31 de octubre

Examen oral de Inglés: me ofrezco voluntaria y quedo muy bien. Respondo correctamente a todas las preguntas sobre el Romanticismo. Ayer por la tarde me entristecí pensando en Mary Shelley y sus fantasmas. Mientras la profe me preguntaba, miré un par de veces a Gabriele. Se había vuelto hacia la ventana, a saber en qué pensaba. Cuando regresé a mi sitio, vi que estaba leyendo un cómic, lectura que no interrumpió ni cuando yo estaba a punto de sentarme y sin querer me di con la rodilla en una pata del banco, moviéndolo. Como si no existiese, como si alrededor no hubiese nada ni nadie.

Jamás lo he visto hablar, ni siquiera con los conserjes, lo digo en serio. No se une a los chicos cuando hablan de fútbol. Cuando nos mira un poco más de lo habitual, lo hace como si estuviese observándonos desde lo alto de su trono, en la sala más grande y tétrica de su castillo de Cerolandia, y es evidente que lo que ve lo aburre sin remedio.

Cerolandia tenía un rey taciturno y desconfiado que jamás había traspasado las fronteras de su reino. Nunca había declarado la guerra. Era un rey al que costaba entender, porque carecía de deseos…

Pero no, algo tendrá que gustarle. A menudo me pregunto lo que piensa durante las clases, día a día, atrincherado tras el pupitre, sin nadie con quien intercambiar al menos dos palabras. Quizá siga alguna lección, quizá algo de todo lo dicho aquí dentro consiga atravesar su corteza cerebral. Dibuja muchísimo, es muy bueno en arte, y que conste que no soy la única que lo piensa. El profe le pidió un día que hiciese la caricatura de un maestro. Él eligió a la de Matemáticas, una mujer obesa y ceñuda, y la dibujó con su culo grasiento encajado entre la cátedra y la pizarra, con las tizas flotando en su inmenso escote y el borrador latiendo como un corazón entre sus gigantescas tetas. Todos nos reímos, pero aún más el profe, que con el folio en la mano le dijo que estaba muy bien a la vez que lo miraba fijamente, y que luego repitió para sí mismo «muy bien, Gabriele». De inmediato empezó a circular el rumor de que el profe era maricón y quería engatusar a Righi, por eso lo había elogiado tanto. Pero el resto de la clase y yo sabíamos que no era cierto, que aquellos comentarios eran simplemente producto de la envidia, porque resultaba duro reconocer que Cero poseía un talento, sabía hacer algo, a diferencia de muchos de nosotros, que nos pasamos horas y horas delante de los libros sin conseguir aprender nada.

Cuando el otro día me pidió un cigarrillo, casi me alegré. Pensé que se trataba de una excusa para pegar la hebra, pero como no añadió una palabra más me quedé con la impresión de que sólo pretendía fumar.

En Cerolandia todavía reina el silencio.