27 de enero

El piso de Claudia está en un edificio antiguo en pleno centro histórico. Una larga hilera de habitaciones se abre a un amplio pasillo. Se lo dejó aquel marido suyo, el genio de la física o las matemáticas, no recuerdo bien. Eso es lo que más me gusta de Claudia, que por mucho que haga enfadar a las personas siempre logra que la perdonen. Mi madre se reía cada vez que le contaba los finales de sus historias de amor, y Claudia se los relataba a mi madre porque sólo ella sabía entenderlos como corresponde, esto es, como algo para reírse y a continuación olvidar. Angela no, a veces era incluso demasiado severa, de manera que Claudia prefería no contarle todo.

Mi habitación es preciosa: una cama amplia con sábanas y edredón de un estampado floral en tonos rojo oscuro y azul marino. Las cortinas son a juego y hay un escritorio que debe de tener mi edad multiplicada por diez, y el suelo es de tablas de tonos oscuros que incitan a descalzarse o sentarse directamente sobre ellas. En la sala hay una mesa larga con cabida para veinte personas y un sofá verde oscuro que debe de haber costado una fortuna. No obstante, lo más bonito es la gran chimenea, que además funciona, con un sofá de terciopelo rosa que Claudia ha colocado justo delante, junto con una mesita de cerezo. Este detalle me lo explicó ella, asegurándome que era lo único que sabía de los muebles de la casa. De las paredes cuelgan decenas de cuadros que deben de valer una fortuna y varias fotografías antiguas de la familia. A saber por qué un hombre deja una casa así a una mujer que lo ha abandonado casi después de la boda.

—¿Era tan insoportable? —le pregunto.

—Ni te lo imaginas —responde poniendo los ojos en blanco—. Con decirte que quería enseñarme a jugar al bridge… —Se echa a reír—. ¿Me ves jugando al bridge?

—Pero ¿cuántos años tenía?

—Según el registro civil, pocos, pero mentalmente se podía remontar sin problemas a principios del siglo veinte. —Y añade en tono irónico—: Mira alrededor y dime si ves algo que tenga menos de cien años.

Me río.

—Imagínate, los domingos por la mañana salíamos a correr juntos —prosigue—. Todos los domingos, a las ocho. Parecíamos la pareja presidencial. Dios mío, qué ridículos —dice, echándose el pelo atrás y descubriendo su rostro perfecto—. Pero bueno, esta casa es maravillosa, a pesar de que él la odiaba por el mero hecho de que pertenecía a su padre —concluye con una mueca.

—¿Y por qué?

—Pues porque engañaba a su madre con todas las mujeres guapas con que se cruzaba y nunca estaba en casa: la historia de siempre —contesta, y sopla para apartarse el flequillo, que acaba de caerle sobre los ojos.

—¿Ahora trabajas? —pregunto cambiando de tema.

—Ahora no, pero un amigo me ha pedido que le eche una mano en su librería. Debe de ser divertido, y además conoceré a gente interesante. —Me mira y pregunta—: ¿Me ves como librera? —Se echa a reír y me contagio de su risa. Me lanza un cojín centenario y me espeta—: ¿Qué pasa, acaso no tengo pinta de intelectual?

Charlando y bromeando se nos hace la hora de comer, y tengo la sensación de estar con una chica de mi edad y no con una mujer adulta. Claudia me hace reír, ahora entiendo por qué mi madre siempre se alegraba de verla. En su compañía logras no pensar en nada, todo parece posible y los problemas se esfuman.

Sentadas en los sofás históricos, hablamos de un sinfín de cosas, salvo de ti.

Cuando acabamos de comer, dice que necesita descansar un poco. Angela llegará por la tarde y quiere estar en forma para la sesión de compras desenfrenadas que nos espera.

—Hoy tienes que comprarte un montón de cosas —me dice, y muerde una manzana—. Eres muy guapa. Lo sabes, ¿verdad? —Luego, como si la mentira de la disputa por el novio le hubiese vuelto en ese instante a la mente, pregunta—: ¿Cómo acabó la historia del chico por el que te enfadaste?

—Todavía no ha acabado. No sabe lo que quiere.

