Cuando salgo de la fiesta de Sonia son apenas las once, pero no tengo ganas de volver a casa. Cojo la motocicleta y doy un par de vueltas por la ciudad antes de armarme de valor y dirigirme a casa de Petrit. Cuando llamo al timbre, miro el reloj: las once y media. Pese a que nadie me responde, el portón se abre y subo. Petrit me explica sonriente que Gabriele no está.
—Pero no creo que tarde —añade—, puedes esperarlo si quieres. —Y se aparta un poco para invitarme a entrar. Lo sigo hasta la cocina, donde hay un intenso aroma a café. Al lado de los fogones hay un tipo que me saluda con un ademán de la cabeza—. Es Mion —me dice Petrit—. Ella es…
—Alessandra. —Sonrío, pero ya me siento mal, porque es el último lugar donde querría estar en este momento.
—Hemos hecho café, ¿quieres una taza?
—No, gracias —contesto apretando los puños en los bolsillos de la chaqueta, sin saber qué decir ni hacer—. ¿Puedo esperarlo en su habitación? —pregunto señalando el dormitorio de Gabriele con la cabeza.
—Claro, como quieras —responde Petrit risueño, encogiéndose de hombros.
Me encamino hacia el cuarto de Gabriele. Apenas cierro la puerta, me quito botas y chaqueta y me tumbo a oscuras, a esperarlo.
Cuando por fin la puerta se abre, despierto sobresaltada. Me incorporo protegiéndome con un brazo de la inesperada luz, sin lograr ver su cara. Durante un instante que se me hace eterno, Gabriele se queda apoyado contra el marco, escrutándome con los ojos entornados. Sin pronunciar palabra, cierra la puerta, deja el casco en el suelo y se quita la chaqueta despacio, como si estuviese exhausto. No me mira ni dice nada. Sus gestos son ensimismados, yo no existo. Al cabo de un momento, se vuelve hacia el interruptor y apaga la luz. Me tumbo de nuevo y espero sin saber qué hacer o decir. Me pregunto por qué habré venido, la situación se me antoja absurda. Parece que esté loca. De hecho, lo estoy. Oigo el tenue rumor de su ropa cuando se la quita, luego el de los zapatos al caer en algún rincón. Lo noto tumbarse a mi lado.
—No sabía adónde ir —susurro, recuperando el valor y la voz a la vez—, pero si quieres me marcho.
No responde, permanece inmóvil.
Fuera ha empezado a llover, las gotas repiquetean contra los cristales. Siento frío y me meto bajo la manta sin pensármelo. Él hace lo mismo. Después se vuelve hacia mí y me abraza delicadamente, como si temiese que un gesto en falso pudiese hacerme escapar. Lo abrazo a mi vez sin decir nada, agradeciendo que no me haga preguntas.
Si alguien nos mirase en este instante, vería una figura similar a una ilusión óptica: abrazados seguimos siendo nosotros, pero a la vez formamos algo que antes no se veía porque estábamos demasiado lejos. Permanecemos un buen rato en esa postura antes de empezar a besarnos y luego a desnudarnos, lentamente, esparciendo las prendas alrededor.
La cama ahora es una barca y nuestra ropa se aleja a la deriva. El mar que nos mece es negro y denso, esconde los cuerpos y las caras. Hacemos el amor como dos desconocidos que no volverán a verse, como dos sombras que se han separado de la oscuridad para encontrarse en este lecho.
Al final permanecemos abrazados largamente, y mientras me adormezco Gabriele me dice: «Ese día te esperé».