2 de febrero

Greci me ha interceptado hoy en el pasillo y me ha dicho que quería hablar conmigo. Hemos ido a la sala de profesores, pero nos hemos quedado ante la puerta.

—¿Lo sabías? —se apresura a preguntarme a la vez que saca de un bolsillo un papel doblado que agita delante de mi cara.

—¿A qué se refiere? —inquiero.

—¿No sabes nada de Gabriele?

Lo miro con aire interrogativo y luego observo el papel que sujeta mientras espero una explicación.

—Gabriele Righi —prosigue mirándome a los ojos— se ha marchado del instituto. Me dejó esto en la sala de profesores. —Y agita de nuevo el papel—. ¿No te dijo nada?

Niego con la cabeza; tengo el corazón en un puño. De repente, se me van las ganas de entrar en clase, lo único que quiero es marcharme, salir al aire libre, respirar.

—Lo siento —dice el profe mirándome con ceño.

Finjo que la noticia me deja indiferente y miro por la ventana que da al patio.

—¿Por qué? Ni siquiera somos amigos —replico, haciendo un esfuerzo para que no me tiemble la voz.

—Se ha ido a Ámsterdam. ¿De verdad no lo sabías?

Niego con la cabeza y me concentro para que no parezca que me afecta.

—Bien, ahora tengo que marcharme —dice—, y tú también, es hora de que vuelvas a clase. Si quieres, luego podemos seguir hablando.

Asiento con la cabeza y regreso al aula. Apenas cruzo el umbral, miro el pupitre y, al verlo vacío, el corazón me da un vuelco. Dudo entre sentarme o escapar, pero ya es demasiado tarde. Aparto la silla y tomo asiento lentamente. Paso la primera hora petrificada, saco a duras penas los libros y sólo me quito la chaqueta al cabo de un rato. Es el segundo abandono en este invierno que parece interminable. Sólo ahora me percato de que he pasado muchas mañanas esperándolo sin angustiarme porque, aunque no viniese, sabía que estaba en alguna parte y que tarde o temprano volvería. Ámsterdam está lejísimos. Miro con nostalgia la otra mitad del pupitre y se me hace un nudo en la garganta. Durante unos segundos me parece sentir el olor de su cazadora y verlo inclinado sobre el cuaderno en que dibuja. Alargo un brazo encima del pupitre imaginando que le cojo una mano. ¿Cuántas horas tuve para poder hacerlo de verdad? ¿Cuántos minutos? Sonrío con amargura, pues ahora es un gesto vacío y ridículo.

Ni siquiera una llamada, ni un mensaje. Ha desaparecido sin más. Saco el móvil y pienso que podría hacerlo yo, pero ¿para qué? Si hubiese querido avisarme lo habría hecho.

Al final de la mañana tomo el camino más largo para volver a casa, deseando que nunca se acabe. La única forma de soportarlo es moverme sin parar.

No quería, pero cuando llego a casa no puedo resistirlo más y lo llamo. Una voz me informa que su número ya no está activo. ¿Ni siquiera me merecía una despedida? ¿Tanto lo he decepcionado? ¿De verdad no había nada que pudiese salvarse? Sé que no se ha marchado por mí, no es culpa mía. Has conseguido sorprenderme una vez más, Caravaggio. Has salido del escenario como un auténtico profesional, apenas un instante antes de que cayese el telón. Chapeau.

Ahora, en Cerolandia, todo va desapareciendo poco a poco, cubierto por la nieve inmaculada que cae sin cesar. En Cerolandia no hay estaciones, ni primaveras, sólo un invierno largo y silencioso que acaba de terminar. El paso se ha cerrado, los duendes y las hadas se han marchado, el hechizo se ha desvanecido, el tiempo ha concluido, y nosotros nunca hemos existido.