mi abuela. Son momentos felices. Luego, mientras vamos en coche al restaurante, nos sumimos varios minutos en el silencio. Sucede siempre que nos reunimos, cuando todas, casi a la vez, nos ponemos a pensar en lo que habrías hecho, en qué habrías dicho. Ninguna lo dice, aunque no es necesario, y ahora me gusta. Sufrir es también una forma de quererte y ahora lo sé, sé cuánto te quise, pese a que sólo me doy cuenta cuando me siento así. Quizá sea una estupidez pensarlo, pero a veces creo que no se aprende nada de la felicidad.

Hoy, sin embargo, habríamos sido todas felices, felices a tope. Nos habríamos drogado de despreocupación hasta marearnos. Tú, Claudia y Angela os habríais emborrachado en el restaurante, la abuela os habría observado reír, tan sosegada como siempre. Y yo habría gozado de esos momentos como de una promesa de felicidad. Ni siquiera habría pensado en Gabriele, porque si las cosas hubieran sido distintas probablemente no lo habría conocido.

En el restaurante, Angela me dice que ya ha organizado el viaje a Grecia, que vamos en agosto, y luego empiezo a abrir los regalos. Angela me ha regalado un iPad, Claudia un bolso de Gucci —según asegura, es importante para ir a la universidad— y la abuela una pulsera con colgantes.

—Tu madre me dijo que te la comprara —me explica antes de que dos lágrimas resbalen por sus mejillas; esta vez ni siquiera hace ademán de enjugarlas. Me levanto y la abrazo, y permanecemos así hasta que estoy segura de haber logrado contener las mías.