11 de enero

Hoy llegué hasta la puerta del instituto, pero al final no entré. Me pasé la mañana fundiendo la tarjeta regalo que Angela y Claudia me dieron por Navidad. Volví a casa y escondí las bolsas en el garaje y luego, por la tarde, aproveché que mi abuela se había acostado y lo subí todo. Si me hubiese visto con tantas bolsas me habría acribillado a preguntas y me habría visto obligada a confesarle que había hecho novillos.

He comprado unas cosas preciosas que jamás me pondré: un par de zapatos de salón con tacón, un vestido ceñido de lana y seda y un pañuelo rosa pálido. Me los pruebo y me miro en el espejo: parezco al menos diez años mayor. Una de esas jóvenes tan sofisticadas a las que, hasta hace un año, me habría gustado parecerme. Ni siquiera sé si me gusto. Tengo la sensación de que ya no me veo. El vestido me cubre media pierna y los zapatos me obligan a caminar contoneándome de manera nada natural. ¿Por qué habré comprado estas cosas? Vuelvo a meterlo todo en las bolsas y las escondo bajo la cama, como objetos viejos e inútiles. Una tristeza abrumadora me oprime el pecho, y entonces, venciendo el miedo a salir, voy a nadar y nado hasta quedar exhausta. De vuelta en casa, me pongo el camisón y me tumbo en la cama. Lo último que pienso, antes de sumirme en el sueño, es que vivo tratando de escapar de una jaula.