28 de diciembre

Hoy también he pasado el día con Gabriele, pero no ha sido tan bonito como ayer. Y no porque ayer hiciéramos nada extraordinario, sólo estuvimos toda la tarde encerrados en su dormitorio, pero me lo pasé muy bien. Hicimos el amor y luego vimos una de esas películas viejísimas que últimamente dan por televisión. Fue divertido, estuve muy a gusto. Hoy debía llamarme a la hora de comer y a las dos aún no había dado señales de vida, así que me adelanté y quedamos en casa de Petrit; no parecía tener muchas ganas de verme. Dado que hacía mal tiempo y frío, llevé dos películas para ver, pero cuando apenas habían pasado diez minutos se empeñó en salir a dar una vuelta en la vespa. Monté detrás y fuimos primero a la playa y luego subimos a la colina. En la playa estuvimos paseando un cuarto de hora, pero parecíamos ir en la misma dirección por pura casualidad. En cierto momento me paré, pero él siguió andando y ni siquiera se volvió para ver dónde estaba. Las palabras que nos dirigimos podrían contarse con los dedos de una mano. Cuando se comporta así no lo soporto: si no quería verme, podía habérmelo dicho. Al volver a su casa tuve que subir porque me había dejado el móvil en su habitación. Petrit estaba en la cocina. Debía de estar muy enfurruñada, porque él lo notó y cuando volví me preguntó si todo iba bien. Me encogí de hombros y, por lo visto, hice una mueca cómica, dado que él soltó una carcajada.

—Esta mañana vino su madre —me dijo en voz baja intentando explicarme por qué la tarde se había torcido de esa manera—. Riñen siempre, luego ella se echa a llorar y él se comporta como has podido ver.

—¿Por qué riñeron?

—Gabriele no quiere que ella siga viviendo con su padre. Él bebe y ya no trabaja. Le birla dinero y la maltrata, mucho —me explicó con una mirada preocupada.

Luego me despedí apresuradamente, porque Gabriele estaba esperándome abajo.

Me dio un beso fugaz y no me preguntó si tenía algo que hacer esta noche o mañana. Yo tampoco le dije nada y me marché sin despedirme siquiera. Quizá después de lo que me contó Petrit debería haberme mostrado más comprensiva, pero todos tenemos nuestros problemas y eso no nos da derecho a comportarnos mal con los demás.

«Menudas vacaciones —pensé mientras regresaba a casa—, lo que me faltaba».

Ayer por la mañana quedé con Sonia, que se excusó por lo sucedido la otra noche y me dijo que estaba nerviosa y que estos días se comporta así con todos, no sólo conmigo. Luego, entre una cosa y otra, salió de nuevo a colación el tema de Giovanni, y cuando advertí que estaba tanteando otra vez el terreno le solté sin más que no insistiera, que me parecía una idiota por seguir corriendo detrás de alguien que no le hace el menor caso. Y para rematarlo le dije que ella es precisamente la última con quien Giovanni querría salir. Palideció y los ojos se le humedecieron.

—¿Y tú qué sabes? —me espetó.

Estábamos en el Café del Centro, eran las once de la mañana y media ciudad se encontraba allí. Le pedí que se calmase con cortés frialdad, pero fue inútil.

—¡Y tú qué coño sabes! —exclamó con mirada de loca.

No la aguantaba más, no tenía ningunas ganas de seguir explicándole las cosas, escuchándola, comprendiéndola. Me había dejado arrastrar hasta allí para sentir que todavía hago cosas normales, que en el fondo soy la misma de siempre y que el mundo, conmigo dentro, tampoco ha cambiado. Al final pasé olímpicamente de quienes nos miraban —qué importancia puede tener una riña de adolescentes— y dejé que se desahogase haciendo gala de un control inaudito. Me llamó cabrona en un par de ocasiones, pero me hice la sueca y me dediqué a observar el peinado de la señora de la mesa vecina mientras trataba de adivinar su edad. ¿Cuarenta y cinco? ¿Cincuenta espléndidamente llevados, como Sharon Stone? ¿Seré así a los cincuenta? ¿Seré guapa, fea, infeliz? Ni siquiera miraba ya a Sonia. Su ataque de histeria me provocaba náuseas. Era consciente de su sufrimiento, pero me importaba un bledo.

¿Adónde habría ido a parar el afecto?