Hoy Cero no ha venido a clase. Nadie me habla y yo ocupo el lugar de mi rey. Dormito fingiendo tomar apuntes. Sólo me animo e incluso hago alguna pregunta en la hora de Italiano: por lo visto, soy la única que ha acabado de leer El guardián entre el centeno. Ese libro se ha convertido en mi Biblia. «Pero la verdad es que no me importaba qué clase de trabajo fuera con tal de que nadie me conociera y yo no conociera a nadie. Lo que haría sería hacerme pasar por sordomudo y así no tendría que hablar».�Probablemente Cero sabría apreciarlo, podría prestárselo.
Ayer me pasé la tarde leyendo y cuando vino Rosa preparé el té para todas. Su presencia anima la casa. La ayudo a doblar la colada y charlamos mientras ella plancha. Estos días, mi abuela parece siempre cansada. Habla poco y cuando lo hace se esfuerza en vano por aparentar serenidad. La noto cada vez más tensa, como si fuese a echarse a llorar o gritar en cualquier momento. Creo que por eso le ha pedido a Rosa que venga dos veces por semana, así se distrae y quizá con ella se desahogue, cosa que nunca hará conmigo.
Me pregunto qué hace Gabriele cuando no viene a clase, dónde pasa los días. Puede que tenga novia y esté con ella. O quizá salga con una pandilla de matados, de chulos de barrio, y les hable del instituto. Me lo imagino diciéndoles que somos una panda de racistas, que los profesores son unos fracasados, a la vez que dibuja; luego les cuenta que una de sus compañeras, cuya madre murió hace poco, se sienta a su lado y no abre la boca. Entonces alguno le dice: «Pues deberías ayudarla», con la expresión típica de los machitos que se las saben todas, y se echan a reír, y entonces Gabriel va y dice: «¿Yo? ¿Y qué tengo que ver yo?» Otro le sugiere en el mismo tono del de antes: «Quizá si lo intentas se le suelte la lengua, ¿es guapa, al menos?» Y todos se parten de risa de nuevo, ríen tan fuerte que no oigo la respuesta de Gabriele. Me imagino a sus amigos carcajeándose y soltando gilipolleces mientras él dibuja sin hacerles ya caso. Lo envidio por eso que sabe hacer tan bien y de lo que nunca alardea, de lo que nunca se aprovecha, por ese talento que oculta en las manos cerradas y hundidas en los bolsillos de su cazadora de quince euros. Si no se comportase como un autista, tal vez alguien se le acercaría. Porque feo no es: es alto, de complexión robusta sin llegar a gordo, con ojos de color avellana claro y una boca bien perfilada y fina. Una vez hicimos una clasificación de la clase, una de esas chorradas de chicas, y él quedó en un decoroso sexto puesto de un total de doce chicos. Como no podía ser menos, ninguna dijo que saldría con él, pero sólo porque ninguna tiene el valor de confesarlo abiertamente. De todas formas, estoy segura de que Cero no está esperándonos a nosotras para salir con una chica.
Mientras vuelvo al aula después del recreo, paso delante del trío Martini-Giacchetta-Luciani, los imbéciles de la aldea global, algo así como las hienas de Scar, en El rey león, y al oír que se ríen no puedo evitar escucharlos a hurtadillas. Repiten estúpidamente dos nombres —Cero y Zeta, que debo de ser yo— y se desternillan de tal manera que los compadezco. A mí, en cualquier caso, el apodo me gusta. Zeta, ¿como Catherine Zeta-Jones, o como Zeta, la hormiga? Qué más me da, pienso. Además, con la fuga de cerebros que hay en clase podría haberme ido mucho peor. Al cabo de unos minutos ni los oigo ya, me sumerjo en el tranquilizante silencio de Cerolandia.
Cero y Zeta, una pareja de extremos: el chico invisible y la chica sombra, dos compañeros perfectos, vaya.