—En ese caso, déjalo —me dice con aire de alguien que sabe del tema—. No vale la pena. —Se levanta y me da un beso—. Hasta luego. Puedes ver la tele si te apetece. Eres libre de hacer lo que quieras. —Y se marcha a su habitación.

Me tumbo en el sofá. Enciendo el televisor y, por lo visto, me quedo dormida, ya que de repente abro los ojos y veo a Angela delante de mí, mirándome risueña. No la he oído llegar.

No tenía idea de lo que Claudia entendía por compras desenfrenadas hasta que salimos. Angela me había aconsejado que me pusiese un calzado cómodo y ropa práctica. Ahora sé por qué.

Creo que hemos entrado al menos en veinte tiendas, y que nos hemos probado las colecciones invernales de, al menos, veinte estilistas. Al final estoy agotada y con un montón de bolsas en la mano. ¡Dios mío, sólo he pagado un perfume! El resto son regalos de Angela y Claudia. Angela se ha pasado todo el tiempo metiéndose con Claudia, o hablando por teléfono por cuestiones de trabajo. He tratado de imaginarte en mi lugar en esta situación y me he preguntado si Claudia y Angela también pensaban en ti cuando me miraban.

Luego vamos a cenar a un restaurante precioso justo detrás de casa de Claudia, uno de esos en que el camarero siempre está listo para servirte de nuevo vino en la copa en cuanto la apuras. Hablamos de muchas cosas, aunque no de ti, ni siquiera una alusión. Después volvemos a casa, y Claudia se ofrece a prepararnos su famoso ponche de mandarina.

Mientras estamos sentadas delante de la chimenea encendida, te veo llegar.

Te sientas con nosotras, con las manos juntas entre las rodillas y mirada serena. No estás triste, nos miras como si esperases algo, tu semblante refleja una amargura dulce, incrédula, que parece decir: ¿Y yo? ¿Me habéis olvidado?

Claudia es la primera en hablar de ti, y al oírla me miras sonriente.

Claudia y Angela te conocían como yo ya no podré hacerlo. Me hablan de ti como si el mero hecho de que yo estuviese allí con ellas significase que todavía te tienen. Me cuentan que una vez entrasteis en una tienda porque querías comprarte una trenca y que después Claudia empezó a probarse un sinfín de prendas, al punto de que olvidaste la que acababas de ponerte. Al salir del establecimiento la llevabas puesta y habías dejado dentro tu viejo chaquetón.

Nadie se dio cuenta y tú no sabías qué hacer. Pasasteis una hora en el parque delante de la tienda, preguntándoos si debíais devolverla o no. Al final, entraste de nuevo y los de la tienda, en premio por tu honestidad, te hicieron un descuento tan generoso que no haberla comprado habría sido un delito. Tu trenca. Por eso te gustaba tanto: porque tenía una historia.

Y luego también me cuentan de aquella vez que escribiste «Eres un cabrón» con rotulador indeleble en las ventanillas del coche del profesor de Filosofía que te había suspendido, pero descubristeis que aquel coche no era de él sino del capitán de los carabineros del cuartel que había allí cerca. Claudia y Angela tuvieron que arrastrarte lejos entre risotadas mientras tú repetías que ibas a entregarte. Al día siguiente le dejaste un mensaje de disculpa en el parabrisas.

Mientras hablamos pareces serena.

Acabo de comprenderlo: no es cierto que los muertos no tengan necesidades. Has regresado en cuanto nos hemos puesto a hablar de ti.

Esta noche también yo estoy serena. Cuanto me ha ocurrido desde que empezó mi vida sin ti, me parece algo que no me pertenece, que no forma parte de mí, al menos no de la manera adecuada.

¿Y Gabriele?

Por un instante lo veo solo, en ese pupitre que ahora se ha vuelto demasiado pequeño, dibujando sin cesar. Me acerco y miro la hoja, en ella se nos ve a los dos en medio de un paisaje blanco, donde no hay nada. «Es Cerolandia», pienso, y sonrío.

De la boca de Gabriele sale un bocadillo, como en los cómics, en que se lee: «¿Dónde demonios estabas?»

Estoy aquí.