Hoy en clase tuve la sensación de que me había vuelto realmente invisible. No hablé con nadie y nadie me dirigió la palabra. Cuando Gabriele apareció, ni siquiera levanté la cabeza del pupitre y me comporté como si no estuviese. Fue como al principio, cuando él era sólo Cero y yo aún no era Zeta. «Es increíble —pensé—, cómo el final de las cosas se parece siempre al inicio». Cuando recuerdo las veces que hemos estado juntos, se me antoja una historia que conozco sólo yo, que podría haberme inventado. Si tuviese que contarla no sabría cómo hacerlo, pero tal vez no puedo contarla porque es meramente fruto de mi imaginación.
A la salida, mientras iba hacia la moto, vi a la madre de Gabriele parada entre dos coches en el otro extremo de la calle. Miraba a un lado y otro, buscándolo en la multitud de estudiantes que salían en ese momento. Movida por un impulso, me acerqué y ella me sonrió al reconocerme.
Me preguntó si había visto a su hijo, y cuando le dije que sí quiso saber si estaba bien y si iba al colegio todos los días. Le contesté que sí y añadí que este año seguro que le daban el diploma. Me sonrió contenta, me tocó un brazo y me dio las gracias. Me alegró verla sonreír, y mientras ella seguía buscando a Gabriele entre el gentío, pensé qué podía decirle para complacerla. No sé por qué, no era una cuestión de gentileza, sino más bien una necesidad que sentía en ese momento, como si darle un motivo de felicidad pudiese aplacar mi propia infelicidad.
Aunque no hacía frío, ella se arrebujaba en el plumífero negro y no dejaba de escudriñar el instituto, a pesar de que su hijo debía de haberse marchado hacía un buen rato. De repente me puso de nuevo la mano en el brazo y me dijo que debía irse, que saludase a Gabriele de su parte si lo veía. Asentí con la cabeza, pero saltaba a la vista que mis asentimientos no le bastaban, que lo habría esperado allí días enteros. Ahora entiendo el vínculo visceral que los une. Al verla marcharse, sentí una pena enorme. Recordé lo que le había dicho a Gabriele en la playa, y lo lamenté.
Tampoco he visto a Giovanni. Aún no estoy tranquila, de manera que el hecho de no verlo me serena. Debería haberlo denunciado. Ahora ya es tarde y, de todas formas, sería su palabra contra la mía. De haberlo hecho, tal vez a alguien le habría dado por pensar que tras la muerte de mi madre necesito llamar la atención, lo que sin testigos ni pruebas sería lo más creíble. Cada vez que pienso en ello siento rabia, una sensación de impotencia frustrante.
Afortunadamente, dentro de un par de días me marcho a visitar a Angela y Claudia. Estaré ausente una semana. En el instituto sólo lo sabe Greci, que me sonrió y dijo que un cambio de aires me sentará bien, que es consciente de lo difícil que debe de resultar para mí. Sin mi madre, quería decir. Y añadió: «Apenas puedo creerlo cuando lo pienso». Nos miramos y le sonreí con los ojos húmedos. Me marché antes de lograr decirle algo, pero reconozco que me gustó mucho que alguien me hablase de mi madre. Nadie lo hace, pero daría lo que fuera porque sucediese más a menudo.