Dos arco iris

Una tarde en que estaba estudiando en mi habitación, entraste para anunciarme que fuera había dos arco iris. Fui hasta la ventana, aparté la cortina y vi dos arcos relucientes y nítidos recortarse contra el cielo. Apenas unos momentos antes llovía torrencialmente, de modo que parecía increíble que de repente hubiese salido el sol.

—Acaban en el mar, vayamos a verlos —propusiste sonriendo.

Así que cogimos el coche y fuimos a la playa. Nos sentíamos pletóricas, nos parecía estar haciendo una cosa que era, al mismo tiempo, mágica y tonta, pero por primera vez tu enfermedad daba la impresión de haberse rendido.

Ese día encontré el caldero de oro escondido en tus ojos risueños, mientras conducías y comentabas cuanto veías, porque valía la pena mirarlo todo: al tipo que cruzaba la calle con su perro, a las señoras que esperaban en el semáforo, al conductor del Jaguar que se detuvo a nuestro lado en el stop. Te empapabas de vida frenéticamente, como hambrienta, como si no quisieras perderte ni una migaja.

Me sentía feliz, y por un instante pensé que el milagro todavía podía producirse: tú te curabas al final y yo me quedaba con tu amor.

Ese recuerdo es el hechizo más poderoso que conozco: tú te transformas en tierra y mi corazón en cristal.