El año pasado, mientras estabas en el hospital para someterte a los controles habituales, te sentiste mal y te ingresaron. El médico con quien hablamos nos dijo que probablemente no saldrías de ésa, que la situación era en extremo crítica. Al cabo de dos días te recuperaste milagrosamente, según dijo el mismo doctor.
El domingo que fui a verte estabas fuera, en el jardín del hospital, sentada en un banco. Llevabas una bata azul y tu cara, pese a las huellas de la enfermedad, parecía menos tensa y cansada. Nada más verme me pediste que paseáramos. Estábamos en primavera, el aire era cálido y el jardín estaba cubierto de flores. Caminamos sin hablar hasta que, de improviso, como si el miedo a perderte se hubiese materializado en ese momento, te abracé al igual que un enamorado tímido que hubiera logrado hacer acopio de valor. No sé cuánto tiempo permanecimos así, de pie junto al seto, al sol de aquella tarde de abril.
Cuando acabó la visita te empeñaste en acompañarme hasta la verja. Luego, mientras bajaba por la avenida, me volví: no te habías movido del sitio y me observabas. Cuando alzaste una mano en ademán de despedida, tuve que reprimir el impulso de echar a correr hacia ti. Te devolví el saludo y proseguí mi camino, como una autómata, mientras las lágrimas me resbalaban por las mejillas.
Siempre he pensado que ese día nos despedimos en privado, lejos de las miradas de la gente. Fue una despedida de amor en la estación más hermosa del año.