Muerta de aburrimiento, llamo a Sonia y le pregunto si le apetece salir un rato. Mi llamada la sorprende, según me dice, pero a la vez se alegra de oírme, así que me invita a ir a su casa esa misma noche. Me advierte que acudirán también Barbara, Ilaria y las demás chicas y, como si presintiese que eso podría hacerme cambiar de idea, insiste: «Ven, nos divertiremos mucho». Acepto y por la noche me presento en su casa. Me he vestido como para ir a bailar, y cuando me quito la cazadora todas me miran, aunque Sonia es la única que me elogia. Llevo una minifalda vaquera y un suéter holgado de angora negra con los hombros al aire. Me he recogido el pelo en una coleta baja y calzo botas de tacón alto. Cuando me he mirado en el espejo en casa me he dicho que quizá me estuviera pasando, que en el fondo sólo se trataba de mis compañeras de instituto, pero después ha prevalecido el qué-más-me-da.
Los padres de Sonia no están en casa y ella ha preparado todo, la mesa con la comida y la bebida y el equipo estéreo, del que sale la voz de Shakira. Sonia se acerca a mí y me susurra que están a punto de llegar varios chicos. Giovanni incluido, claro. Por eso está tan nerviosa: es la ocasión de recuperarlo.
Mientras comemos, hablamos del instituto, del examen de selectividad, de chicos, de vestidos, el parloteo de siempre. Las cosas de que hablaba hace sólo dos años, pero que ahora me repelen. Cada vez que una pronuncia el nombre de un chico que consideran guapo, la habitación se colma de risitas y gorjeos que me abstengo de secundar, tal vez demasiado, porque la capulla de Ilaria se da cuenta y se pone a hablar de Gabriele y del último día de colegio, cuando llevó a Greci sus dibujos. Asegura que vestido de otra forma no parecería un matado y que hace unos días lo vio por la calle con una chica. Me lanza una ojeada para asegurarse de que la escucho, y yo, para evitar que se salga con la suya, finjo estupor. Es como si estuviera en una de esas viejas películas en que las señoras cotillean bajo los secadores de la peluquería. No digo nada, pese a que sé de sobra que todas esperan que hable: ¿soy o no soy su compañera de pupitre? Ni siquiera el intercambio de miradas pérfidas ante mis narices me saca de mi caparazón. Sigo comiendo y bebiendo como si fuese la prima extranjera de Sonia. De vez en cuando sonrío, pero me comporto como si su cháchara no me afectase lo más mínimo: soy sueca y frecuento un instituto finlandés. En otro momento quizá le diría que es una gilipollas y me marcharía, pero ahora sus tejemanejes me traen sin cuidado.
Cuando llegan los chicos el ambiente se anima, se llena de energía nueva y del frío que, todavía pegado a sus cazadoras, se extiende por el aire con su agradable aroma. Muchos se sorprenden de verme allí y me miran con aire inquisitivo. Giovanni aparece al cabo de un rato, y cuando me ve fumando en un rincón noto en sus ojos sorpresa y admiración, lo que, por desgracia, no se le escapa a Sonia. «Acabaremos mal», pienso, así que me hago la longuis y apenas lo saludo. Giovanni responde con una leve inclinación de la cabeza y a continuación se pone a hablar con Ilaria.
Tras el alboroto de los saludos, y después de que todos se hayan acostumbrado a la sala y las bebidas, Sonia baja la luz y Shakira cede su puesto a una música más lenta y sensual, a la vez que un canuto pasa de mano en mano. Alguien se echa en el sofá que ocupa la mayor parte de la pared del fondo, otros apartan la mesa y se ponen a bailar en el centro de la habitación. Cuando Luca, uno de segundo B, me pasa el porro, lo rechazo, me levanto del sofá y voy por otra cerveza. Mientras bebo, veo con el rabillo del ojo que alguien se me acerca. Giovanni. Y me invita a bailar. Me gustaría rehusar, pero cuando me quita el vaso y me coge una mano para llevarme al centro de la sala lo sigo, dócil como un corderito. Sonia no me quita ojo y por segunda vez siento, mejor dicho, sé, que la cosa acabará mal, pero aun así paso de ella y abrazo a Giovanni sin importarme la cara de cabreo con que nos mira.
Apenas acabamos de bailar, él vuelve con sus amigos, que se han puesto a liar otro porro. Ilaria está sentada en el sofá con Francesco, un amigo de Giovanni, y ríen como idiotas. Éste se deja caer al lado de Ilaria y, pasando un brazo por delante de ella, le quita el porro a Francesco. Al acercarme a Sonia noto su hostilidad.
—Me dijiste que no te gustaba —me espeta fulminándome con la mirada.
—Y así es. Sólo he bailado con él, no hemos follado.
Se sobresalta y enrojece.
—Haz lo que te parezca —dice soltando una risita nerviosa—, ese cabrón me importa un comino.
—¿De verdad? Entonces, ¿por qué lo has invitado? Si no me equivoco, fue él quien te dejó, ¿no?
Me mira atónita, pero no responde. De mí esperaba cualquier cosa, salvo esta crueldad.
—Creía que eras mi amiga —dice como una niña a punto de llorar.
—Vaya, sólo me faltaba la escena de la amistad traicionada —le suelto, y resoplo con aire de estar hasta la coronilla.
Barbara y el resto de las chicas están mirándonos, al igual que Giovanni y sus amigos. De repente siento los ojos de todos clavados en mí, han dejado de hablar y da la impresión de que esperan a que la situación degenere: el espectáculo sorpresa de la velada no tardará en empezar. Incluso Ilaria, que se ha acomodado ya encima de Francesco, me mira como si fuese la tía más capulla del mundo. ¿He hablado tan fuerte? Es imposible que me hayan oído, y aunque fuera así, ¿he dicho algo tan terrible? Sonia está con los brazos rígidos y apoyados en los costados, los puños apretados como una cría de cinco años.
—Cabrona —masculla—, no me esperaba esto de ti.
—¿Qué no te esperabas? Pero ¿qué coño he hecho?
Ahora sí que he gritado; no sólo estoy enfadada con ella, sino con todos. «Menuda pandilla de energúmenos —pienso—. ¿Por qué habré venido?» Los miro iracunda y, acto seguido, me largo. Cojo la cazadora del respaldo de una silla y me precipito hacia la puerta. Cuando paso delante de Sonia, le doy las gracias por la invitación. Se queda boquiabierta. No me despido de nadie más. Giovanni me mira sin comprender nada, y cuando hace ademán de levantarse para acercarse a mí, doy un portazo a mis espaldas.