A mi madre le encantaba la película 2046, dirigida por Wong Kar-wai. Trata del amor y los recuerdos amorosos. Le gustaban mucho ciertas películas extrañas, llenas de nostalgia. Tenía hasta la banda sonora.
Sé por qué le gustaba tanto. También ella esperaba su historia de amor, la auténtica, la que nunca podría olvidar, la que habría revivido siempre y con idéntica intensidad en la memoria. Creo que ansiaba a un hombre que se sintiera perdido sin ella, que la llevara con él a todas partes, sin importar adónde. En cambio, ese hombre primero nunca apareció, y luego faltó el tiempo.
Si ella estuviera aquí ahora, le taparía los ojos con una mano y le preguntaría cuál es su recuerdo amoroso. Como el androide de la película, me convertiría en el guardián del recuerdo. Pero no tengo ningún secreto que vigilar.
A mi madre le gustaba contarme las películas. Cada vez que volvía del cine me decía que tenía una bonita historia que contar, y mientras lo hacía sus ojos traslucían el deseo de una vida más intensa, distinta. En su último año de vida vimos muchas películas juntas, en la cama, pero ella se dormía siempre antes del final, vencida por el cansancio y el dolor. De vez en cuando la observaba dormir, al tiempo que acababa de ver la película sola. Al día siguiente, para bromear, se lo reprochaba y ella decía: «Perdona, Alessandra, estaba cansada»; entonces se la contaba, o le pedía que adivinase el final.
«Estaba cansada, estoy cansada»: sigo oyendo esta frase. En ese momento ya conocía su significado: con ella me daba a entender que poco a poco iríamos dejando de hacer cosas juntas.
Recuerdo una tarde, apenas tres meses después de la operación. Salimos porque quería comprarse un chándal nuevo, pero tuvimos que regresar enseguida porque, de repente, las punzadas de dolor fueron tan intensas que no lograba mantenerse de pie. La había visto palidecer mientras la dependienta le enseñaba la chaqueta de un chándal azul oscuro. Sonriéndome, había pedido que le llevaran una silla para sentarse y me había dicho en voz baja: «Llama a la abuela, Alessandra, no puedo más». Leía el dolor en sus ojos mientras sus brazos delgados aferraban los míos para poder sentarse y la dependienta preguntaba educadamente «¿La señora se encuentra mal?», si bien traslucía cierta irritación por haber perdido la venta. Mi madre se disculpó y luego me pidió que comprase el chándal, que le daba igual cómo fuese. Me hubiera gustado decirle cuatro cosas a aquella dependienta, pero no quise incomodar aún más a mi madre. En el coche tuve que esforzarme para no llorar. El miedo me oprimía la garganta y no lograba decir nada, las palabras se habían convertido en arena.