Cuando despierto, Gabriele no está a mi lado y en la casa reina el silencio. Salgo de la cama temblando de frío y busco a tientas el interruptor: el haz amarillento que baña la habitación hace que todo parezca aún más irreal. Recojo mi ropa del suelo, me visto apresuradamente y me dirijo a la cocina. Lo encuentro trajinando con la cafetera.
—Buenos días —me dice casi sin volverse—, ¿te apetece un café?
—Sí, gracias —contesto sin entrar del todo, cohibida.
—Si quieres arreglarte, te he dejado unas toallas limpias en el cuarto de baño. Es todo tuyo. Petrit volverá más tarde.
—Vale —respondo pasándome una mano por el pelo.
Voy al cuarto de baño. Le agradezco que me haya ahorrado la situación incómoda. Cuando salgo, el café está listo y al lado de mi taza hay un platito con galletas. Bebemos en silencio evitando que nuestras miradas se crucen, yo apoyada de lado en la mesa, él contra la cocina de gas; la luz fría y azulada de las primeras horas de la mañana se filtra por la puertaventana.
—¿Has dormido bien? —me pregunta mirándome fugazmente.
—Sí, ¿y tú?
—También. —Y se apresura a añadir—: Me gusta dormir cuando llueve.
—A mí también, muchísimo —le digo, recordando que esta noche me he despertado y he oído llover.
—¿Te vas ya? —pregunta mientras enjuaga la taza. Luego la deja en el fregadero y se acerca a mí. Me abraza delicadamente y me besa en el cuello.
—Sí, debo irme, mi abuela estará preocupada —musito hundiendo la cara en su sudadera azul.
—Te doy mi móvil, llámame cuando quieras —me susurra al oído; luego me besa de nuevo y me acaricia.
Permanecemos en la cocina, abrazados, hasta que al final me digo que no tengo prisa y volvemos a la habitación.
Al llegar a casa, mi abuela ya se ha levantado. Está en la cocina. Antes de que me formule la inevitable pregunta le endoso mecánicamente la excusa que he preparado durante el trayecto:
—He dormido en casa de Sonia. Cuando acabó la fiesta nos pusimos a charlar y se me pasó la hora.
Se le nota en la cara que ha dormido mal y que no se cree una sola palabra. Me mira un segundo.
—La próxima vez llámame, aunque sea tarde. Si no, me preocupo.
Pero no es eso lo que quería decirme. No tiene fuerzas para regañarme en serio.
De repente, me siento muy cansada. Su mirada grave me ha echado encima una buena dosis de culpa, lo que me sugiere que debo irme a dormir ya mismo. Ya pensaré más tarde cómo lograr que me perdone.
Una vez en el pasillo, me detengo ante la puerta del cuarto de mi madre. Me sucede a menudo, me paro delante pero me da miedo entrar. La casa ha sufrido la amputación de una habitación, como si no existiese. Es una puerta cerrada detrás de la cual solo hay cosas, objetos.
En los últimos meses hemos ido vaciándola, pero aun así continúan apareciendo cosas por toda la casa: una lista de la compra, un número de teléfono escrito en un sobrecito vacío de azúcar.
Todo lo que encontramos lo metemos en uno de sus cajones, como si pudiese pedírnoslo en cualquier momento. Todo lo que te pertenecía está ahora en tu habitación, en el pulmón enfermo en que se ha convertido tu ausencia.