30 de diciembre

A las nueve y media exactas está en el portal. Vamos al centro en motocicleta. Aparcamos para dar un paseo y buscar un local donde tomar algo. Por suerte, no hay mucha gente en la calle y encontramos dos sitios vacíos en la cervecería. Hablamos por los codos y me sorprende la cantidad de cosas que sabe, y en especial que siente auténtica pasión por el cine. No le digo que era lo que más le gustaba a mi madre, pero no puedo por menos que imaginármelos comentando sus películas preferidas. Pasa una hora sin que me dé cuenta, parecemos dos viejos amigos que han vuelto a encontrarse después de mucho tiempo.

Al salir del local me siento muy a gusto, de modo que cuando me invita a su casa a ver una peli me parece normal aceptar.

—¿No le molestará a tu madre? —le pregunto.

—Mi madre ha salido a cenar y suele volver tarde. No te preocupes. Además, no dice nada si de vez en cuando llevo a alguien a casa. Con tal de que no prenda fuego a las cortinas o riegue las plantas…

La casa de Giovanni es preciosa. De dos pisos y con el interior blanco y luminoso, como las que salen en las revistas. Nada más entrar me quedo boquiabierta y a él no se le escapa mi estupor.

—¡Eh, que es sólo una casa, no el palacio de Versalles! —exclama risueño—. Me alegra que te guste. Ven, vamos arriba, te enseñaré el resto.

Subimos los dos tramos de escalera, que es de madera oscura y con barandilla de plexiglás. Arriba hay tres dormitorios y dos cuartos de baño que más bien parecen salones. La habitación de Giovanni es grande. Tiene un sofá y un mueble bajo para un televisor de plasma casi tan grande como la pantalla de un pequeño cine de arte y ensayo. La cama es baja y el cabezal, del mismo color que los paneles del guardarropa. A los pies de la cama hay un puf oscuro con una pila de vaqueros recién planchados. Un escritorio de madera maciza y una librería de metal opaco completan la obra del decorador. No hay ni pósters ni trastos viejos, todo está perfectamente en orden. Creo que se llama minimalismo. Giovanni me señala la hilera de DVD y me dice que elija el que más me apetezca. Opto por una comedia que ya he visto, aunque no se lo digo, porque quiero verla por segunda vez, y nos acomodamos en el sofá. Giovanni me pasa un brazo por los hombros y me tapa las piernas con una ligera manta escocesa pescada del armario. Coge uno de los dos mandos y baja las luces. Después acciona el lector de DVD.

Empezamos a ver la peli; en un par de ocasiones no puedo evitar recordar a Gabriele en su dormitorio vacío, en cómo estoy con él, a pesar de que a veces parece muy complicado y es difícil dar con las palabras. Pese a ello, echo de menos algo de lo que carece esta maravillosa habitación: la presencia silenciosa y sosegada de Gabriele.

A mitad de la película ya no reímos, absortos en nuestros pensamientos. De improviso, Giovanni se vuelve y me besa fugazmente en el cuello, y a continuación debajo de la oreja. Me aparto de él con delicadeza, quizá demasiada, porque no capta enseguida el mensaje e insiste, me abraza y su boca busca la mía. Por un instante recuerdo la escena del Mouse y empiezo a sentirme incómoda. Lo aparto con ambas manos y murmuro que no quiero. Me siento una estúpida. Acabo de cometer otra de mis habituales gilipolleces, sólo que esta vez tengo la impresión de que no la remediaré con una excusa y, de hecho, cuando estoy a punto de decirle que es mejor que me vaya, veo que cambia de expresión.

—¿Adónde quieres ir? ¿A casa de ese muerto de hambre?

Su sonrisa se torna amenazante, sus ojos, repentinamente fríos, rezuman un odio y una rabia que me alarman. No contesto.

—Entonces, ¿adónde? —insiste cortante.

—A casa —balbuceo.

Trato de esbozar una sonrisa nerviosa. Hago ademán de levantarme del sofá, pero él me coge de una muñeca y me obliga a sentarme. De repente, estoy temblando y con la sensación de haber caído en una trampa.

—Tú no vas a ninguna parte, ¿entiendes? —susurra inclinándose hacia mí y aferrando con más fuerza mi muñeca.

Intento desasirme, pero se abalanza sobre mí con todo su peso.

En vano le grito que me suelte, luego trato de apartarlo con todas mis fuerzas, pero él es más fuerte, de manera que a la vez que me sujeta con una mano los brazos por encima de la cabeza, con la otra me levanta la camiseta y enseguida el sujetador.

El miedo me seca la boca y el corazón parece a punto de estallarme. Grito, pero ya no puedo oír mi voz y la habitación empieza a darme vueltas. No soy yo, sino un animal petrificado de terror. Siento su mano entre mis piernas y lo golpeo con las rodillas con tanta fuerza que me suelta los brazos. Logro liberarme y levantarme del sofá, pero es más rápido que yo y me empuja con tal violencia que rodamos por el suelo y nos enzarzamos a arañazos y bofetadas; las lágrimas me mojan la cara y el miedo me oprime aún más la garganta. Me llama fulana, puta, luego me coge por el pelo y me da un bofetón que me deja sin aliento. Sollozando, le suplico que pare. Me agarra un brazo, me obliga a ponerme en pie y me arrastra hacia la cama. Le doy una patada en la pierna. Gime, pero en lugar de soltarme me propina un puñetazo en el estómago con la mano libre y me tira al suelo de espaldas. De mi garganta sale un sonido ronco, un estertor que no parece pertenecerme. Soy el animal que están matando a golpes. Me acurruco sobre un costado y pego las rodillas al pecho de dolor, tiemblo convulsamente y, cuando oigo que se acerca de nuevo, el pánico me provoca una arcada y vomito.

—¡Qué asco, coño! —grita—. ¡Qué asco, coño!

Vuelvo a abrir los ojos. Está de pie, encima de mí.

—¡Ahora mismo lo limpias, ¿me oyes, pedazo de zorra?! —me ordena con la cara desencajada por una rabia ciega.

Asiento y lo veo ir hacia el baño. Ésta es mi única oportunidad, así que me olvido del dolor y me afianzo sobre las rodillas endebles. Apenas entra en el baño, me levanto y noto la adrenalina en cada una de mis células. En sólo unos segundos salgo de la habitación y corro escaleras abajo, me precipito hacia la puerta y, ya fuera, empiezo a gritar en el rellano, pero no me detengo, sino que sigo corriendo y salgo a la calle.

No me vuelvo, corro aun sin saber adónde voy. Al cruzar sin mirar, un coche casi me atropella. Oigo el claxon y es como si me explotara en el pecho junto al corazón. Resbalo un par de veces, caigo de rodillas al suelo y, a la vez que apoyo los brazos para levantarme, siento que se estremecen como si alguien estuviese sacudiéndome violentamente. Continúo a la carrera. Veo el portón de un edificio abierto y entro. Me apoyo contra la pared y deslizo la espalda hasta sentarme en el suelo. Me abrazo a las rodillas e intento dejar de temblar, pero no puedo; el aire me quema los pulmones. La luz se enciende, oigo voces. Me levanto, salgo y, cuando el aire frío me congela el sudor, me estremezco. Trato de ordenar mis pensamientos. Miro alrededor, pero no veo a nadie. Echo de nuevo a correr, mas ya sin fuerzas; me veo obligada a aminorar el paso, a caminar. Hacia casa.