Hoy he recibido dos visitas: la primera de Sonia, la segunda de Giovanni. Por poco no se han cruzado; los dos han venido con un regalo. El de Sonia es un osito de peluche, el de Giovanni, un par de guantes de lana rosa y azul preciosos, que deben de haberle costado una fortuna. Por suerte, Sonia tenía que ir a la peluquería y su visita ha sido muy breve: grandes efusiones y una declaración de amistad que habría atemorizado a cualquiera, a ella incluida, si hubiese podido verse tan conmovida y teatral. No entiendo por qué no se ha tranquilizado todavía, quizá las cosas con Ilaria no vayan demasiado bien.
Giovanni, en cambio, que por lo general me inquieta un poco, hoy me ha parecido un chico como los demás y hemos charlado como dos viejos amigos, aunque después de lo del Mouse no me fío del todo.
Le he dado las gracias por el regalo, pero sin caer en los típicos melindres; no quería que creyese que bastan un par de guantes para que las cosas se arreglen, a pesar de que hoy me ha parecido sincero y agradable. Quién sabe, tal vez no sea el caradura mimado que todos piensan. Al menos, estoy segura de una cosa: es irresistible, y cuando clava sus ojos verdes en los tuyos te cuesta concentrarte en lo que dice y empiezas a montarte una película en la que salís juntos, el problema es que al final te percatas de que estás viendo la película sola.
He ido con mi abuela a la misa del gallo. En un par de ocasiones le he visto los ojos vidriosos. Me habría gustado cogerle una mano, tocarla, pero tenía miedo. A veces pienso que sólo con rozar su dolor, me arriesgo a sentir el mío. Lo despertaría como a un viejo dragón que duerme en el corazón de la montaña, y no conozco ningún hechizo que ponga de nuevo las cosas en su sitio.
A la salida de la iglesia, Sonia y su madre se han acercado para felicitarnos las Navidades. Luego la mujer nos ha dedicado una expresión del tipo debe-de-ser-durísimo-pero-con-el-tiempo-pasará, e inclinándose hacia mi abuela le ha dicho: «Hay que ser fuertes», como alguien que hubiera vivido siempre entre lutos y miserias, y no en una mansión del siglo XVIII con piscina y filipina incluidas. No he soltado una carcajada por respeto a las circunstancias y a mi abuela, pero lo que he visto y oído me ha ayudado a comprender, mejor que mil palabras, que Sonia sólo puede ser hija suya. Aunque le ha dado las gracias, las palabras de esa idiota habían surtido ya su efecto, pues de hecho mi abuela tenía la voz quebrada por el llanto. Ha vacilado un poco y se ha apoyado en mí pidiéndome disculpas con la mirada, apenas pudiendo contener su dolor. Cuando he alzado la vista, varias personas nos observaban. Qué extraña impresión debíamos de causar, mientras todos se abrazaban y felicitaban: dos extranjeras en medio de una fiesta, con el cansancio propio del viaje y que sólo saben expresarse en un idioma que nadie entiende y que no sirve para nada.