La semana pasada la vecina nos pidió su segadora, que nos había prestado el verano pasado y habíamos olvidado devolvérsela. Por delicadeza, no había venido aún a recuperarla e incluso cuando se presentó en casa parecía temer molestarnos. Cuando se marchó, mi abuela y yo bajamos al garaje y empezamos a buscarla. Mientras apartábamos todo lo que habíamos acumulado con el tiempo, vi que mi abuela alzaba una cubierta de plástico y luego se inclinaba, a la vez que se llevaba una mano a la boca. Pensé que se encontraba mal o que estaba a punto de llorar, así que me sorprendí cuando soltó una carcajada. Intenté comprender el motivo de su repentina alegría, pero únicamente vi unas latas similares a las de pintura y dos rollos de papel pintado.
—¿Qué pasa? —le pregunté sonriendo.
—Nada, una tontería —se limitó a decir.
Luego me lo contó: cuando yo era muy pequeña, a mi madre se le había metido en la cabeza empapelar mi dormitorio sin ayuda de nadie. Había comprado el material necesario y un manual de esos que te lo explican paso a paso. Al cabo de dos días, mi abuela entró en mi cuarto y vio que las paredes empezaban a pelarse, que las tiras de papel se despegaban como lenguas colgantes. Por si fuera poco, mientras mi madre y ella presenciaban el desastre, la asistenta, atraída por los gritos de sorpresa y las protestas, entró abriendo la puerta bruscamente, de resultas de lo cual golpeó la mesa de trabajo y la derribó. Por supuesto, encima estaban las latas de cola todavía abiertas. Mi madre, agotada y exasperada, arrancó todo el empapelado en un santiamén, mientras mis abuelos contemplaban divertidos cómo saltaba y desgarraba las tiras de papel. Mientras me lo contaba, a la abuela se le saltaban las lágrimas de la risa y de vez en cuando me decía «Perdona, Ale, perdona», hasta que al final concluyó: «Qué cosas pasan». A continuación se enjugó las lágrimas y no añadió más, a pesar de que se la veía serena, que el recuerdo no le había apenado, todo lo contrario.
Pero la cosa no acaba aquí. La semana pasada llovió sin parar. Rosa vino a casa y abrió la ventana del dormitorio de mi madre, pero luego olvidó cerrarla. A última hora de la tarde, oí que la ventana golpeteaba y fui a la habitación. La cortina ondulaba suavemente arriba y abajo y una ligera llovizna caía dentro, iluminada por el haz de luz dorada que se filtraba por la ventana abierta. Hice amago de cerrarla, pero me detuve. El aire era fresco y se percibía el olor penetrante del mar. Al final no la cerré y permanecí allí unos minutos escuchando el frufrú de la cortina al sacudirse, sintiendo el aire que entraba y acariciaba las cosas, como si todo volviese a respirar de nuevo.
No obstante, el suceso más extraño se produjo al día siguiente. Era viernes y volvía del instituto. Apenas abrí la puerta de casa, mi abuela salió de la cocina y se acercó a mí empuñando nada menos que ¡el paraguas de Magritte! «¡Lo han traído!», exclamó con aire incrédulo. Su expresión era de asombro, semejante a la de alguien a quien acaban de revelarle un secreto. Nos regalaron el paraguas de Magritte en una librería al comprar cierto número de libros, y en casa nos lo disputábamos porque nos gustaba a las tres. Mi madre no me lo dejaba, porque estaba convencida de que lo perdería; mi abuela se lo quitaba a mi madre porque, según decía, su hija llevaba capucha, así que no lo necesitaba; y yo lo escondía, con la esperanza de que lo olvidaran, porque las nubes no son cosa de viejas. Un buen día, el paraguas desapareció de verdad y cada una de nosotras acusó a las otras de haber sido poco cuidadosas. Pero la semana pasada una joven se presentó en casa y nos lo devolvió. La chica le contó a mi abuela que mi madre la había ayudado a encontrar casa y había sido tan amable que un día, poco después de la compra, la había invitado a tomar café en el jardín. La casa todavía no estaba amueblada, pero se sentía agradecida hacia mi madre y la había invitado de todas formas. Mi madre se había olvidado el paraguas allí, y luego, y sin saber muy bien cómo, éste había ido a parar a una caja y después al desván. Hace un mes, la joven lo encontró y, al recordar a su propietaria, fue a la agencia inmobiliaria, donde le dieron la triste noticia. Tras reflexionar varios días, al final decidió devolvérnoslo. Ninguna de las dos había vuelto a pensar en el paraguas. Ni siquiera yo, en todo el invierno. He meditado mucho sobre el asunto y aún no sé qué pensar.
Quizá llega un momento en que todo se resquebraja y luego, poco a poco, se rompe: mi abuela riéndose en el garaje; la lluvia dentro de tu habitación; un objeto que creías perdido y que retorna.
Y, al final, también tú te conviertes en algo distinto, aunque de algún modo más exacto. Ya no eres el pensamiento constante que duele, sino el hecho inesperado que nos sorprende y libera.
No hemos puesto el paraguas en tu habitación, sino bien a la vista en un rincón del recibidor. Lo hemos colocado de pie, y resplandece de algo que ya no conseguíamos ver.